Bienestar

Tu cuerpo te pide comer caliente (sí, aunque sea verano) por estos cuatro motivos

Comer caliente en verano suena a redundancia. Sin embargo, tu organismo agradece que además de sopas frías, ensaladas, picoteos, gazpachos y zumos, tu dieta incluya también platos calientes. Esto no

Comer caliente en verano suena a redundancia. Sin embargo, tu organismo agradece que además de sopas frías, ensaladas, picoteos, gazpachos y zumos, tu dieta incluya también platos calientes. Esto no significa que tu cuerpo esté descompensado, ni que lo que tengas que consumir esté ardiendo, pero sí a una temperatura prudencial.

Los motivos, más allá de pensar que pudiera deberse a evitar algún tipo de indisposición alimentaria (que podría ser, pero no es el caso) tienen que ver con escuchar a nuestro estómago y a sus digestiones. Por este motivo, consumir solo productos fríos no es recomendable, igual que tampoco es aconsejable que solo consumamos líquidos durante los meses más calurosos (porque necesitamos saciarnos).

Para ello, debemos comprender que nuestro sistema digestivo es una cadena casi perfecta de ingestión, deglución, digestión y excreción donde nuestra lengua, este diminuto (si lo comparamos con los casi seis metros que conforman el total del sistema) trayecto receptor no debiera marcar en exclusiva la pauta de lo que comemos.

Piensa que faringe, esófago, estómago, intestino delgado, intestino grueso (o colón) y recto forman parte de esta larguísima cadena de producción donde no importa solo el sabor o la percepción de temperatura que hagamos de los alimentos, sino también de la relevancia de cómo los recibimos, absorbemos y desechamos.

Por todos estos motivos, nuestro organismo prefiere, de forma discreta, que tus comidas sean calientes o, cuanto menos, templadas, y las razones son gustativas (aunque no lo imaginases), pero sobre todo digestivas.

Por qué tu organismo pide comer caliente

Vayámonos a la lengua, ese pequeño apéndice de apenas diez centímetros de longitud cuyas papilas gustativas y tacto nos dan señales de lo que comemos. Dulce, salado, ácido y amargo son los cuatro sabores que reconocen, distribuidos por diferentes partes de ella, mientras que la textura la comprobamos en la totalidad de la boca.

Pues hasta ella nos agradece que comamos productos calientes o templados. El motivo está en que nos saben mejor. La razón está en que estos productos, si están entre los 27 y los 40 grados centígrados, mandan una señal eléctrica más potente al cerebro que los alimentos fríos, lo cual hace que los saboreemos más, especialmente los dulces, amargos y el denominado umami, según un estudio de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica).

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La comida caliente huele más y también sabe más que la comida fría. ©Pexels.

Del mismo modo, como la lengua y el gusto no son nadie sin la nariz y el olfato -en lo que a sabores se refiere-, las bajas temperaturas de un alimento o bebida hacen más difícil que olamos y percibamos sus matices, limitando así el gusto que produce comer.

Pongamos por caso algunos ingredientes típicamente veraniegos, como son la cerveza, la cual nos sabe mucho más amarga cuando se calienta, haciendo que a veces no la bebamos cuando empieza a calentarse, o los helados, que cuando se derriten nos saben más dulce que cuando están enteros.

La digestión de la comida caliente

Sin embargo, no solo nuestro paladar va a dar las gracias porque consumamos productos templados, aparcando bebidas frías, cremas, refrescos, zumos y otros alimentos que preferimos consumir a bajas temperaturas. El resto del sistema digestivo también prefiere que comamos y bebamos caliente (aunque con un límite, ya que no deberíamos superar los 45 o 50 grados centígrados).

Aquí los motivos son puramente prácticos por dos razones: puesta en marcha del sistema y absorción de nutrientes. El primero, por su parte, necesita que todo el cuerpo 'reme' en una misma dirección y a una misma temperatura, estando en torno a los 36º. Por este motivo, si ingerimos productos fríos, nuestro estómago tiene que hacer un esfuerzo extra por esa bajada de la temperatura y seguir a la 'altura' del resto del cuerpo.

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Esto permite que el estómago comience a trabajar de inmediato, no teniendo que preocuparse por recuperar la temperatura, y así hacer una digestión más rápida. Sin embargo, no tiene que ver solo con los grados, sino también con una característica práctica de la comida caliente: es más fácil de asimilar porque sus nutrientes se descomponen con más facilidad al estar cocinados.

Esa ventaja también se traslada a un hecho sencillo que tiene que ver con el tiempo de la digestión, ya que estos platos, al notarse en el paladar, también genera un mayor efecto saciante que la comida fría por esa sencilla cuestión térmica. Al ingerir algo frío, nuestro paladar apenas repara en ello y lo consume con rapidez. Todo lo contrario que pasa con la comida calentada, la cual saboreamos más o incluso comemos más despacio por el simple hecho de 'quemarnos' o de sentir ese calor a lo largo del esófago.

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Despedirse de las bacterias

Todo ello también redunda durante el estío con las temidas alergias o intoxicaciones alimentarias. Las mejores formas de acabar con bacterias o patógenos es recurrir a la congelación de los ingredientes o, por contra, cocinarlos a conciencia. Quedarnos en ese medio camino, sobre todo si algunos productos permanecen a temperatura ambiente, los dejan a merced de este tipo de contaminación. Por este motivo, preferir los productos cocinados y calientes será una buena forma de limitar la agresión de ciertas bacterias, las cuales no sobreviven nunca a temperaturas de cocinado superiores a los 100 grados.

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Conviene cocinar bien carnes, pescados o huevos en verano para evitar la proliferación de bacterias. ©Pexels.

Esto hace que hervidos, cocidos, asados o platos a la plancha, por no hablar de los guisos, son opciones estupendas para acabar con ese tipo de bacterias que pueden estar presentes en las carnes, en los huevos, en los lácteos, en los pescados e incluso en algunos vegetales.

¿Tenemos que comer todo caliente?

Quizá suene a perogrullada, pero no, evidentemente. Hay productos, principalmente frutas y verduras, que pueden perder nutrientes cuando se cocinan. En especial ocurre con aquellos que son ricos en vitamina C, como los pimientos o los cítricos, y a las del grupo de la vitamina B, puesto que ambas son hidrosolubles y se pierden así sus propiedades con más facilidad.

Es por esto que las recomendaciones con cierto tipo de verduras u hortalizas sea consumirlas crudas (siempre bien lavadas) o, preferiblemente, ligeramente cocinadas. Pensemos así en salteados, hervidos breves o platos al vapor, donde la temperatura apenas ha hecho desaparecer las virtudes nutricionales del producto y, además, lo ha hecho más sabroso.

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Algunos alimentos, en especial las hortalizas y verduras, necesitan cocciones breves para no perder sus nutrientes. ©Pexels.

Como es lógico, tampoco debemos pasarnos de papistas sobre consumir todo caliente. Dejamos así fuera de la ecuación a las frutas, las cuales deben ser disfrutadas en fresco y a temperatura ambiente para que obtengamos todas sus propiedades nutricionales y su sabor, alejándolas de la nevera y, por supuesto, de los fogones.

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