¿Qué tienen en común el dirigente comunista Lenin, el magnate del petróleo J. D. Rockefeller y el puritanismo?, se preguntará el lector atraído por el titular de Vozpópuli. Es una duda comprensible que tiene una respuesta sencilla: todos confluyen en la figura del director de cine David Wark Griffith y de su película muda Intolerancia (1916), una obra de gran belleza en torno a la que se tejen paradójicas e inesperadas conexiones entre el ayer y el hoy.
Comencemos por Lenin, porque este año se cumplirán cien de la insólita oferta que el entonces máximo dirigente de la URSS realizara al director norteamericano Griffith, para poner en sus manos la industria cinematográfica soviética. Una industria que no estaba precisamente manca de talentos, pues contaba con figuras del máximo nivel, como S.M. Eisenstein y Pudovkin, entre otros. Griffith, autor de la emblemática El nacimiento de una nación (1915) dentro de una filmografía con cincuenta largometrajes y más de 500 cortos, declinó el sorprendente ofrecimiento.
Pero la pregunta es ¿qué vio Lenin en ese hombre al que hoy repudian los activistas de izquierda de todo el mundo por el presunto racismo de su obra más popular? Y al que ya se criticó en su momento por similares motivos, no se nos olvide, pues el cineasta fue objeto de una campaña que intentó prohibir la exhibición de El nacimiento de una nación, que terminaría convirtiéndose en la película más taquillera hasta entonces. Pues lo que Lenin vio fue Intolerancia (1916), una de las obras maestras del cine mudo que acaba de ser relanzada por Divisa en una nueva edición en formato bluray-libro, una exquisita presentación con la que el sello distribuidor ofrece nueva vida a los clásicos más principales de su colección Orígenes del cine, pero también a otras obras clave del cine español como El crack, de José Luis Garci, o Los santos inocentes, de Camus.
Y lo que Lenin descubrió en Intolerancia fue a un director que realizaba una durísima crítica de los abusos del capitalismo sobre los trabajadores de la época. Y que, además, tenía la osadía de convertir en villano a un magnate que tenía un sospechoso parecido con John D. Rockefeller, el más célebre multimillonario del momento, dedicado en la última etapa de su vida a las obras filantrópicas. De hecho, Griffith atribuye a su personaje (el señor Jenkins) la responsabilidad de una matanza sobre sus obreros en huelga que es sospechosamente similar a la masacre de Ludlow, en la que los huelguistas fueron tiroteados por la Guardia Nacional por demanda de Rockefeller. Añadamos que la película incorpora un detalle que también apunta a ese reconocimiento: en un momento dado Jenkins recoge del suelo una moneda de escaso valor. “Rockefeller solía comentar que ese había sido el origen de su fortuna”, explica el historiador Kevin Brownlow.
'Intolerancia' y la injusticia social
“La película llamó la atención de los rusos, que se quedaron anonadados. Nunca habían visto que una autoridad estadounidense fuese tan criticada en la pantalla, y Lenin le ofreció a Griffith dirigir la industria cinematográfica soviética”, recuerda Brownlow en uno de los documentales que acompañan la edición. La actriz Lillian Gish, habitual de Griffith y muy próxima a él, lo confirma en sus memorias. “Por el tema de la tolerancia, Lenin había deducido que Mr. Griffith debía ser comunista”, lo que no era así, aunque sí era un hombre con inquietudes sociales. “Aunque la película describe el despiadado trato que sufría el trabajo a manos de los capitalistas, el propio Mr. Griffith era un aristócrata”, explica la célebre actriz de Lirios rotos. “Las sectas, los partidos y la política significaban poco para él. Atravesó la superficie hasta el núcleo interno de la humanidad: la hermandad del hombre”.
Esa búsqueda de una utópica hermandad armónica de los hombres es, sin lugar a duda, el tema de Intolerancia, y hacia él apunta el desenlace, con una especie de recreación del ‘reino de los cielos’ iluminado por una cruz cristiana. Un desenlace al que se llega tras contarnos, de forma combinada, cuatro ejemplos de intolerancia religiosa y social a través del tiempo, de los que, por cierto, tan sólo uno tiene final feliz.
La protagonista de 'La chica de la montaña' desmiente la mitad de los tópicos de los estudios de género sobre pasividad de los personajes femeninos en el cine
Los dos relatos con más peso son el referido a la caída de Babilonia (que se atribuye a la traición de los sacerdotes del dios Bal, celosos de la influencia de la nueva deidad Ishtar; son ellos los que abren las puertas de la ciudad y permiten el triunfo de Ciro) y el de la etapa moderna, al que luego volveremos, que culmina en un vibrante alegato contra la pena de muerte. Ambos fragmentos se exhibirán luego como películas separadas; la segunda de ellas bajo el título La madre y la ley. Estas dos historias son complementadas por la de la matanza de los hugonotes en Francia, a cargo de los católicos, y por el episodio de la crucifixión de Cristo, que es al que Griffith dedica menos metraje, quizás porque daba su historia por sabida, si bien puntea decisivamente los momentos clave de la historia.
La película fue en su momento un prodigio técnico que aportó grandes novedades narrativas y que supuso un derroche de medios monumental, especialmente para lograr una fidedigna recreación de la ciudad de Babilonia que todavía hoy impresiona, quizás porque sabemos que no hay trucos digitales ahí. Pero, sobre todo, impacta la brillantez de Griffith a la hora de combinar su planteamiento abstracto, concretado en lo general, las masas, con el detalle de toda una panoplia de personajes dotados de encarnadura humana. En este sentido, destaca especialmente el personaje de ‘La chica de la montaña’, en el episodio babilónico, un personaje entrañable que, por sí solo, desmiente la mitad de los tópicos de los estudios de género sobre la pasividad de los personajes femeninos en el cine. La chica es desgarbada, simpática, ligera, fresca y hasta guerrera (participa en las batallas como arquera). Su personaje ha sido descrito por algunos estudiosos como un anticipo de las flappers que aparecerían años después. Pero lo más relevante es cómo Griffith la convierte en la verdadera protagonista del episodio babilónico, por encima incluso del rey Baltasar, de modo que, para el espectador, la verdadera caída de Babilonia ocurre cuando ella muere. Ese es el golpe mayor del episodio.
Puristanismo de largo recorrido
Pero no dejemos sin responder la otra pata de la incógnita con la que se inicia este artículo. Es muy relevante que en tres de los cuatro episodios asistamos a ejemplos de intolerancia religiosa mientras que en el cuarto, en el moderno, lo que se aborde sea más bien la social. De dos de esos ejemplos de intolerancia (el injusto trato a los obreros y la pena de muerte) ya hemos hablado, pero falta el otro: el puritanismo. De hecho, todo comienza con la alianza entre un grupo de mujeres ‘reformistas’ y el magnate Jenkins a través de la mediación de su hermana soltera. Pero cuando las donaciones del magnate resultan insuficientes para las obras de ‘mejoramiento social’, Jenkins toma la decisión de financiar su filantropía recortando el salario de sus obreros un 10%, una decisión que provoca la huelga y desencadena el resto de los acontecimientos del episodio.
"Nos quitan el dinero y lo utilizan para hacerse propaganda reformándonos”, protesta un líder obrero. Y, más allá de las distancias, es difícil no encontrar paralelismos con el presente. Sin ir más lejos con esos bancos comprometidos con los valores del momento y que, sin embargo, desatienden las necesidades de sus clientes más mayores, por referirnos a una polémica informativa reciente. De igual modo, la proclama de las activistas - “Debemos tener leyes para hacer buena a la gente”- suena terriblemente actual, si bien difieran los modos de lograr el objetivo entonces y las maneras de hacerlo hoy, que no esgrimen explícitamente la razón moral, aunque lata claramente al fondo.
La película presenta a Jesucristo como el mayor enemigo de la intolerancia farisea
La mirada de Griffith hacia estas mujeres reformistas es muy crítica y suscitó lógica contestación. De ahí que, cuando exhibió separadamente La madre y la leyla acompañó de una presentación en la que aclara que la película no se refiere al trabajo compasivo de quienes ayudan a los necesitados “sino a aquellos que usan la caridad para glorificarse a sí mismos” o para “un uso autocrático del poder”. Y aún más, Griffith prueba su idealismo humanístico al abominar de la palabra “prohibición” (50 años antes de Mayo del 68) y afirmar: “No ayudamos con leyes drásticas, sino apelando a la razón y a la conciencia”. Griffith había sido atacado por las reformistas por El nacimiento de una nación y no las soportaba. Ellas fueron el blanco principal de Intolerancia, explica el historiador Kevin Brownlow, quien añade: “Pero lo curioso es que él mismo era un reformista. En ese mismo episodio atacaba la pena de muerte y la prohibición del alcohol”.
No debemos olvidar que estamos en una época que no facilita una fácil proyección de las actuales, y esquemáticas, adscripciones ideológicas izquierda-derecha. Intolerancia se estrena durante el periodo conocido como era progresista de EEUU (1890-1920), caracterizada por un activismo social que buscaba mejorar la sociedad y que se cierra con la prohibición del alcohol, la Ley Seca, si bien en esta medida coincidieron también sensibilidades más conservadoras. Añadamos que en esa época los demócratas eran partidarios de la esclavitud, mientras que los republicanos, y Rockefeller entre ellos, eran firmes partidarios de abolirla. Todo ello nos dibuja un panorama confuso, si bien no tan distinto en el fondo, y salvando las distancias, del que padecemos hoy, no menos equívoco.
La cancelación de Cristo
Dentro de esa batalla contra el puritanismo que Intolerancia es, en gran medida, es muy relevante detenerse en los breves momentos del episodio de Jerusalén, referido a la vida y muerte de Jesucristo, al que la propia película presenta como “el más grande enemigo de la intolerancia”, y a Jerusalén, por mérito suya, como “la ciudad dorada a la que debemos muchos de nuestros más altos ideales”. Es muy revelador que la primera referencia del episodio evangélico nos presente justamente a los fariseos (ejemplo supremo de todos los puritanismos que en el mundo son y han sido) y se nos indique que la gente estaba obligada a detenerse e interrumpir lo que estuvieran haciendo cuando ellos se paraban a rezar. La oración que Griffith les atribuye es hoy de gran actualidad: “¡Oh, Dios, te doy gracias por ser mejor que los demás!”. Quiten la referencia religiosa y tendrán descrita de forma inmejorable la obsesión moral de nuestros días, y, muy probablemente, de cualquier tiempo.
La primera aparición de Jesús en la película es en las bodas de Canaán, que también fue su primera aparición pública. Griffith usa este episodio, claramente, para arremeter contra quienes ya en su época querían imponer la Ley Seca (que se aprobaría poco después, en 1920) y, sobre todo, contra los empeñados en criminalizar la diversión y la fiesta. Es revelador que el único milagro que Griffith recoge sea justamente el que convierte el agua en vino. Pero en otro momento de ‘Intolerancia’, cuando los ‘reformistas’ se lamentan de que los obreros se degraden acudiendo a cafés y salones a bailar, Griffith mete sin pudor la referencia del Eclesiastés que proclama que hay un momento para todo, también para bailar. Y todavía podríamos añadir el paralelismo que Griffith establece entre el momento de la crucifixión y el de la ejecución de El Chico, personaje que está a punto de morir culpado incidentalmente por un crimen que no cometió. Para concluir con esa apelación a la concordia y a la convivencia en paz y respeto presidida por una cruz luminosa.
El valor de Intolerancia va más allá de todo lo dicho, y es una experiencia estética grata en sí misma, aunque exigente, pero sirvan estos apuntes para evidenciar que, después de todo, y pese al siglo que nos separa, quizás no está tan lejos de nuestras preocupaciones actuales.