José Manuel Sánchez Riera, a quien casi todos sus amigos conocen como Pepe, guarda en su casa una bolsa con unas botas llenas de barro. Son las que llevaba puestas el 29 de noviembre de 2003, fecha que sacudiría su existencia y los cimientos del Centro Nacional de Inteligencia. Ese día -hace ya 21 años-, ocho agentes del CNI fueron emboscados en Latifiya, en el corazón de Irak.
Carlos Baró, José Antonio Bernal, José Lucas, Alberto Martínez, José Ramón Merino, José Carlos Rodríguez, Alfonso Vega, Luis Ignacio Zanón. Siete nombres. Siete víctimas. Su historia es más o menos conocida por la sociedad: los cuatro equipos del CNI -dos entrantes y dos salientes de Irak- viajaban en sendos vehículos por las inmediaciones de Latifiya cuando fueron emboscados. José Manuel fue a pedir ayuda, pero una turba le recibió a palos. Cuando parecía el fin de su vida, un hombre de su edad se le acercó y le besó en la mejilla. En ese momento, la turba desapareció. Llegó hasta la policía y, poco después, volaría de nuevo hasta España.
Han pasado 21 años y José Manuel Sánchez se abre en canal con Tres días de noviembre [editorial Espasa], una autobiografía en la que cuenta su propio viaje interior; el de antes de llegar al CNI, el que le llevó a Irak y el que le arrastró a un vacío, años después: "Me dio por acorazarme, como si no estuviese en el mundo".
Ofrece a Vozpópuli la primera entrevista. En el exterior no deja de llover. En su casa, habla con gesto sereno y con la aparente sensación de no esconder ni un matiz de su historia personal; ni siquiera cuando abre una ventana a sus tinieblas más profundas. Viste camisa de cuadros pequeños azules y blancos, y en varias ocasiones atiende las llamadas que recibe por teléfono. Todas están relacionadas con el lanzamiento de su libro y con la presentación. "Todo esto es nuevo para mí", sonríe, abiertamente abrumado.
Pregunta. ¿Por qué ahora?
Respuesta. Siempre había pensado: “Esto lo tengo que escribir”. Y, sin embargo, alguna vez que he intentado ponerme delante del papel, dolía. O sea, era superior a mi fuerza, no podía, no podía, y me decía a mí mismo: “Es que no voy a poder, es absurdo”. Me venía todo el mogollón de golpe a la cabeza y era difícil plasmarlo todo. Igual que hablarlo nunca me ha costado, escribirlo era imposible. Porque al final, otro de los miedos o de los problemas que he vivido durante los años más duros del estrés postraumático eran los recuerdos invasivos o intrusivos. De pronto te viene y ahí no lo controlas. Entras en un bucle.
Nunca veo nada de lo que hago, ya sean charlas o lo que escribo. Y este libro lo he leído siete veces porque lo tenía que hacer. Me ha costado más leerlo que hacerlo. Porque es tremendamente costoso el hecho de enfrentarme a lo que me pasó. La parte más dura del libro no fue retratar la emboscada, sino los años de crisis, a partir de 2007, 2008... Esos años han sido los más duros de reflejar, porque al final estás volcando no por dónde has pasado tú, sino por lo que has hecho pasar a los que estaban contigo.
P. ¿Cree que tiene algo de sanador el escribirlo?
R. No me ha hecho daño. Y, si no me ha hecho daño, entiendo que puede ser sanador. Pero no lo tengo claro del todo. No puedo decir que esto me ha venido divinamente o que mi vida ha cambiado. No. Mi vida sigue siendo la misma. Pero he dado un pasito más en esto... y estos procesos son tremendamente complicados. Han pasado más de 20 años, pero el recuerdo es como si fuese de ayer. Pasarán 800 años y, si estoy vivo, el recuerdo va a ser el mismo.
Uno va cambiando, va asumiendo lo que tiene. Ahora mismo sé que vivo bien, tengo calidad de vida con respecto a mi salud mental, no me afecta el hecho de tener que enfrentarme a todo esto. Lo que no quiero es enturbiar esta paz que tengo en la cabeza. Quizá enfrentarme a una imagen que ya tengo en mi cabeza puede fastidiarme, igual toca alguna de las teclas de mi cabeza que me puede llevar por sitios donde ya he estado y no me gustan. Dentro de todas las casuísticas del estrés postraumático puede dar por consumir más alcohol o sustancias, o por la violencia. No es el caso. Me dio por acorazarme, como si no estuviese en el mundo.
No quiero volver a eso. Como no quiero volver a eso, intento evitar en la medida de lo posible esas imágenes, ya está. El libro me ha costado. Quizá un capítulo normal tardaba hora y media, pero en la emboscada tarde cuatro días. Porque no podía. Me veía mi hija y me decía: “Papá, ¿qué haces?”. Y yo le respondía: “Estoy saliendo del maletero de un coche”. Porque he rebuscado mucho en la memoria. Que es un ejercicio bastante complicado, sobre todo cuando han pasado más de veinte años.
P. Queda muy claro que el libro es mucho más que el relato de la emboscada, aunque sea el eje principal, y que es también su acompañamiento anterior y posterior del ataque. De hecho, el libro cuenta muy bien cómo es el Pepe niño. Que, con tres o cuatro años, se arranca a desfilar con la Legión en Melilla, con vocación militar desde su infancia.
R. Sí. Mis abuelos vivieron ahí hasta el año 78. Su casa daba a una calle que iba entre el cuartel general de Melilla y los cuarteles de la Legión. Y yo, cuando estaba allí en verano, me iba con ellos. [Ríe] ¡Y mi madre asustada! Porque aparentaban ser personas adustas.
P. También cuenta en el libro cómo fue su formación militar y su entrada en el CESID. Habla de Marcial, un amigo del pueblo donde veraneaba su mujer.
R. Marcial era amigo mío. Jugábamos al mus y al dominó antes de entrar en la piscina. Sabíamos que los dos éramos militares, pero no nos decíamos mucho de dónde estábamos. Y de pronto me dice: “Oye, mira, yo estoy en Subsecretaría, ¿quieres que te presente, que necesitan gente?”. En esos tiempos -era el verano del 90- si alguien te decía que estaba en la Subsecretaría de Defensa, estaba claro que era el CESID. Dije que sí.
Viaje a Irak
P. Demos un pequeño salto en el tiempo. Pasó las pruebas, se incorporó y, tras once años en los servicios de inteligencia, llega el momento de dar el salto a la misión operativa en Irak.
R. Te carga de responsabilidad, básicamente. Estamos al mismo nivel que está la CIA (de Estados Unidos) o el MI6 (británico). No es un orgullo desmedido si decimos que estamos en primera división. Y que el Centro tiene muy buenos profesionales.
P. Era un momento delicado. José Antonio Bernal, también del CNI, fue asesinado en Irak poco antes de que ustedes llegasen.
R. La situación de seguridad era preocupante, sí.
P. ¿Cómo lo gestionaba en casa?
R. Mi mujer ha sabido siempre dónde he trabajado. No puedes andar con tanto secretismo. Aunque nunca ha sabido específicamente lo que hacía. Esa es una norma básica. Es lo normal en un miembro del CNI. ¿Por qué no va a saber un familiar dónde trabajo? ¿Para qué le vas a contar historias? Sin embargo, en este caso, evidentemente, la situación de seguridad daba para lo que daba. Yo prefería ser sincero y que estuviese tranquila. Necesitaba que mi familia estuviese tranquila. Siempre.
Es verdad que esa charlita que tuvimos fue una conversación dura. O sea, a mí se me caían las lágrimas. Yo decía: “Tienes que estar tranquila. Puede que no pase nada, pero si pasa, que sepas que el Centro va a estar contigo y con los niños”. Teníamos tres niños.
P. Vayamos hasta Irak.
R. Llegamos por Kuwait. En Irak no hacía muchísimo calor, aunque lo imaginemos así. El desierto… no es de arena, es de piedra y casi blanco con el reflejo del sol. Al menos así es en mis recuerdos.
P. “Bienvenidos al infierno”, les dijo Carlos Baró nada más llegar a Irak.
R. Justo cuando cruzamos la frontera. “Bienvenidos al infierno”. Él lo decía en el sentido de que estábamos en una zona de peligro y que la misión no era sencilla. Creo que debió ver en nuestros ojos que estábamos diciendo: “Dónde nos hemos metido”. Y nos salió con esa broma.
P. En el libro cuenta una cosa que hasta ahora no se había contado: cómo se hizo la famosa foto de los ocho. Una foto que es historia del CNI.
R. Hicimos una parada justo unos kilómetros después de pasar la frontera. Para tomar un poco el aire. Paramos un segundo y dijeron: “Vamos a hacer una foto”. La cámara la sacó Nacho [Luis Ignacio Zanón]. Y por eso Nacho aparece en un lateral, un poco más separado de los demás, creo que es porque tuvo que venir corriendo desde la cámara. Y esa era la famosa foto. No es del día, aunque la gente en el imaginario cree que es del día 29 [el día de la emboscada].
P. Me atrevería a decir, a partir de lo que cuenta en el libro, que las medidas de seguridad de entonces eran muy diferentes a las que hay ahora.
R. Sí. Eran buenas medidas de seguridad, pero eran las que asumía cada equipo entonces. Alguna vez, en alguna conversación, alguien nos ha echado en cara que fuésemos los ocho juntos. Pero es que si casi no llevamos armas, y encima vamos de cuatro en cuatro... Pues por lo menos que tengamos un poquito más de apoyo ante cualquier circunstancia. Además, ese viaje los ocho juntos fue sólo ese día. Con tan mala suerte de que ocurre lo que ocurre.
La emboscada
P. En los tres días en los que estuvo en Irak viajó a Diwaniya, Al Hamza, Bagdad... visitando a gente y conociendo el terreno. Así llegamos al 29 de noviembre. Un día que arranca con una tormenta.
R. Sí, a las 12 de la noche, aproximadamente.
P. Ese mismo día, aunque no lo tenía previsto, llamó a su mujer, Isabel.
R. Solíamos hablar con nuestras familias un poquito por las noches. Por lo menos que supiesen que estábamos bien. Pero ese día llamé sobre las 11 de la mañana. Estábamos en la zona verde, en el palacio presidencial, y me dejaron un teléfono americano, que se usaban cuando estábamos en Bagdad. “Llama a tu mujer, que esto lo paga Bush”, me dijeron [ríe]. Y aproveché para llamar. Le dije que comeríamos fuera y que volveríamos antes de que se hiciera de noche.
P. Emprenden el viaje. Los ocho miembros del CNI, a bordo de dos vehículos. Llega el momento de la emboscada. El relato de su libro no es sólo el de los hechos, sino cómo viaja su cabeza en ese mismo momento.
R. Sobre los hechos no añado ni quito nada, son los que son. Pero lo que nunca he contado es cómo va la cabeza o cómo te va la cabeza en esos momentos. Y te va distinto. La secuencia es muy rápida y tremendamente fría. Íbamos en dirección sur. Salió un vehículo de un acceso de la autovía y se incorporó. Aceleró. El sonido del vehículo acelerando… Alfonso también aceleró. Y comenzaron a dispararnos. No me considero una persona excesivamente valiente, pero en ese momento no se siente miedo. Sencillamente, las circunstancias te llevan por donde te llevan.
P. Los atacantes...
R. Me dio tiempo a mirar. Vi el vehículo que era y vi a dos individuos que estaban en el lado derecho con las ametralladoras. Creo que eran AK-47, pero no lo puedo asegurar. Ese momento es frío, frío, frío. O sea, entras en modo ‘ausente de sentimientos’, que eso también es jodido para el proceso posterior. El resto [en referencia a sus compañeros] no sé qué pudo pensar. Por desgracia, no pueden contarlo. Pero la verdad es que no piensas en nada ni en nadie que no tengas delante. Las películas americanas han hecho mucho daño, de verdad. No piensas, no puedes pensar.
Es más. Si piensas, te hundes. Hay un momento, después, en una décima de segundo, en que pensé que ya no iba a ver a Isabel ni a los niños. Y ese momento es... Yo quería... Me tiré al suelo y todo. O sea, pues ya quería que acabasen conmigo y que se acabase aquello. Pero es un momento, una décima de segundo. Y vuelves a focalizarte en lo que estás viviendo.
P. Siguiendo el relato de los hechos: uno de los disparos alcanzó a Alfonso, conductor.
R. Seguimos avanzando, hasta que de pronto dieron a Alfonso y salimos de la carretera. Nos quedamos en medio de una pequeña vaguada, a unos 60 o 70 metros de unas casas. Y ahí nos quedamos parados. No sé si uno, dos, tres, cuatro o cinco minutos. Se pierde la noción del tiempo. No tengo conciencia clara del tiempo. No puedo cuantificar cuánto tiempo estuvieron disparando alrededor de la carretera.
P. Llegó el vehículo donde viajaban sus compañeros del CNI.
R. Carlos [Baró] ya había hecho una llamada. Y en nuestra presencia hizo tres más: a Diwaniya, a la división polaca y a nuestro coordinador en Madrid. Y cuando estábamos en esa tercera llamada es cuando empezaron a dispararnos desde las casas. Y... Y... Pues nada.
Yo me quedo con Carlos, abajo. Teníamos nuestras pistolas. Estaba apoyado contra la rueda montando el arma y Carlos me dijo: “Vete a por ayuda”. Y me protegió desde la subida hasta el otro vehículo. Pasó un coche, que evidentemente no iba a parar. Cuando fui a la carretera ya perdí el contacto con mis compañeros. No llegué a ver si Carlos todavía estaba vivo o no. Y José Merino sé que estaba herido; yo creía que estaba en el brazo, pero debía ser en el pecho.
P. Y mientras tanto, su cabeza funcionando a 7.000 revoluciones.
R. Diría que sólo a una. ¿Qué tengo que hacer? Voy a intentar buscar un coche. Vuelvo aquí. Y a ver cómo salimos de esta y de esta. Pero todo con... Tranquilidad. Tampoco es que te vengan unos pensamientos... No, no. Sencillamente te pones a pensar en opciones y, ¿qué opciones tengo? ¿Qué es lo que hay que hacer? ¿Dónde tengo que ir? ¿Dónde hay un vehículo? Pues me voy hacia allí, hacia ese vehículo y cuando llegue allí ya me pondré a pensar en cómo consigo el vehículo. No se diseñan grandes planes, pero es un estado de una lucidez tremenda.
P. El siguiente capítulo lo titula “el valor de un beso”.
R. Cuando llego [a pedir ayuda] a mí me cae de todo. La gente empieza a pegarme golpes, me rodean, me quitan el cinturón que llevaba puesto, me quitan una cadena... Me caen golpes en la cabeza, patadas… Un tipo mayor se baja de un autobús y me da con la zapatilla. Me meten en el maletero de un coche, salgo… Llega un punto en que yo sigo moviéndome, pero no puedo controlar absolutamente nada. Se acababa todo.
Y de pronto aparece un individuo que tendría mi edad, más o menos, unos 37 años. Se me acerca y me da un beso. Y ahí cambia la historia. La gente que me estaba agrediendo y que me atosigaba, la que quería meterme en un maletero, desaparece de la escena y aparece otra. A partir de ahí, uno me ofrece montarme en una pick up con un depósito con un bidón de gasolina. Le dije que no. Otro me llevó hasta un taxi y el taxista me dijo que me llevaba para arriba. Su inglés era malo y mi árabe, igual. El taxista me subió en el vehículo y anduvimos unos cien metros hacia el norte, cuando nos cruzamos con una patrulla de la policía.
Yo iba con la puerta del taxi medio abierta, porque no sabía en realidad quién era esa persona que me llevaba. La abrí del todo y me fui con la policía. Se rompió hasta la puerta del coche. Le conté a la policía, medio hablando, medio en señas, lo que había pasado. No sé por qué, pero le pedí la documentación. El policía me enseñó una documentación homologada de la nueva policía iraquí. Me monté en su vehículo y ya bajamos hacia el lugar donde estaban los vehículos parados con mis compañeros. Cuando llegamos, el policía me agachó la cabeza. Me dijo: “Kaput”. Estaban todos muertos. Me llevó a una comisaría pequeña.
P. En ese momento habla de su sensación de soledad.
R. Sí. Es que es una sensación que no me ha abandonado. Aunque intento ser una persona extrovertida, esa sensación la tengo desde el mismo momento en que empiezo a ser consciente de todo lo que había pasado, que era esa misma tarde. Es una soledad que esa noche se acrecienta muchísimo, porque evidentemente la base americana es una base americana. Y ellos están en sus historias, y es lógico. Aún hoy necesito momentos de soledad. De no ver a nadie.
P. Después le llevaron a otra comisaría.
R. Empecé a fumar y a fumar. Tampoco tenía hambre.
P. Llegaron los americanos a por usted. Se encontraba en una celda de la comisaría, con la camisa ensangrentada y cubierto por una manta que le dio la policía iraquí.
R. Sí. Me llevaron a la base americana. Me vieron sangre, que no era mía, era de José Carlos, pero me preguntaron si estaba herido. Eran… las ocho y media aproximadamente. Le dije que tenía como un golpe en el costado y vieron que me había alcanzado el rebote de una bala. Que no era nada, pero que me saldría un hematoma enorme. Iba mojado, muerto del frío, y les pedí algo de ropa. Me dieron un pantalón, una camiseta de manga larga y una sudadera gorda, del ejército americano.
Las tinieblas
P. Desde ese momento le surgió un miedo difícil de explicar, de que no saldría nunca de Irak.
R. Es el miedo eterno, ese miedo infame este que te entra. Creía que iba a salir muerto de Irak y que me iban a matar allí. Pero ese miedo no era una realidad. Estaba con las fuerzas americanas y de ahí me iban a llevar al aeropuerto. Y de ahí, en un avión, a casa. Pero ese miedo intenso no desaparecía.
P. Usted vuela a España y lo primero que pide es ir con su familia.
R. Cuando llego a Madrid me dicen que tenemos que ir al hospital militar. Pero no, les pedí que me llevaran a casa en ese mismo momento. Ella [su mujer, Isabel] estaba en la puerta, había varios vecinos también. Salieron las tres bestias pardas [en referencia a sus hijos]…
P. Su mujer le dijo tiempo después el aspecto tan terrible que usted tenía.
R. Evidentemente no me vi, pero Isabel dice que traía una carita de... tela marinera.
P. Sospecho que una de las cosas que más le ha emocionado del libro ha sido el relato de Isabel, su mujer, contando cómo se enteró de todo el día del ataque.
R. Sí. Lo cuenta ella en primera persona. Quería que fuese ella, porque yo no puedo transmitir las sensaciones de Isabel, que es otra historia completamente diferente, de cómo fue enterándose de las noticias. Es una historia de angustia. Esa angustia de no saber durante horas qué va a pasar. Y eso lo tenía que contar Isabel.
P. ¿En qué momento le contó ella esa parte del relato?
R. Al día siguiente. Cuando llego, vamos. Claro, tiene que soltarlo. Es que tiene que ser así. Si no, no... Tenía que liberarse ella también.
P. En el hospital estuvo cuatro o cinco días.
R. Me pasan un reconocimiento médico completo y no tengo nada. El último con el que hablo es con el psiquiatra: “Te vas a quedar aquí conmigo porque esto no sabemos hacia dónde evoluciona. Tienes una reacción de estrés agudo, que es normal, y hay que controlarlo”. En el hospital tomé alguna medicación y por fin pude dormir. Llevaba desde el día del ataque sin dormir. Recuerdo todo como en una nebulosa. Son muchos paseos con el psiquiatra, fumando a todas horas. Muchas visitas de compañeros que venían desde muchos sitios.
P. Después volvió al trabajo y pudo ir a Nueva York con su familia.
R. Yo no me sentía mal. Pasado un mes sin trabajar ya me aburría. Y el psiquiatra me dio el alta porque no me venía mal. Hablé con el Centro y dije que siempre había querido irme fuera. Pero con mi familia, donde puedan estar bien y los chicos tengan una vida normal. Salió la oportunidad de Nueva York, la pedí y me la dieron.
P. Tardó tiempo en tener una crisis aguda.
R. Sí, pero eso fue después de Nueva York. Eso fue en el año 2008. Sencillamente empecé a dormir peor, después empecé a aislarme dentro de la familia y yo seguía trabajando. En el trabajo las cosas iban bien y en casa yo fui apartándome de mi familia. Llegaba a casa y me ponía a leer. Seguía haciendo mis tareas, pero... Era un mueble. Me sentaba en un sillón, me ponía a leer y así me quedaba horas y horas. Esa situación fue degenerando y mi cabeza fue degenerando hacia sitios muy extraños. Hacía lo que los psiquiatras llaman “impermeabilidad emocional”.
P. ¿Impermeabilidad emocional?
R. Que ni siente ni padece. Estaba en casa y como si no estuviese, daba igual. Era un objeto de mobiliario. Era muy jodido y decía lo que se me pasaba por la cabeza, sin pensar en el otro. Todo lo que se me venía lo soltaba. Y una noche le dije a Isabel: “Es que no te quiero. A los niños tampoco. Me tengo que ir”. Y realmente no sentía nada.
Es tremendo porque es la misma sensación de frío y de sentimientos que tienes el día de la emboscada. Y eso es lo que sentía. “¿Y qué vas a hacer?”, me decía mi mujer. “Pues no lo sé”. Y yo le había soltado el ladrillazo y me quedaba como estaba. Entonces, hasta que no te pegas un golpe en condiciones, lo único que haces es daño. Daño a lo que tienes alrededor.
P. Caer… pero para levantarse. Al menos eso dice en uno de sus capítulos.
Ah, no, pero eso no es la caída. Esos son los comienzos de la caída. Un día estaba leyendo y viene mi hijo mayor, que tenía 15 años. Y me dice: “¿Qué haces?”. Le digo que estaba leyendo. “Ya, pero es que aquí hay cuatro personas más”, me respondió. De pronto se me encendió una bombilla. Yo, que tenía que estar pendiente de mi hijo, resulta que era él quien lo estaba de mí. A partir de ahí dije que esto tenía que cambiar.
“Te voy a hacer caso a Isabel. Me voy a ir al médico”, le dije a mi mujer. Era ya octubre de 2008 y la crisis había empezado en marzo. Así, hasta octubre. Yo como un... Parecía un gilipollas. Un mueble. Como un mueble. Como algo ajeno. Yo me sentía ajeno a esto. Al entorno familiar y a todo.
P. ...
R. Es que era así. Pero todo empezó a cambiar. Cada 15 días charlaba con el psiquiatra. Le iba contando todo lo que me iba pasando por mi cabeza: pum, pum, pum. En marzo del 2009 mi situación en casa había mejorado bastante, pero mi situación en el trabajo iba degenerando. Llegaba tarde... o no llegaba. O llegaba con el coche, bajaba, me iba al despacho, encendía el ordenador, apagaba el ordenador, me iba al coche y me iba a mi casa. O sea, era un caos porque no lo soportaba.
Y un día de marzo estaba entrando, me paré y… Me puse a llorar. Cogí el teléfono y le dije al psiquiatra: “Necesito que me ayudes”. Salí de ahí y tramitamos la baja médica. Fue un año lo que tardó más o menos el proceso de incapacitación. En ese momento es cuando empiezo a recuperar de verdad. A partir de ahí fue la recuperación.
P. Un camino que aún recorre.
R. Es un camino largo. Pero es un camino útil. O intento que sea un camino útil. Soy presidente de la Asociación de Víctimas de Terrorismo de la Comunidad Valenciana, que me cayó como casi todo en la vida, casi sin esperarlo. Cuando llegué a la asociación entré en contacto con las víctimas. Eso sí que cambió mi vida, de verdad. Porque en todo este proceso tú te crees un ser único: crees que eres el único al que le ha pasado esto, tú eres el único que ha pasado por una experiencia postraumática, tú eres el único que ha hecho daño a tu familia, tú eres el único, tú eres el único. Y no, no eres el único. Eres uno más de los muchos casos que no tendrían que haber pasado.
Y entonces, primero, relativizas. Relativizas tu situación y dices: “¿De qué te quejas? Si tienes tus necesidades cubiertas. Mira esta gente que tira para adelante, que tira con unas circunstancias penosas, donde no se les ha reconocido absolutamente nada”.
P. Cuenta en el libro que aún guarda las botas llenas de barro de aquel día, que no las ha tocado desde entonces.
R. Están guardadas en una bolsa y esas van a ir a un sitio muy especial.
P. ¿Escribió el libro pensando en tu familia?
R. No, no, no. O al menos no solo en mi familia.
P. ¿Su familia ha encontrado algo nuevo en él?
R. Sí. Mi hija pequeña sobre todo, que por su edad evidentemente lo ha vivido de una forma muy diferente que nosotros. Pero no he escrito el libro pensando sólo en ellos. He escrito el libro pensando en contar por dónde he pasado y nada más. No quiero trascendencia. He escrito el libro porque se ha dado la oportunidad. Era reticente a abrirme del todo -vengo de un mundo donde eres anónimo- y tenía mucho cuidado de lo que decía por respeto a las familias [de los siete asesinados en Irak]. Pero Isabel me dijo: “A ver, José. Han pasado 20 años, la vida pasa para todo el mundo, pero para ti no, tú estás, parece que estás en el día, en el día después y han pasado 20 años”. Es entonces cuando acepté.
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el_agricultor
19/03/2025 09:06
Entrevista muy humana, sin duda las experiencia de está indole dejan "marcas" como ser humano me alegra que esté saliendo de su "poZo" personal es una experiencia para contar por todo lo que encierra.Ha estado cumpliendo con su deber y esta es una "mochila" que intenta descargar.Un saludo y mi solidaridad como persona Alejandro Pillado,Marbella 2025