La luz en las vidrieras celestiales tenía la fragancia de las rosas, y mi alma fue toda en aquella gracia como en un huerto sagrado… Amé la luz como la esencia de mí mismo”.
Así describía don Ramón del Valle-Inclán en La lámpara maravillosa la experiencia casi mística que vivió una tarde en la catedral de León. Y aunque no sepamos explicarla de manera tan sublime, puede que todos hayamos percibido alguna vez una “imagen o sensación subjetiva, propia de un sentido, determinada por otra sensación que afecta a un sentido diferente”. Es decir, una sinestesia.
La cuestión es: ¿huele siempre la luz como las rosas? ¿Podría oler también a Navidad y a recuerdos de tiempos felices? Consciente o inconscientemente, alcaldes y alcaldesas de todo el mundo creen que sí.
La carrera por el alumbrado navideño: todo lo que quiero es… luz
Recientemente leíamos que Puente Genil (Córdoba) ha encendido su alumbrado navideño el 14 de noviembre. Pero la marca ha ido justa, pues solo dos días después, Vigo hacía lo propio encendiendo la friolera de 11 millones de LED. Y es que su alcalde, Abel Caballero, es conocido dentro y fuera de España por lo fastuoso de su alumbrado y su apuesta decidida por convertirlo en atractivo turístico y económico.
¿Qué dice la ciencia?
La ciencia dice varias cosas al respecto. Una de ellas es obvia: el gasto energético es considerable, hecho que afortunadamente se ha aliviado en los últimos años con el reemplazo de las clásicas bombillitas incandescentes de colores por luces LED, cuyo consumo es mucho menor. Para hacernos una idea, la potencia del alumbrado navideño de la ciudad de Granada es de 193 kW, equivalente a unos 200 microondas funcionando al máximo.
También sabemos que la atmósfera esparce la luz en todas direcciones. Y lo hace de manera mucho más acusada con las luces azules que con las cálidas, dando lugar a ese azul del cielo que tanto nos alegra el alma.
Pero parte de esa luz que sale despedida cual bola de pinball escapa hacia arriba. Y luz que no llega a los ojos es luz que no ilumina y, por tanto, energía desperdiciada.
Si además esa luz altera los ritmos fisiológicos de plantas y animales y afecta a las observaciones astronómicas de telescopios y aficionados, el perjuicio es patente. Es lo que llamamos contaminación lumínica y, aunque la legislación española la combate, muchas leyes autonómicas excluyen de las limitaciones al alumbrado festivo.
El estrés posible
¿Qué más nos dice la ciencia sobre un alumbrado navideño (o de cualquier otro alumbrado) excesivamente intenso y estridente? Que puede estresar a las personas interrumpiendo la secreción de la melatonina y aumentando la de cortisol durante la noche. Y eso no es buena idea porque la melatonina nos relaja antes de dormir y el cortisol nos activa al despertarnos.
Cuando los afectados son los paseantes, las consecuencias son menos serias, ya que en la calle debemos tener siempre cierto nivel de alerta para evitar accidentes e interactuar con el medio. Sin embargo, cuando un alumbrado navideño estridente penetra en nuestros hogares por las ventanas y rendijas de las persianas, la interrupción de ritmos circadianos tan importantes como el sueño-vigilia puede ser realmente negativa.
Llegados a este punto, parece que ciencia y alumbrado navideño son difícilmente conciliables. Pero la Navidad es tiempo de reconciliación donde todo es posible.
¿Algún argumento científico favorable?
Pese al mayor consumo energético, la contaminación lumínica, coste inicial de todos esos LED, mantenimiento, futuro reciclado, etc., hay un hecho innegable: aunque cada uno sea un mundo, un ambiente iluminado alegra a muchas más personas de las que entristece. Al ser humano le gusta la luz. Y los políticos que compiten por el alumbrado más espectacular lo saben. Y los comerciantes y publicistas, también.
Esto no debería causar sorpresa si tenemos en cuenta que nuestra estrella y fuente de vida nos mantiene vivos dándonos luz y calor. Podemos cambiar de dieta, pero una ligera variación en la radiación que nos llega del Sol acabaría con la vida de un plumazo. Puede afirmarse con rotundidad que la luz y sus radiaciones hermanas (infrarrojo y ultravioleta) constituyen nuestro alimento primordial.
Una mañana soleada coronada por un cielo azul eleva el espíritu mucho más que un día nublado y plomizo. ¿Vendrían tantos ciudadanos del centro y norte de Europa a pasar el resto de sus vidas en España tras jubilarse si no tuviéramos la luz que tenemos?
Por tanto, parece claro que el alumbrado navideño hace sentir mejor y más feliz a muchísimas personas que viven como un verdadero acontecimiento el encendido cada año. Conscientes de ello, en ciudades como Madrid se las han ingeniado para que nadie deje de disfrutarlo.
Pero pese a la influencia beneficiosa de la luz sobre nuestro estado de ánimo, no sabemos cuánta necesitamos para sentirnos más seguros ni más felices.
De hecho, cuantificarla constituye el Santo Grial de la luminotecnia y la iluminación. Conocemos relativamente bien la relación entre luz y melatonina, somnolencia, temperatura corporal, atención, etc. Pero seguimos dando palos de ciego al elucubrar, por ejemplo, sobre cómo influye la luz en la amígdala, una parte de nuestro cerebro relacionada con emociones y recuerdos positivos.
Al preguntarnos por los alumbrados navideños en España, me atrevo a decir que nos hacen más felices pero, en general, hay que moderarlos en intensidad y estridencia por su impacto nada despreciable y por un uso responsable de los recursos.
Seguiremos investigando cuánta luz es necesaria para que huela a Navidad.
Antonio Manuel Peña García, Catedrático del Área de Ingeniería Eléctrica, Universidad de Granada.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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