En la historia de la literatura universal las madres son tan antiguas como la guerra: desde la Yocasta a la que Sófocles dio vida en Edipo Rey hasta la reina Gertrudis en Hamlet. Son figuras que se mantienen vigentes, incluso más contemporáneas que otras, justamente por su fuerza o su tragedia. La literatura más reciente se explica en las raíces clásicas y en la literatura del XIX donde se cincelan los personajes tipo, como la Emma Bovary de Flaubert. Sin embargo, será en los siglos XX y XXI cuando surgen algunas de sus visiones más contundentes: desde la Lucia Santa de Mario Puzzo en La mamma a la Susan Sontag más autobiográfica, que en sus diarios contó cómo tras divorciarse de Philipp Rieff obtuvo la custodia de su hijo, asumió su bisexualidad y se instaló en Nueva York para hacerse un espacio como escritora. Hay gesta, drama y belleza en cada una de esas historias.
El espíritu de un tiempo resuena en la construcción de una maternidad más compleja. La literatura anglosajona está poblada de madres estremecedoras. Una de las autoras que mejor consiguió retratar la complejidad de la madre contemporánea fue Doris Lessing, lo hizo en 1962 con su novela El cuaderno dorado, un alegato sobre el afecto y el sacrificio, pero también de los dobleces que la relación madre-hijo encarna. La relación de Lessing con la maternidad fue conflictiva y la abordó en varios libros, sin embargo, en esta novela es donde lo consigue con mayor excepcionalidad. Ambientada en década de los 50, la historia se sujeta a partir de Anna Wulf, una mujer divorciada, que reside en Londres con su hija Janet y su amiga Molly, también divorciada y madre de un hijo, Tommy. Wulf, un trasunto biográfico de Lessing, es la narradora y autora de las otras tres novelas internas del libro: el cuaderno negro, el rojo, amarillo y azul, y a través de los cuales elabora una lectura mucho más amplia: su relación con Sudáfrica, con el comunismo y la propia idea de libertad. El tema de la madre es decisivo, casi político.
La escritora canadiense Alice Munro también construyó elaboraciones de ficción sobre la figura de la madre, una de ellas está incluida en su libro Escapada. Del conjunto total de los relatos, destacan tres: Destino, Pronto y Silencio, tres historias que pueden ser leídas como una nouvelle, ya que todas están protagonizadas por una misma mujer, una profesora llamada Juliet, a quien el espectador encuentra en tres momentos distintos de su vida. En Destino, Juliet conoce a un hombre cuya esposa está a punto de morir; en la siguiente historia, Pronto,que se desarrolla cuatro años más tarde, Juliet vuelve a casa de sus padres con su hija Penélope; el último relato, Silencio, muestra la manera en que Juliet vive ahora como madre, las paradojas que debió de enfrentar como hija. La relación tácita de silencio y tensión de estos tres relatos sirvieron a Pedro Almodóvar -cineasta eclipsado por lo femenino- de inspiración para su más reciente película, Julieta, y todas llevan en su interior algo agrio, cotidiano pero no por eso menos trágico.
Hay madres las libérrimas e inagotables, como la Anna Fierling de Bertolt Brecht en la obra Madre coraje y sus hijos. También las hiperbólicas y rotundas, como la Úrsula Iguarán de Cien años de soledad, esa matriarca que sostiene la memoria y la vida de Macondo. Un personaje que Gabriel García Márquez consiguió cincelar como uno de los mejores en la novela del siglo XX: la madre como figura total de una familia, un pueblo y una memoria colectiva. Las hay abnegadas y magnánimas, casi alegóricas, como la Pelalgia de Maksim Gorki, una campesina rusa que llega al activismo gracias a su hijo Pavel, líder socialista de la fábrica en la que trabaja. Hay otras, castradoras y autoritarias, como la Bernarda Alba de Federico García Lorca o la Amanda Wingfield, aquella dominante madre sureña abandonada por su marido que trata de imponer sus mandatos a sus hijos que Tenesse Williams ideó para su obra El Zoo de cristal.
De Karr a Milena Busquets
Hay otras maternidades algo más enloquecidas, ácidas e hilarantes (también de alguna forma más cercanas en el tiempo). Una de ellas, la que cuenta la escritora estadounidense Mary Karr en El club de los mentirosos (Periférica &Errata Naturae), un libro de registro memorialístico en el que, a partir del relato de la vida en un pueblo petrolero de Texas en los EEUU de los años sesenta, Karr confecciona un fresco de la sociedad norteamericana. Uno de los mejores personajes del libro, por encima del resto, es la madre. Una mujer que, ante la pregunta de sus hijos sobre si el agujero en la pared de la cocina es el rastro de la bala que le descerrajó a su padre, ella, concentrada en su volumen de Marco Aurelio y comiendo chilis picantes, responde: “No, eso es de cuando Larry. —Se giró y señaló otra pared—. A tu padre le disparé allí".
De la madre de Karr es posible dar el salto a otras no menos inquietantes, como la Patty Berglund de Jonathan Franzen en Libertad, esa mujer enloquecida capaz de pulverizarse a sí misma y al resto de su familia y resurgir de pronto de sus cenizas en una transformación excepcional. Tan potentes como Patty Berglund son las madres que Lorrie Moore incluye en su excepcional volumen de relatos Gracias por la compañía (Seix Barral), algunas de ellas se desviven, entregadas, por hijos adolescentes que jamás las entenderán, otras se atrincheran en el miedo al afecto o se despeñan desde relaciones nauseabundas. Todas le permiten a Moore crear una especie de reunión de los desdichados y malogrados: hijos y madres; hijas y madres, como gran telón de infelicidad. "Todas las mujeres que ella conocía bebían. Todos los días. Al rechazar las vidas de nuestras madres, nos descubríamos buscando voltios perdidos de amor materno en los lugares donde nunca se podían encontrar: ginebra, hombres, universidad, nuestras propias madres y nosotras mismas", escribe Moore.
Hay libros que recomponen la figura de la madre desde la mirada de sus hijas. En ese registro, se han publicado dos novelas excepcionales. Una de ellas la recuperación de Tú no eres como otras madres (Periférica y Errata Naturae), de la escritora Angelika Schrobsdorff, una historia en clave autobiográfica en el que la autora alemana reconstruye la vida real e inconformista de su madre, una mujer nacida en una familia de la burguesía judía de Berlín. Es la narración generosa y enternecedora de una vida extraordinaria. Mucho más cercana en el tiempo, pero no por ello despojada de la misma fuerza literaria y afectiva, destaca la Esther Tusquets que su hija describe en También esto pasará (Anagrama), una novela con la que Milena Busquets conquistó y conmovió a editores y lectores.
Empujada por la muerte de su madre, Blanca, el trasunto que elige Milena Busquets, emprende un viaje a Cadaqués. Una peregrinación hacia la infancia, los recuerdos y la adolescencia. Una elegante, y no menos agria, declaración de amor de una hija hacia una madre de carácter dominante y complejo: “Me observaste enamorarme y desenamorarme, romperme la crisma y volver a ponerme de pie, desde una distancia prudencial, disfrutando mi felicidad y dejándome sufrir en paz, sin aspavientos ni demasiadas indicaciones. En parte consciente, supongo, de que el amor de mi vida eras tú y que ningún otro amor huracanado podría con el tuyo. Después de todo, amamos como nos han amado en la infancia, y los amores posteriores suelen ser sólo una réplica del primer amor. Te debo, pues, todos mis amores posteriores”.
El exceso de la madre, pero todavía más su ausencia, sostienen libros como El baile del reloj (Lumen), de Anne Tyler, ganadora de los premios Pulitzer, National Book Critics Circle y Pen/Faulkner, y que en estas páginas relata la vida de Willa Drake, una mujer cuya biografía se traza en la pérdida, desde la desaparición de su madre a los once años hasta un matrimonio y una viudez que llegan igual de pronto. Sin embargo, una llamada la empuja a abandonarlo todo y acudir en la ayuda de la exnovia de su hijo. El lugar del cuidador resitúa el de la madre, el territorio de la protección y el calor humano, una isla del espíritu en medio de la aspereza que el destino ha procurado a esta mujer. Existen, claro, madres imprevisibles como la que describió el escritor y traductor húngaro András Forgách en El expediente de mi madre (Anagrama), y en el que da cuenta de cómo su madre trabajó como espía para la dictadura de János Kádár y no de manera puntual, sino a lo largo de los años.
Otras lenguas... maternas
En la literatura española reciente merecen una mención aparte las madres de Ignacio Martínez de Pisón, en cuyas novelas se alojan los episodios más tiernos y al mismo tiempo demoledores de lo que una madre significa en la vida de una familia, pero también sobre la forma en que esos papeles mutan cuando las hijas se convierten, a su vez, en madres. Lo hizo en La buena reputación (Seix Barral, 2014), una novela que le valió el Premio Nacional de Narrativa y también en Derecho natural (Seix Barral, 2017) y también en la hermosa e hiriente Fin de temporada (Seix Barral, 2020). Marta Sanz también ha trabajado la figura de la madre como elemento de potencia en sus novelas. Sin embargo, una de las que mejor lo consigue es su novela Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2013), una memoria íntima del desastre que supuso el periodo de la Transición para muchas mujeres. A través de una niña -Daniela Astor- que sueña con ser vedette o actriz, y que le afea a su madre su simpleza y vulgaridad, Marta Sanz coloca sobre la mesa temas como el aborto, la sexualidad, el cuerpo o la madurez.
Uno de los más hermosos libros sobre la madre pertenece al escritor argentino Jorge Fernández. Hace ya veinte años publicó Mamá, la biografía novelada de su madre, una joven campesina asturiana que llegó a los 15 años a la Argentina de Perón. Su familia, que quería sacarla de la miseria, le prometió que todos la seguirían, pero nadie viajó, nadie llegó. El libro fue reeditado por Alfaguara en una preciosa edición. La belleza del libro radica en que la historia de aquella mujer es, al mismo tiempo, la historia de un país de inmigrantes en el que todos veían retratados una parte de su familia. Fernández Díaz la escribió cuando aún ni soñaba con ser el escritor de referencia que es hoy. Se refugió en los métodos del periodista para sentar las bases de su voz literaria, una especie —¿por qué no?— de segundo alumbramiento.
La No-maternidad también ha impulsado libros icónicos. Sin embargo, uno de publicación reciente ha sacudido la sensibilidad de los lectores más distintos. Se trata de Tienes que mirar (Impedimenta), en cuyas páginas la escritora Anna Starobinets narra un desgarro tanto personal como social que comienza con el diagnóstico de un un defecto congénito incompatible con la vida que tiene el hijo que espera y continúa con peregrinaje por las instituciones sanitarias de su país, indiferentes a su drama, su posterior viaje a Alemania y el duelo por el hijo perdido. Tal y como aseguran sus editores en castellano, Tienes que mirar desencadenó a su publicación una tormenta en Rusia, y "la condena de parte del establishment sanitario ruso al atreverse a abordar el tabú del poder que tienen las mujeres sobre sus propios cuerpos, las secuelas del aborto espontáneo en el matrimonio y la vida familiar, y la insensibilidad e ignorancia mostradas por muchos en su país en situaciones límite como la suya".