El otro día, en un coloquio con jóvenes organizado por It´s time to think, el filósofo Gregorio Luri habló sobre la distracción: «Todos nos distraemos. Todos. Y si alguien dice que no se distrae, conviene no creérselo demasiado. Incluso en las mejores situaciones, resulta que nuestra mente se va. Y no es necesariamente malo. Es lo que los anglosajones llaman the wondering mind, la mente vagabunda. Parece que es precisamente en esos momentos de distracción cuando aparecen las chispas de creatividad. Esto es muy interesante, ¿no? Si quieres ser creativo, trabaja mucho. Pero la creatividad te vendrá probablemente cuando estés haciendo otra cosa. Todos lo hemos experimentado. Te preguntas algo, no encuentras la respuesta, lo abandonas cabreado y, de repente, cuando estás preparándote un huevo frito, clic».
Todos hemos vivido, en mayor o menor medida, lo que dice Luri. Nuestros momentos más lúcidos son los de distracción, aquellos en los que el esfuerzo se ha visto interrumpido por un estímulo cualquiera. A mí, por ejemplo, se me ocurren las frases menos torpes, los aforismos más ingeniosos, las ideas menos indignas, cuando abandono el escritorio para prepararme un café o canturrear una canción de Sidecars. Aunque resulte desconcertante, es entonces cuando algo similar a la inspiración adviene. Es como un don que se le concede a quien no lo pretende, como un tesoro que sólo halla quien ha dejado de buscarlo. Y conviene celebrar que sea así. Si el genio adviniese en los momentos de concentración, si adviniese en esos afanosos momentos en que lo perseguimos, cuán lógica nos resultaría la vanidad, cuán natural se nos antojaría la jactancia.
Pero prefiero no distraerme por ahora. Afirmaba Luri que la distracción es inevitable y sugería, además, que probablemente sea benéfica. Discrepan de él muchas personas, algunas de ellas expertas, que imputan al móvil el mal de mantenernos permanentemente distraídos y de incapacitarnos así para la concentración. El dispositivo, aseguran tales estudiosos, es una de las razones que explican la casi patológica superficialidad de los jóvenes, su acaso irremediable incapacidad para penetrar en las cosas, ajenos a todos los estímulos que reclaman su atención.
No digamos que el móvil nos despista cuando sólo queremos decir que nos deshumaniza
Es un punto de vista interesante, sin duda, y muy extendido, también. Pero yo, quizá movido por algo tan manifiestamente reprobable como el afán de autojustificación, pretendo adoptar otro. El problema del móvil no consiste en que nos distraiga, sino en que nos inhabilita para la distracción; no en que nos haga más dispersos, sino tan sólo en que nos hace más obsesivos. El dilema ante el que nos ubican los dispositivos tecnológicos no es tanto el de la concentración o la distracción como el de la esclavitud o la libertad. La situación del hombre contemporáneo es la de un prisionero, la de alguien al que se le ha negado la estimable libertad de concentrarse y distraerse, de atender para luego despistarse.
Basta recurrir a la experiencia para constatar que el dispositivo no sólo conspira contra la concentración. Antaño los paseos en autobús eran una feliz sucesión de distracciones. Aunque uno anduviese rumiando algún problema, aunque estuviese concentrado en su resolución, siempre había algo que terminaba distrayéndolo: la travesura de un niño, el sensual contoneo de la hoja recién desprendida, el opresivo silencio de un matrimonio que ya no tiene nada que decirse. Hoy, en cambio, para nuestra desgracia, su marca es la de una monotonía grisácea. Entregamos toda nuestra atención al dispositivo como en una hórrida ofrenda. Cabizbajos, gibosos, nos hemos hecho insensibles al niño, a la hoja, al matrimonio, a la sorpresa; hemos renunciado al humanísimo privilegio de la dispersión.
Conviene plantear, por tanto, el debate en sus justos términos. El dispositivo no nos incapacita para la concentración porque nos distraiga, como pretenden algunos ilustrados. Nos incapacita para concentrarnos porque también nos incapacita para distraernos. La distracción sólo es humana si tiende a la concentración; la concentración sólo lo es si está abierta a la distracción. A menudo presentamos como dilemática una relación que en verdad es complementaria. Entre concentración y distracción no hay conflicto, sino tan sólo dependencia. La primera es la antesala de la segunda y la segunda es, claro, la antesala de la primera. Nos distraemos con algo sólo a condición de que antes nos hayamos concentrado en otra cosa. Nos concentramos en algo sólo a condición de que antes esa misma cosa nos haya distraído. Si el dispositivo conspira contra la atención, también lo hace contra la dispersión; si conspira contra la dispersión, también lo hace contra la atención.
No digamos que el móvil nos despista cuando sólo queremos decir que nos deshumaniza. No digamos que nos distrae cuando sólo queremos decir, ejem, que nos aprisiona.
josemabl
Quizá todo sea una cuestión de lenguaje, pero distraer etimológicamente significa lo que nos aparta de lo que nos atrae (yo diría de lo importante). Una notificación de "guasá" o "instagram", nos interrumpe lo que hacemos con mayor o menor interés, pero con el esfuerzo de buscar hacerlo, nos evita la concentración en cosas importantes, trabajo, lectura, conversación, etc. La mirada sobre un paisaje o una mujer hermosa, por ejemplo, no nos distrae sino que nos atrae. Es justo lo contrario. En cualquier los móviles nos han hecho peores.