El 16 de julio de 1985 Doris Day invitó a su pareja artística Rock Hudson a presentar su programa de entrevistas Doris Day’s Best Friends. Estamos a mediados de una edad de oro de televisión y en el programa Day ofrecía cuestionarios amables a músicos e intérpretes de otro tiempo. Hudson balbuceó en su aparición, demacrado en su delgadez e hizo saltar las alarmas a un público estadounidense que todavía asociaba su imagen al hombretón que protagonizó filmes como Gigante u Horizontes Lejanos.
Pronto comenzaría un itinerario clínico entre Europa y Estados Unidos: la dolencia alegada era un cáncer de hígado en estado terminal. Poco después, los publicistas franceses de Hudson confesaron la verdadera causa: su representado era un enfermo terminal de sida. A los pocos días, Rock Hudson fallecía en su hogar de Beverly Crest en Los Ángeles por complicaciones debidas al virus de la inmunodeficiencia humana.
La portada de la revista de Newsweek con Hudson y su diagnóstico, en agosto de 1985, informó al gran público de esta misteriosa peste que todavía era rumor (según Mariah Larsson y Elisabet Björklund). Incluso, un beso anterior entre Rock Hudson y Linda Evans en la serie Dinastía causó pánico en la timorata sociedad norteamericana de los 80 que desconocía todavía cómo se transmitía el virus. Pero, y en un efecto que quizá Hudson jamás midió, su muerte le convirtió en “la cara pública” de una pandemia que desde inicios de los 80 estigmatizó al colectivo homosexual.
Nadie veía, nadie escuchaba
El primer discurso de Ronald Reagan donde se refirió al sida tuvo lugar el 17 de septiembre de 1985. El presidente republicano prometió más de mil millones de dólares en “investigación” dentro del presupuesto sanitario. Acabada su conferencia, el periodista de Associated Press Mike Putzel preguntó a Reagan “si llevaría a sus hijos” a una escuela con niños infectados. La respuesta ambigua del presidente era un resumen claro de una administración que miró de lado durante largo tiempo a los alarmantes números de esta epidemia: el VIH llevaba ya más de 3000 muertos, aunque al fin se habían datado las rutas de contagio. Los estudios sobre la difusión de la pandemia -que descartaron hace pocos años el “paciente cero”- recuerdan la vía caribeña de difusión, con origen centroafricano, y su implantación en la urbe de los rascacielos a mediados de los 70.
El periodista David France recuerda la ola de pánico que provocó el sida en la ciudad de la Nueva York, especialmente en el área metropolitana, y cómo ”unió” sexo al fatalismo “muerte” en el colectivo gay. En contrapartida, los creadores afectados por el VIH no quisieron ser silenciados por esa marginación que afectaba a las llamadas “cuatro h”: homosexuales, heroinómanos, hemofílicos y haitianos.
Poco a poco, con mensajes crípticos, crearon un tipo de obras clave a la hora de sensibilizar no solo a los colectivos afectados, sino a un mundo religioso y conservador que veía mezquinamente el sida como una “condena bíblica”.
Testimonios dolientes
Para desgracia de todos estos artistas que originó la pandemia, es probable que la canción Everyone Has AIDS de Team America haya quedado como uno de los mayores referentes de ese tiempo en el imaginario colectivo. Sátira maliciosa y ocurrente del premiado musical Rent, este fue un hito en Broadway y adaptaba la trama de una ópera de Giacomo Puccini al Nueva York golpeado por la epidemia del VIH.
Quizá por eso sea importante el libro de Andrea Galaxina, ya que supone un repaso necesario a la cultura militante que originó el sida en las comunidades afectadas. Con dos ediciones a sus espaldas, gráficamente inspirado en la estética fanzine del tiempo, desarrolla en varios capítulos (“Nos están matando”, “Generando información”, etc.) las piezas de resistencia que surgieron de este. Es así el tiempo de los documentales de videoarte en la esfera neoyorkina como la obra de Gregg Bordowitz. Suerte de vídeo diario, se infectó en el año 1988, testimonió su supervivencia a toda costa en el documental Fast Trip, Long Drop a inicios de los 90. Esa sensación de fatalidad, por otra parte, se encuentra en las ficciones neoyorquinas gay en Estados Unidos donde la figura del enfermo de VIH llegó a convertirse en un arquetipo.
El productor John Pierson describe en su seminal libro del cine indie americano como una de las primeras películas en tratar el sida de manera adulta, Miradas en la despedida (1986), ofrecía los comportamientos gay como “reconocibles, normales y ajustados al día a día”. Fue una obra importante tanto en visibilizar el VIH como de alejarlo de estereotipos exagerados o peyorativos. Steve Buscemi, en uno de sus primeros papeles, hacía de Nick; músico expareja de Michael -protagonista de la película- con cierta mala baba:
“Nick: Eh, cuando me muera te doy mi televisión, ¿vale?
Michael: Para.
Nick: ¿Has visto el vídeo? También está en mi testamento
Michael: Sácalo de mi vista.
Nick: Solo te digo donde está.
Michael: Una mierda. Sabes, Francia está trabajando en un nuevo fármaco.
Nick: Una nueva droga que tendremos en el año 2000. Deberíamos irnos a Francia”.
A decir de Pierson, “Miradas…” fue una de las primeras películas con “el mundo heterosexual” al margen. Película a caballo de generaciones gay, entre Rainer Werner Fassbinder y Todd Haynes, es un viaje en el tiempo a una época, una ciudad y un país que sobrevivía con la tragedia al fondo.
Cultura de guerrilla
En Nadie miraba hacia aquí Galaxia recoge también las pugnas entre distintos artistas: los más exquisitos se oponían a las campañas basadas en póster o pegatinas, mientras que los segundos critican el relato deprimente de gente moribunda fotografiada en blanco y negro. Así, estos últimos activistas mostraron estampas de personas que podían realizar una vida normal con VIH en una exposición pictórica fatalista del artista Nicholas Nixon. Los panfletos que se repartieron en esta “performance” como “no más fotografías sin contexto” o “parad de mirarnos, empezad a escucharnos” buscaban desdramatizar a los enfermos.
Acto realizado por ACT UP, esta asociación fue creada en 1987 por el guionista Larry Kramer y distintas confluencias que llevaron a “performances” de tipo surreal. Otro caso de propaganda guerrilla, el póster Silence = Death, fue juzgado en origen como un método banal de concienciar sobre esta epidemia. Con el tiempo, y en una muestra clara del poder del logo que citaba Naomi Klein en su mejor libro, serviría para financiar a muchos colectivos afectados. Incluso, llegó a verbalizar la necesidad de decir el diagnóstico a otros ya que el silencio era una clara amenaza.
Ahora, ¿qué pasó en España durante ese tiempo? ¿Cómo respondieron nuestros artistas en el epílogo de la Movida?
Epílogo ibérico
La primera figura importante en España que se confesó enfermo de sida fue el filósofo y antropólogo Alberto Cardín en la revista Cambio 16 (estío de 1985). Luego de unas pruebas inconclusas, su positivo le llevó profundizar editando los primeros libros dedicados a la epidemia. Discípulo ordenado y puntilloso del filósofo Gustavo Bueno, la enfermedad estuvo en sus cuitas hasta su fallecimiento en el año 1992. La epidemia del sida entre la intelectualidad progresista coincidió también con el eclipse de la Barcelona libertaria, mediados de los 80, y como consecuencia los ensayos y ficciones de todos comenzaron a agriarse poco a poco. El poeta Jaime Gil de Biedma nos da la cronología precisa de este eclipse, fue diagnosticado con el VIH también en el 85, y recuerda en sus diarios el “tratamiento experimental y precario” al que estuvo sometido. Murió en el año 1990.
La epidemia del sida entre la intelectualidad progresista coincidió también con el eclipse de la Barcelona libertaria
Testigos de esta pandemia generacional, Jordi Petit o Fernando Savater, hubieron de condenar el “conservadurismo” de la administración Reagan como génesis de esta expansión sin control. Se pretendía, así, concienciar al PSOE del tiempo sobre la pronta prevención de una pandemia a diferencia de la reacción tardía de los Estados Unidos. Con números globales superando los 10 millones de personas, el diario El País llegó a alertar de cómo España era el país de Europa en el que más crecían los infectados. A ello respondió el gobierno socialdemócrata con varias campañas publicitarias de la seguridad social, el célebre “Póntelo, pónselo” o las guías con muñecos que indicaban cómo se infectaba el VIH, que contaron con una férrea oposición de la Iglesia católica a cualquier profilaxis sexual.
Si bien los inicios de los 90 fueron pródigos en galas de apoyo a favor de los enfermos, hay algo de “cierre social” en las actitudes libertarias gay con esta pandemia: el propio Cardín juzgaba con sagacidad que “la cultura homosexual” se enfrentaba a un “límite biológico con el que no contaba”. De ahí que quizá la acción cultural más célebre del periodo en España, alejada de las “performance” un tanto dadá que narra Andrea Galaxina, fue el llamado “carrying” en la cual el artista Pepe Espaliú convenció a varios intelectuales en San Sebastián y Madrid para llevarle a cuestas cual piedad cristiana. Era el final de una generación transgresora que vio sus utopías transformadas por culpa del sida en “un sórdido túnel” que les obligó a “volver a la superficie”,a decir del propio Espaliú. No hubo mayor condena para todos estos intelectuales y artistas fuera de cualquier mediocre convencionalidad.