Cultura

Por qué los pobres y los ricos tienen que preocuparse por la amnistía

El PSOE de Pedro Sánchez trata de convencernos de que se puede compartir un proyecto para España con los partidos que aspiran a desmembrarla


La comunicación del complejo mediático-gubernamental sobre los pactos para la investidura opera en tres capas que provocan risa, sorpresa y miedo, respectivamente. La más superficial es la que asegura que lo pactado es bueno para España. El momento más autoparódico se produjo cuando el ministro Bolaños, ese Wally que está en todas partes, miró a los ojos de los españoles y nos animó a regocijarnos porque la deuda de algunos vaya a pasar a ser la deuda de todos. No aclaró por qué, siendo la medida tan benéfica, el PSOE no la había incluido en su programa y se tenía que tomar por exigencia de ERC. Por suerte, queda un político que piensa en el bien de España: Oriol Junqueras.

Esta primera capa la suelen liquidar con cierto embarazo para pasar al argumento providencial: los pactos son la pócima que dará vida a un gobierno de progreso que se centrará en los verdaderos problemas de la gente. Así llegamos a la segunda capa: preocuparse por la amnistía es de pijos y fachas, y tú, votante del PSOE, estás a lo que de verdad importa: las políticas sociales y los derechos conquistados por la izquierda. ¿El precio? Por alto que parezca será una ganga si es para regar el edén progresista.

Esta sorprendente falacia recuerda a lo que siempre han dicho los tiranos a sus súbditos: ¿acaso el Estado de derecho te da de comer? Por lo visto, es un frívolo o un estúpido el que, no teniendo la vida resuelta, se preocupa por chucherías como la igualdad ante la ley, la neutralidad de las instituciones o la integridad de la nación. A esto se puede contestar con el argumento jacobino: cada cesión a los independentistas es un clavo en el ataúd de la ciudadanía, que pagan, sobre todo, los más pobres: la nación política, articulada en torno a la idea de igualdad, es la única pertenencia de los que no tienen nada.

Amnistía de progreso

El intento socialista de desligar las cesiones a los indepes de las políticas públicas es su forma poco sofisticada de hacer compatible la “agenda plurinacional” con la “agenda social”. Y aquí está el nudo de este triste momento. Los acuerdos de investidura fecundan una criatura confederal cuyo rostro no conoceremos hasta el alumbramiento, pero que, desde luego, convertirá a España en un contenedor de naciones. Es decir: pasaremos de ser una comunidad a una asociación. O, más bien, una explotación. Los socios de Sánchez son los enanitos que van a la mina y vuelven a casa cantando alegremente. España es la montaña que se va vaciando poco a poco, sin que a nadie le importe, porque, total, o no existe o es franquista.

La derecha no necesita una agenda social que hacer compatible con su agenda nacional: necesita que la agenda nacional tenga una marcada dimensión social

Liquidada la nación política, nos repetirán que lo que nos une son los servicios públicos y el Estado. Ya saben, la matraca de que la patria es un hospital. Una vez más: para que haya hospital es necesario que antes haya una patria. Si no la hay, lo que resta es un conjunto de individuos sin nada en común. Disueltos los lazos y con ellos la virtud cívica, quedará la coacción. Cumplirán las leyes únicamente quienes no tengan forma de eludirlas o el poder para negociar una amnistía. Seguirá habiendo ley, pero se percibirá, con razón, como arbitraria y de parte, o sea: como privilegio. La única forma de sostener el entramado será con un creciente autoritarismo. Será un cambio de régimen posmoderno, por parafrasear a Daniel Gascón.

Sin el entramado de afectos que proporciona una nación, la solidaridad desaparece. Es imposible que el engendro plurinacional que se nos viene encima reparta prosperidad con justicia, porque nace, precisamente, para lo contrario. De modo que las familias con problemas para llegar a fin de mes y los jóvenes que no logran acceder a la vivienda tienen todo el derecho a escandalizarse con la amnistía, la nacionalización de la deuda catalana y todo lo que va a venir detrás. Pero también tienen derecho a escandalizarse con cualquier idea de España que no contemple sus problemas como prioritarios. Y aquí llegamos a la última capa comunicativa, nunca explícita, siempre sugerida: “votante, tal vez no te gustemos, pero menos te gustan los otros”.

La nación es un conjunto de obligaciones mutuas, no simétricas. Están más obligados quienes más tienen. Si no partimos de aquí, la izquierda seguirá siendo el mal menor para muchos votantes a los que la unidad de España les sonará como algo abstracto, alejado de su vida cotidiana, la preocupación de gente sin preocupaciones. La derecha no necesita una agenda social que hacer compatible con su agenda nacional: necesita que la agenda nacional tenga una marcada dimensión social. Y no principalmente por táctica electoral, sino porque es la única forma de aterrizar aquí y ahora la intuición de que somos parte de una realidad histórica que nos vincula y obliga con personas a las que no hemos conocido ni conoceremos: España.

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