“¿Por qué los hombres matan a las mujeres?”, se preguntaba recientemente el titular de un artículo de El País. Como casi todos los titulares (el del artículo que estás leyendo también, faltaría más), aquel no dejaba de llevar a alguna confusión, aunque cumplía dignamente su objetivo de enganchar con su anzuelo el ojo del lector. El artículo daba cuenta de un macroestudio sobre asesinatos de mujeres a manos de sus parejas o ex-parejas, que está siendo realizado por numerosas instituciones, desde universidades a administraciones públicas, incluyendo los gabinetes científicos de varios cuerpos policiales, y coordinados por la Secretaría de Estado de Seguridad. Tratándose de un tema sobre el que la sensibilidad social está tan a flor de piel, no ha sido raro que tanto el estudio como el artículo hayan recibido numerosas e indignadas críticas. Algunas son directamente estúpidas, como la de quienes se lamentan, equivocadamente, de que el titular dé la impresión de que todos los varones somos feminicidas. Otras, en cambio, me parecen más preocupantes en la medida en que proceden de personas a las que hemos de suponer una capacidad argumentativa superior a la del típico cuñado.
“Hay una tendencia preocupante a creer que los problemas sociales se resuelven con las certezas ideológicas apropiadas”
Por ejemplo, la diputada en la Asamblea de Madrid, Clara Serra Sánchez, profesora de filosofía, licenciada en la cosa y con más de un máster a sus espaldas, respondió en twitter (sí, lo reconozco, twitter es más terreno para la improvisación que para la reflexión, pero a los filósofos se nos presupone reflexivos incluso ahí) que “para contestar a esta pregunta [la de por qué los hombres matan a las mujeres] no hacen falta experimentos de criminólogos de CSI, hace falta feminismo”. Esta y otras reacciones parecidas han inundado en los últimos días las redes sociales, y me parecen un síntoma de una tendencia que no por milenaria debería dejar de preocuparnos: la de creer que lo primero y casi lo único importante para resolver un problema social es tener las certezas ideológicas apropiadas, cuanto más entusiastas, mejor. Por desgracia, la violencia y discriminación contra la mujer, de la que aquellos asesinatos son una de las caras más terribles, es un fenómeno social en el que muy seguramente intervienen causas infinitamente diversas y en muchos casos dificilísimas de rastrear... como en casi todos los hechos sociales, por otra parte. Pensar que “lo único que hace falta” para erradicar ese problema es “concienciación” no deja de ser un ejemplo de pensamiento mágico, del que afortunadamente carecen numerosísimos “estudios de género” que son llevados a cabo con todas las precauciones metodológicas características de las ciencias sociales, pero que las mismas personas que se encargan de realizarlos convendría que pusieran más a menudo el dedo en la llaga de los peligros de esos vestigios de superstición (mi compañera de la facultad de Filosofía de la UNED, Amelia Valcárcel, una de las pioneras españolas del pensamiento feminista, lo expresaba muy bien hace poco, también en twitter, lanzando la etiqueta #NoConMisNeuronas).
El feminismo no sólo es un componente central e imprescindible del proyecto secular de emancipación y progreso en el que creemos la mayoría de los ciudadanos de los países desarrollados, sino que también ha sido una fértil y eficaz herramienta en el desarrollo del conocimiento sobre la sociedad, el ser humano y la naturaleza, desde que hace unas décadas un puñado de intrépidas autoras se empeñaron en sacar a la luz en qué medida bastantes de las teorías, metodologías y hechos aceptados por la “ciencia oficial” dependían, aún entonces y muy posiblemente ahora, de prejuicios de género que no tenían ninguna justificación objetiva. Pero precisamente ese empeño está siendo beneficioso para la ciencia y para la sociedad en la medida en que nos ayuda a elaborar un conocimiento más objetivo, menos dependiente de cualquier tipo de sesgos. Para resolver problemas serios y complejos no podemos prescindir de una investigación científica que sea libre de someter a prueba cualquier conjetura, por muy contraria que sea a nuestros prejuicios. Mal servicio le hará el feminismo a la sociedad si se empieza a convertir en una burda herramienta de censura ideológica de cualquier investigación que pueda parecerle “moralmente sospechosa”.
Pensar que “lo único que hace falta” para erradicar ese problema es “concienciación” es un ejemplo de pensamiento mágico
La mejor crítica que puede recibir una teoría científica consiste en presentar públicamente una teoría mejor, una teoría que, sobre todo, nos proporcione una capacidad superior de resolver los problemas prácticos que, al fin y al cabo, son los que justifican nuestro deseo de contar con una buena teoría. No me cabe duda, en este sentido, de que al estudio al que hacíamos referencia al principio se le podrán achacar numerosos fallos metodológicos: ¿cuál no los tiene, y más en las ciencias sociales, donde el objeto de estudio es tan insidiosamente complicado y tan sometido a todo tipo de incertidumbres? Pero la mejor crítica no consistirá en decir que es un estudio “poco feminista”, o que “tiende a favorecer soluciones antifeministas”, sino en presentar el diseño, y a ser posible la implementación, de otros estudios que conduzcan efectivamente a predicciones mejores. Sí, toda teoría científica, por muy feminista que sea, tendrá que ser juzgada en último término por su eficacia predictiva, por cuánto acierta al decirnos que “si se realiza la acción X en las circunstancias Y, ocurrirá en tal proporción de casos el resultado Z”.
Resolver un problema práctico consiste, al fin y al cabo, en obtener unos resultados en vez de otros gracias a nuestras acciones, así que es totalmente imprescindible que las teorías que intentamos aplicar para resolverlos acierten a la hora de decirnos qué consecuencias tendrá aquello que hagamos (o que no consigamos hacer). El problema fundamental de las ciencias sociales es que tenemos pocas teorías que hagan predicciones mínimamente válidas, y quizá es incluso imposible, por la propia naturaleza de la realidad social, que lleguemos a tenerlas algún día con un nivel de éxito predictivo parangonable al de muchas ramas de la física o de la biología.
En el caso que nos ocupa, “resolver el problema” consistirá en reducir al mínimo posible el número de mujeres asesinadas por sus parejas o ex-parejas. ¿Seguro que lo único que necesitamos para lograrlo es “más feminismo”? No cabe duda de que una sociedad más comprometida con los valores del feminismo será una sociedad mucho mejor en términos generales, pero sí que pueden caber muchísimas dudas, y es honesto y deseable que nos quepan, sobre si uno u otro problema en concreto de los que sufren más acusadamente las mujeres se podrá resolver significativamente sólo con unas cuantas dosis más de feminismo aplicadas no se sabe muy bien dónde ni cómo, o si vendría bien, además, forzar la imaginación y poner a prueba otras hipótesis. Las estadísticas de Naciones Unidas muestran, por ejemplo, que el principal factor que permite predecir la magnitud de la violencia contra la mujer en un país es su nivel de pobreza. Pero también muestran, curiosamente, que países más ricos y más comprometidos con la igualdad de la mujer que el nuestro (Suecia, Finlandia...) sufren una tasa significativamente mayor de asesinatos de este tipo.
Para resolver problemas serios y complejos no podemos prescindir de una investigación científica
De hecho, España es uno de los cinco o seis países de todo el mundo en el que la violencia contra la mujer es menor (cf. www.womanstats.org). Imaginemos que una delegación de Bangladesh, Nigeria y Perú, países que caen en el extremo opuesto de esas funestas estadísticas, se preguntase cómo reducir el número de asesinatos de mujeres a manos de sus parejas, y tan solo les respondiéramos que “lo que tienen que hacer es lo que ha hecho España”. El problema es que, en gran medida, no sabemos qué es lo que ha hecho España “para” tener la relativamente baja tasa de feminicidios que tiene, en comparación con otros países, en parte porque la tasa lleva siendo comparativamente más baja desde mucho antes de que se pensara en este asunto como en un grave problema social. Me temo, pues, que limitarse a poner a España como ejemplo no ayudará gran cosa al resto de los países, ni apostar todo nuestro esfuerzo intelectual a que “lo único que hace falta es más feminismo” contribuirá perceptiblemente a que en los próximos cinco o diez años descienda el número de mujeres asesinadas en nuestro país. Lo que necesitamos es saber, y no sólo querer y creer, o querer creer.
Jesús Zamora Bonilla (@jzamorabonilla) es profesor de filosofía de la ciencia y director del máster en Periodismo y Comunicación Científica de la UNED. Su último libro es Sacando consecuencias: una filosofía para el siglo XXI (Tecnos).