No soy un gran conocedor del tenis, pero me considero –consideraba- un buen aficionado. Por suerte o por desgracia, tengo años de sobra como para haber llegado a ver aquellos partidos de la Copa Davis en los que daba igual si se jugaba en tierra o en césped, porque ante la mirada de Jaume Bartrolí aquellos Arilla, Couder, Gisbert y Santana se veían siempre en el gris de TVE-2. Gimeno andaba en el circuito profesional, vetados sus jugadores para la Davis y hasta para los Grand Slam.
Una vez descifradas las normas y aquellos extraños métodos de puntuación para los que en la también gris, muy gris España de los primeros sesenta, me enganchó este deporte, que es de los poquísimos que se nos ha dado siempre bien. Parecía entonces que Santana y Gimeno serían insustituibles, pero por fortuna no ha sido así, sino todo lo contrario.
En el verano de 1998 leí por primera vez sobre un niño llamado Rafael Nadal que lo ganaba todo. Fue en la revista 'Tennis a fondo'. Y, vaya, era sobrino de Miguel Ángel Nadal, un futbolista que –siendo yo un enamorado de los jugadores 'totales', los mejores en nada, los buenos en todo- me ha parecido siempre sensacional. Más a favor de aquel niño moreno, melenudo y con cara que no se sabía muy bien si era de travieso, de infinitamente bondadoso o de ambas cosas a la vez. Y serio, muy serio. Seriedad que no rompió ni siquiera su condición de abanderado del equipo español de Copa Davis 2000. Salía en las fotos mucho más concentrado que los jugadores. Para entonces ya sabía yo de su entrenador, y también tío, Toni Nadal, un curioso estoico, un humanista casi autodidacta y que contrastaba con las presuntuosas a veces y en otras ocasiones desmadradas poses de los entrenadores de Tenis. De la mayoría de los entrenadores de cualquier deporte en realidad.
Ya de sobra sabemos lo que ha venido después. Mosca cojonera por naturaleza, me he visto algún tiempo en blogs del deporte de la raqueta discutiendo con idiotas celosos del triunfo de cualquiera –más aún si es compatriota, que los latinos somos así de guerracivilistas-. Con mentes unineuronales que no saben disfrutar de Federer y de Rafa y de Nole Djokovic al mismo tiempo. De esa masa de cretinos idénticos a los que no saben deleitarse con el juego del Real Madrid sin odiar al Atlético o al Barcelona, que se alegran más de una derrota del Celta que de una victoria del Deportivo. Esos mentecatos que no pueden admitir que un niño que pesca a su lado, en una escollera balear, pueda ganar una y otra vez, y en cualquier tipo de cancha, al más que extraordinario Roger.
Tontos irremediables que riñen en los bares por dos equipos ajenos y que ni siquiera saben dónde queda el campo del equipo de su ciudad, y que suelen ser los mismos que pierden el tiempo comparando los números de Laver, Borg, Sampras, Federer y de Rafael, como si se pudieran comparar jugadores no coetáneos que compiten ante muy distintos rivales y bajo normas diferentes. Bocazas chancleteros que, en su gran mayoría, seguro que no son capaces de pasar a raquetazos una bola por encima de una red, siquiera de Ping-Pong. Ignorantes del deporte y de la vida que, no teniendo ya por dónde atacar al jugador, atacan a su entrenador, al formidable e imprescindible Tío Toni Nadal.
Aunque Rafa tiene un defecto –o no-, y es que miente mucho a la Prensa. Miente siempre o casi siempre. Dice vivir y jugar al margen de registros, de números, de retos históricos. Yo no me lo creo. Ya no puede seguir ocultando que va lanzado a recuperar el número uno y no me extrañaría que tuviera en mente redondear su palmarés con al menos dos victorias en cada uno de los cuatro Gran Slam. Y ganar alguna Copa Master. Si lo logra, y por mucho que los amargados de siempre lo cuestionarían, alcanzará un rango deportivo –no solamente tenístico- estratosférico, fuera de toda medida. Para muchos, en realidad, ya lo ha alcanzado. La gesta que está protagonizando, tras su gravísima lesión, sólo está al alcance de los deportistas que trascienden a leyendas.
Bueno, escribí que Rafael tiene un defecto. Tiene, en realidad, dos. Es tan grande, es tan emocionante, es tan inmenso, que –me consta- no soy el único que cuando está lesionado deja de ver tenis. Sean semanas o meses. Luto rotundo. Nos ha matado el placer de ver tenis y nos ha transformado en forofos. Me ha convertido, tras tantos años, en un pésimo seguidor del tenis.