Hace unos días llegué a la casa familiar de Cantabria, donde suelo entregarme impúdicamente a los placeres de la vida sedentaria. Aquí leo y escribo, de vez en cuando juego a las cartas, pero sobre todo contemplo parsimoniosamente la realidad que me circunda. Detengo mi mirada en el pájaro, generalmente gorrión, hoy mirlo, que picotea con avidez una pera podrida y a continuación me abismo en una reflexión sobre la crueldad del mundo natural; fijo mis ojos en la copa de whiskey y concluyo que todos aspiramos a que deseo y realidad se fundan como se funden el hielo y el alcohol, con esa perfección que termina por hacerlos indistinguibles; observo también el sensual flirteo de las nubes con el sol y me pregunto cuántas parejas lo estarán imitando en este preciso instante.
Por supuesto, mi sedentarismo no convence a algunos familiares. El otro día me llamó mi padre para interesarse por mi cotidianidad aquí, en Cantabria. Le dije algo semejante a lo que expongo en el primer párrafo y él me respondió que vaya desperdicio, que debería aprovechar mejor el verano: montar en bici, ir a la playa, salir a correr, cenar por ahí. Si bien me guardé para mí que dos, casi tres, de esas activades no las practico por motivos estrictamente estéticos, sí le dije, y casi literalmente, que ni la mejor de las rutas de montaña ciclistas ni la más amplia de las playas iguala el gozo de dormitar, ese gozo concretísimo y mórbido de quedarse dormido en el jardín cuando se procuraba leer un poema o escribir un puñado de líneas con cierta gracia.
Consciente de mi natural terquedad, mi padre fingió comprender los argumentos esgrimidos, se despidió cariñosamente de mí y a continuación colgó el teléfono, supongo que para reanudar cuanto antes sus extenuantes quehaceres. Al otro lado de la línea, yo me quedé con la perturbadora sensación de haberme presentado a mí mismo como un vago cuando lo único que pretendo es vivir el verano como todo hombre está llamado a hacerlo, cuando lo único que pretendo es aprovechar la oportunidad que me brinda de distanciarme del espasmódico tráfago del mundo. Lo mío no es pereza ―bueno, un poco también, pero es que hay una modalidad de la pereza que, por propiciar la contemplación, coquetea con la virtud―, sino deseo, humanísimo deseo, de unas vacaciones sin prisas, a medio camino entre la vigilia contemplativa y el sesteo, con mi boca permanentemente abierta, a veces de admiración y otras de simple fatiga.
Es la época del "no-hacer", la época en la que el homo faber puede rebelarse contra su condición y emular, oh, a los monjes contemplativos
Alguien podría objetar que el sedentarismo no es el único modo de aprovechar el verano; es más, ¡podría objetar que es un modo perfecto de desaprovecharlo! Añadirá que uno debe consagrar su tiempo a hacer todo lo que durante el resto del año, acuciado por el vértigo de la rutina, no puede hacer: viajar a lugares exóticos, broncearse en calas paradisíacas con aguas azules turquesa como los ojos de aquella chica o visitar el museo más importante de la ciudad. Comprendo la objeción, cómo no, pero tengo un problema con el verbo hacer. Sostengo la chestertoniana idea de que el verano no está para hacer todo lo que no podemos hacer durante el año, ¡de ninguna manera!, sino para hacer lo mínimo posible, moverse lo justo y necesario, que es lo que el año realmente nos impide. Es la época del «no-hacer», la época en la que el homo faber puede rebelarse contra su condición y emular, oh, a los monjes contemplativos. Se trata de alejarse de la agitación, de asemejarse cada vez más a las briznas de hierba que se dejan acariciar por la brisa, de vivir el verano como lo que debería ser: un rescoldo de quietud en un mundo que tiene algo de autopista, con su desasosegante ajetreo de coches.
A riesgo de parecer egocéntrico, lo que propongo son unas vacaciones que consistan en una sucesión de momentos similares al que estoy viviendo ahora, mientras rumio el final de este titubeante artículo. Unas volutas de humo ocultan y desvelan mi rostro, una cerveza bien fría adormece mis sentidos, los sume en un agradable letargo sin arrebatarme aun así la conciencia, y mi agenda está libre, felizmente libre, de compromisos sociales impostergables.