Cultura

Nando Cruz: "Ojalá muchos ayuntamientos se den cuenta de que están haciendo el canelo con los macrofestivales”

El prestigioso periodista barcelonés ofrece un fiel retrato de un sector dominado por los abusos legales, el maltrato a los clientes y el dinero público derrochado

  • Cartel del Primavera Sound

Nando Cruz (Barcelona, 1968) es uno de los periodistas musicales más respetados de España. Ejerce desde los años ochenta y siempre ha destacado por su integridad, como vuelve a confirmar en el potente ensayo Macrofestivales: el agujero negro de la música (Península). Su nuevo libro expone un análisis crítico de una de las fiebres culturales más persistentes en nuestro país: la del macrofestival veraniego, donde los beneficios son más importantes que cualquier consideración artística. A pesar del rigor periodístico, no estamos ante un texto inquisitorial ni destructivo, sino ante un intento que resumir las numerosas trampas legales, artísticas y sociales de macroeventos como Primavera Sound, Mad Cool y BBK Live, entre otros. Cruz habla con la solvencia de alguien que ha estudiado y escrito sobre festivales desde hace treinta años. Vozpópuli contactó con el autor para plantearle unas preguntas.

Pregunta. Su ensayo ha alcanzado la tercera edición en pocos meses. Según explica en Twitter, muchos lectores y entrevistadores le han contado historias personales de abuso por parte de los macrofestivales. ¿Sospecha que había ganas de encontrar un espacio (en este caso, un libro) que canalizase el descontento contra estos “centros comerciales de la música”?

Respuesta. Mientras lo escribía, y en las semanas previas a su edición, empecé a percibir que había ganas de un libro así tanto dentro del propio sector como fuera, pero a estas alturas ya no tengo ninguna duda al respecto. Hacía falta ordenar y argumentar todas las sensaciones de descontento que se han ido manifestando en los últimos años y, de hecho, cuando ahora me preguntan cómo decidí escribirlo, mi respuesta es que me sorprende que nadie hubiese escrito antes un libro de estas características. Hablamos del modelo de consumo musical que más ha crecido en las últimas décadas y que ha transformado por completo la forma en que accedemos a la música en vivo en este país.

P. El texto documenta de manera sólida los déficits del modelo de macrofestivales. Usted insiste en eso: considerarlo un problema de modelo, pero muchos lectores del ensayo pueden sacar la conclusión de que los directores de Sónar, Primavera Sound, Mad Cool etcétera nunca han hecho un esfuerzo porque ese modelo llegase a su versión más favorable en vez la más desfavorables a los asistentes, convirtiéndolos en incómodas trampas sacaperras. ¿Qué porcentaje de responsabilidad es del modelo y cuál es de las decisiones individuales?

R.Cada festival es un mundo y ese porcentaje, imposible de determinar en cualquier caso, variaría en función de cada empresa. De todos modos, hay festivales que han puesto límite a su crecimiento y otros que no. Sónar lo hizo: eliminando hace muchos años una de las tres jornadas nocturnas, por ejemplo. O manteniéndose en cifras similares de asistencia desde hace una década; porque el aforo de un festival no es una cifra azarosa, sino que se define programando a artistas más o menos populares. Sónar también fue el primer y único festival que optó por fragmentar su oferta en día y noche, posibilitando que el público pudiera dosificar su consumo festivalero. Son tres medidas que, más allá de lo que luego ofrezca cada año su cartel, están pensadas para moldear una experiencia más manejable. Primavera Sound o Mad Cool, por contra, son festivales que apuestan por el crecimiento infinito: más grupos, más aforo, más días, más escenarios… Pero incluso entre ambos festivales hay una diferencia esencial. Aunque ya no lo recordemos, el Primavera nació con un formato pequeño-mediano. Mad Cool, en cambio, ya arrancó como macrofestival. Creo que los macrofestivales nacidos en la última década, al perseguir un formato descomunal desde su primera edición, son más agresivos con el espectador y anteponen mucho más la rentabilidad económica al protagonismo de la música.

P. Un cuestionamiento muy necesario del libro es la de cierto complejo nacional: tendemos a ver a los artistas anglosajones como superiores a los españoles. Se les paga más, se les trata mejor y se les pone por encima en el cartel. ¿A qué atribuye esta -digamos- sumisión colonial voluntaria?

R. Buena parte de los profesionales que manejan el sector crecieron musicalmente en una época, los años 80 y 90, en que la anglofilia era una tendencia prácticamente indiscutida. Los agentes internacionales son muy conscientes de ese provincianismo y lo aprovechan para presionar y que sus grupos cobren más caché y sean mejor tratados. Ante esta situación, los agentes y artistas nacionales solo pueden patalear cuando el grupo inglés de turno exige por contrato al festival que ningún grupo español toque detrás suyo porque eso les restaría prestigio. Pero todo esto ha ido cambiando. En los últimos años se han asentado macrofestivales que apenas prestan atención a las bandas extranjeras. El director del Sonorama se enorgullecía semanas atrás de haber conseguido a Wilco a precio de saldo porque no era un grupo imprescindible para él ni para su público. Y aunque en la música electrónica también abunda la anglofilia, los macroeventos de hip-hop, reggaetón y demás ‘ritmos urbanos’ que han eclosionado en el nuevo siglo ya están dirigidos a un público más joven que no padece de esa anglofilia ni por asomo.

P. El libro denuncia el machismo reinante entre las directivas de macrofestivales y sugiere que sería mejor si las mujeres tuvieran más responsabilidad. El problema es que no es algo que se demuestre en el texto. ¿Cree que un Primavera Sound dirigido por Almudena Heredero sería mejor que uno dirigido por Albert Guijarro? ¿Qué el Festival Internacional Benicàssim sería otra cosa si lo llevará Elena Cabrera? ¿Qué el Sónar ganaría si en la directiva hubiera -yo que sé- tres mujeres lesbianas?

R.Es difícil demostrar algo que aún no se ha puesto en práctica porque ni siquiera Almudena Heredero dirigió un festival; más bien gestionó un proyecto que ya estaba completamente diseñado y programado con antelación y monitorizado por la directiva de siempre. Aun así, colocar una mujer en la dirección de un macrofestival no es feminizarlo: es colocar una mujer en la dirección de un macrofestival. Y en un contexto tan masculinizado como los macrofestivales, poco pueden cambiar las cosas si una sola directora de festival tiene que competir en un sector donde sigue imperando la ley del yo primero, del ser sumiso con el fuerte y aplastar al débil. Lo que tenemos ahora es un gremio en el que el maltrato a trabajadores, espectadores y artistas es la norma imperante y donde fichar al grupo más cotizado del verano se describe como ‘sacarse la polla’ ante el resto de festivales. La competitividad extrema ha convertido este negocio en una pelea infinita de gallos y creo que feminizar el panorama podría acelerar una transición hacia actitudes menos agresivas y más empáticas con todos los agentes implicados. La gran mayoría de profesionales que he encontrado para el capítulo sobre la huella medioambiental de los festivales han sido mujeres. Me cuesta creer que sea casualidad que, precisamente en un asunto donde la clave está en el cuidado, el respeto y la prudencia, predomine la presencia femenina.

P. La parte más brillante del libro, en mi opinión, es la relativa al ‘ecotimo’ de los vasos reciclables y en general a la escasa preparación para gestionar sus residuos de los macrofestivales (con la excepción del Rototom). También denuncia el postureo ecologista de artistas globales como Radiohead. ¿Cuál diría que es el camino hacia los festivales realmente sostenibles?

R. Los macrofestivales son insostenibles por definición. No existe el macrofestival sostenible desde el momento en que el 75% de la huella de carbono de un macrofestival la genera el público desplazándose. Cualquier modelo de negocio basado en el desplazamiento de miles de personas (congresos, ferias, festivales, grandes eventos deportivos y, en general, el turismo) es medioambientalmente insostenible. Dicho esto, hay dinámicas que los hacen aún más insostenibles. La política de exclusividades de los festivales es puro negacionismo climático. Impidiendo que un artista ofrezca cinco actuaciones en España durante el verano, obligas al público a desplazarse en masa a un solo punto. Para reducir el impacto de los desplazamientos de tanta gente, la única solución es que los grupos viajen más y el público, menos. Por otro lado, permitir que se celebren macrofestivales en lugares a los que es imposible llegar en transporte público y donde ni siquiera hay agua potable ni suministro eléctrico acentúa las complicaciones y emisiones de carbono. Y ahí la responsabilidad es de la administración que los autoriza. Esas administraciones que tan alegremente subvencionan festivales de todos los tamaños deberían ser las primeras en exigir medidas eficaces que vayan más allá del ecopostureo.

Como espectadores debemos ser conscientes de dónde nos metemos cuando vamos a un macrofestival, de las injusticias y desigualdades que sustentan todo el entramado

P. Explica que el libro ha tenido muy buena acogida en espacios culturales alternativos, pero a mí me interesa saber si ha cosechado reacciones desde instituciones oficiales: ayuntamientos, sindicatos, los propios festivales...

R. Me consta que algunas personas han regalado el libro a concejales de ayuntamientos y en julio mantuve una reunión de trabajo con un partido político cuyo objetivo era reorientar la actitud de la administración ante los festivales y diseñar estrategias que minimicen sus impactos negativos. Ojalá muchos ayuntamientos lean el libro y se den cuenta de que están haciendo el canelo sometiéndose a las amenazas de los festivales. Ojalá este libro contribuya a reconsiderar la política cultural de tantos ayuntamientos que creen que servir a la ciudadanía se reduce a atender a los intereses de gremios hoteleros y hosteleros. Ojalá empiecen a pedir estudios de impacto cultural, social y medioambiental en vez de creer a ciegas los estudios de impacto económico. 

¿Reacciones de festivales? Días después de la publicación del libro, la FMA (Asociación de Festivales de Música) enviaba un comunicado a sus asociados donde explicaba que podían seguir prohibiendo la entrada de comida y bebida a los recintos y qué tenían que hacer para protegerse mejor ante posibles denuncias. Más allá de algún whatsapp tipo ‘ya he leído el libro; un día quedamos y hablamos’, lo más parecido a una reacción de un macrofestival ha sido la crítica de la web de Rockdelux; por supuesto, negativa.

P. Para mí este es un libro que presenta las disfunciones de un modelo cultural. Lo frustrante es que parece que no hay mecanismos efectivos de control. Facua lleva años denunciando pequeños abusos (prohibición de entrada con comida, timo de las pulseras ‘cashless’, cobros por salir del recinto del festival) y no les han hecho apenas caso. Tampoco se implanta un mecanismo tan sencillo como la obligación de devolver todas las subvenciones cuando el festival obtiene beneficios. ¿Qué camino práctico de mejora queda?

R. El camino es tan sencillo que da vergüenza tener que explicarlo. Las administraciones deben dejar de proteger los intereses de los macrofestivales y proteger a la ciudadanía: tanto a la que acude a estos eventos como la que ni siquiera va, pero recibe su impacto porque vive cerca de donde se celebran. Los mecanismos de control los tiene que aplicar la misma administración. Me parece alucinante que Francesc Colomer, el hombre que impulso la festivalización de la Comunidad Valenciana, preguntado por las quejas que genera el FIB por sus cláusulas abusivas, se sacuda la responsabilidad y diga que la organización es suficientemente profesional como para reaccionar y que, en todo caso, la solución a eso la tienen que poner las asociaciones de consumidores. Sobre todo, porque cuando Facua o OCU cursan denuncias, es la propia administración la que obstaculiza su recorrido o las resuelve con multas ridículas. Si las administraciones no presionan, los festivales no se sienten forzados a cumplir la ley. Hace años, era inimaginable una ley que obligase a ofrecer agua potable en los festivales. Hoy ya existe. Lo siguiente es garantizar que se cumpla. Y seguir legislando en favor de las personas, no de las empresas.

P. ¿Le parecen más graves los abusos en un festival que presume de valores de izquierda que en uno que no? Lo digo porque recuerdo que un camarero del Viña Rock explicaba que era una sensación incómoda servir copazos caros a ritmo frenético por siete euros la hora a personas que lo daban todo botando con "El vals del obrero" de Ska-P.

R. Me parecen igual de graves, pero más ofensivas. Este libro intenta poner en foco en todo lo que sucede y no vemos (o no queremos ver) mientras disfrutamos de los conciertos de nuestros grupos favoritos; sean de Ska-P o de Tame Impala. Como espectadores debemos ser conscientes de dónde nos metemos cuando vamos a un macrofestival, de las injusticias y desigualdades que sustentan todo el entramado. Si no las conocemos no podemos sentir rabia ni rechazo ante ellas. Lo deseable sería que esa sensación de incomodidad que describes no la tuviera solo el camarero, sino también, el público.

P. ¿Diría que las soluciones a los problemas que plantea su libro tienen más que ver con el sindicalismo y la gestión cultural que con debates artísticos?

R. Sin duda. Los debates artísticos no tienen nada que ver en la problemática que conllevan los macrofestivales. Da igual que toque Nick Cave, Quevedo, Aphex Twin o Aitana. He intentado no entrar en valoraciones de estilos, interés de carteles o calidades varias. Todo eso no hace más que desviar la atención sobre los verdaderos problemas. Este libro no habla del contenido de los macrofestivales, sino del continente, de la estructura. En tanto que negocios estacionales y efímeros (tres días de verano), los macrofestivales tienen manga ancha para cometer todo tipo de indecencias laborales y las soluciones pasan por la fuerza que puedan ejercer los sindicatos. Por otro lado, los macrofestivales son la máxima expresión de la cultura entendida como gancho turístico. Entender la gestión cultural como un departamento sometido a los intereses turísticos es un suicidio.

Hay macrofestivales cuya competitividad se ve reducida por tratar bien al público

P. Creo que tiene toda la razón cuando denuncia que se invierte demasiado dinero público en los festivales a cambio de casi nada, para que además luego se lleve el beneficio un fondo de inversión estadounidense, que en los últimos años han comprado casi todos los grandes festivales españoles. ¿Qué solución ve a este proceso?

R. Lo hecho, hecho está e imagino que será irreversible. Lo que no tiene sentido es seguir inyectando dinero público a un modelo de ocio musical masificador y tan hostil con el entorno. Es pan para hoy y hambre para mañana. Se ha descubierto que la música en vivo puede atraer visitantes y generar dinero y se están entregando partidas gigantescas de los presupuestos de cultura que se consumen en tres días; lo que dura el festival. La única solución que veo es darle la vuelta a esas políticas culturales que solo tienen ojos para unos macroeventos que enriquecen básicamente al sector servicios y empobrecen el sector cultural. Si todos los millones de euros entregados al circuito festivalero se hubiesen invertido en fortalecer un tejido musical de proximidad y activo todo el año, tal vez hoy los músicos se ganarían mejor la vida y el público vería la música en vivo como algo cercano y cotidiano; no solo, como una fiesta para un fin de semana de verano.

P. Dicho esto, hace unos días estuve en el festival Monegros y el fundador Juan Arnau padre estuvo un rato hablando con la prensa. Nos contó que si no hubiera vendido el 50% a un fondo de inversión nunca habría sobrevivido a la pandemia. ¿Cree que el problema está en los fondos de inversión o en el hecho de que son extranjeros?

R.Varios macrofestivales han sobrevivido gracias a los fondos inversores y otros tantos han sobrevivido sin aliarse con fondos inversores. Para mí, el problema es el tamaño y, por lo tanto, el crecimiento desmedido. Crecer sin límite te lleva a aliarte con agentes que poco o nada tienen que ver con el objetivo natural de tu empresa. Los fondos inversores viven de poner dinero en negocios de los que esperan obtener beneficios, de modo que su aparición en el mercado festivalero solo significa perpetuar ese crecimiento: acentuar el problema. En mi opinión, llega un momento en que el crecimiento de un festival no solo no mejora la experiencia del espectador sino que dificulta su disfrute. Pero cuando tu festival está en manos de un fondo, el público ya no es la principal preocupación del empresario y pasa a serlo garantizar los beneficios de tu nuevo socio, además de los tuyos. Que el fondo sea extranjero es más grave porque estos macrofestivales a menudo están reforzados con dinero público. Los contribuyentes pagamos impuestos que ayudan a engrosar las arcas de fondos inversores estadounidenses. Menudo negocio.

P. Me gustaría cerrar hablando del epílogo: allí recoge citas de Marx y parece pedir una solución de izquierda a los problemas de los macrofestivales, como si estos fuesen estructuras derechistas. Me parece discutible, ya que el modelo de macrofestival es claramente progresista, desde su nacimiento en Woodstock hasta el hecho de que todos los directores de festivales de España tienen discursos y valores progresistas.

R. El libro no habla izquierdas ni derechas porque en el ámbito musical son términos muy desdibujados. Dicho de otro modo: programar a Billy Bragg, Rubén Blades o La Polla Records mientras saqueas al público, chantajeas al ayuntamiento, malpagas a los artistas y maltratas a los trabajadores no me parece muy progresista. Los macrofestivales están profundamente inmersos en las lógicas del capitalismo y es esa lógica capitalista aplicada a la música en vivo la que cuestiona el libro. El último capítulo plantea alternativas como el concepto de fertilidad: imaginar festivales fértiles que dejen una huella positiva en el territorio en vez de explotarlo. Es una idea, si acaso, con un sustrato ecologista. Dicho esto, uno de los pocos ayuntamientos grandes que ha frenado las ansias expansionistas de los macrofestivales ha sido el de Barcelona durante el mandato de los comunes de Ada Colau. Y el partido que a raíz de la publicación del libro quiso entablar una reunión de trabajo sobre macrofestivales fue Más Madrid. Es absurdo esperar que los partidos de derecha pongan freno al capitalismo; PSOE incluido.

P.¿Alguna consideración final?

R. Hay macrofestivales que sí ofrecen agua potable gratis, que dejan entrar comida y bebida y que no cobran por salir del recinto. Sus ingresos se ven reducidos por tratar bien al público, lo cual los sitúa en desventaja frente a quienes no lo hacen. Tal vez estos festivales deberían también presionar para que todo el sector opere igual.

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