Cayetana Álvarez de Toledo y Peralta-Ramos nació en Madrid el 15 de octubre de 1974, pero eso es casi una casualidad; podría haber nacido en Francia, de donde era su padre (ya fallecido), Jean Illán Álvarez de Toledo y Giraud, o en Buenos Aires, de donde es su madre, Patricia Peralta-Ramos Madero. Cayetana es la XV marquesa de Casa Fuerte, título que heredó de su padre y que fue creado por Felipe V a principios del siglo XVIII. De su madre Cayetana ha heredado dos cosas: un extraordinario parecido físico y el acento argentino que no ha perdido ni seguramente perderá jamás, como les pasa a los argentinos que viven en España aunque sea durante décadas; los españoles que viven en Argentina, sin embargo, adoptan el acento local rápidamente. En cualquier caso, Cayetana tiene tres nacionalidades: la francesa por su padre, la argentina por su madre y la española porque así lo decidió ella en 2007.
Pasó su primera infancia en Londres. Desde los siete años vivió en Buenos Aires, pero allí continuó con su educación en lengua inglesa además de la española: el exclusivo Northlands School, donde fue compañera de clase de Máxima Zorreguieta, futura reina de los Países Bajos. Volvió al Reino Unido para estudiar Historia Moderna en la universidad de Oxford. Allí se licenció y se doctoró con una tesis sobre un obispo español del siglo XVII (Juan de Palafox); la tesis la dirigió nada menos que sir John H. Elliot, uno de los mejores hispanistas vivos y premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales en 1996, por la época en que Cayetana estudiaba con él en el New College of St. Mary de la universidad oxoniense.
Quiere todo esto decir que Cayetana Álvarez de Toledo es cualquier cosa menos tonta o ignorante. Su preparación intelectual es extraordinaria, muy superior a la de la inmensa mayoría de los actuales miembros del Congreso de los Diputados. Su carácter es fuerte con áreas de fuerte marejada, por más que ella repita siempre que es tímida e insegura.
No lo es en absoluto. Su talante político, marcadamente conservador, quizá no podía ser de otro modo: su familia materna, tildada de “patricia”, apoyó la dictadura de Videla, como demuestra la trayectoria del periódico argentino (ya desaparecido) La Razón, que durante aquellos años dirigió Patricio Peralta Ramos, pariente de su madre y por tanto de la propia Cayetana. Su educación no fue precisamente progresista. Pero esta mujer, que admira a Margaret Thatcher, tiene el suficiente bagaje intelectual para pensar por su cuenta sin que le influyan circunstancias familiares o educacionales. Si es conservadora es porque quiere. Cuando le dijo a su maestro John Elliot –esto lo cuenta ella– que dejaba la historia para dedicarse al periodismo, el sabio le aseguró que daba un salto cualitativo… hacia abajo. Y cuando le dijo que se iba a dedicar a la política, Elliot le dijo que daba otro salto, pero todavía más hacia abajo.
Amigos, relaciones e influencias no le faltaron. Comenzó en el diario El Mundo, en la sección de Opinión y más tarde en la de Economía. Eso fue en 2000. Allí, casi recién llegada, fue editorialista, columnista y jefa de sección. Al año siguiente se casó con Joaquín Güell, con quien tendría dos hijas. Jiménez Losantos no tardó en ficharla para sus tertulias en la cadena Cope, que no se distinguían precisamente por su moderación ni su comedimiento. Cayetana llamaba la atención de mucha gente por su radicalismo, por su brillantez, por su contundencia expositiva, por sus arranques de carácter (esa flema británica que tiene episodios de carácter eruptivo, aunque muy rara vez alza la voz) y por un magnetismo personal que no le niega nadie.
El salto (hacia abajo, decía Elliot) a la política lo dio en 2006 y de nuevo por la puerta grande. Ángel Acebes, secretario general del PP, la nombró nada menos que jefa de su gabinete. Ahí se afilió al Partido Popular. Tuvo que adquirir la nacionalidad española (que aún no tenía, como hemos dicho) poco después, porque era necesaria para presentarse a las elecciones generales de 2008 como número 9 de la lista del PP por Madrid. Naturalmente, logró el escaño y lo mantuvo hasta 2015. Participó en numerosas comisiones, como es natural, y fue portavoz adjunta del grupo parlamentario de su partido.
Cayetana es ese tipo de persona que provoca devociones u odios, por lo común sin término medio. Los odios suelen importarle un pimiento, pero las traiciones y las deslealtades le hacen verdadero daño personal. El tumultuoso procès del secesionismo catalán sacó de ella una energía inaudita: la doctora en historia moderna por Oxford se sublevaba ante la perversión de la historia que hacía el separatismo, el adoctrinamiento escolar en el desprecio/odio a España y la descarada manipulación cotidiana de los medios informativos. Aquella española que llevaba muy pocos años siéndolo se convirtió en el azote de los disgregadores de su nación.
Pero en 2015, mediante un artículo de prensa, anunció que no se presentaría de nuevo a las elecciones generales. Puso al presidente de su partido, Mariano Rajoy, de vuelta entera, si no de vuelta y media. Le acusó de tibieza con el separatismo, de erosión de las instituciones públicas y, muy significativamente, de impedir la regeneración democrática dentro del partido. Cayetana ya era el alma de Libres e Iguales, una de las almenas contra el secesionismo catalán. Ya estaba en FAES, en la órbita de Aznar, como directora del Área Internacional. Allí conoció a Pablo Casado, quien, como tantos, quedó fascinado por aquella mujer espigada que sabía mucho más que él.
Y fue entonces, en enero de 2016, cuando Cayetana estalló de nuevo. Fue al ver la cabalgata de Reyes de Madrid. Su hija le dijo que el traje que llevaba el rey Gaspar “no era de verdad”. Aquel inolvidable tuit contra la entonces alcaldesa, “Jamás te lo perdonaré, Manuela Carmena. Jamás”, da la medida de su carácter. Cayetana es alguien capaz de explosionar de ira por el traje que lleva un rey mago. Y jura un odio eterno, anibalesco… que, como es natural, se apagó en poco tiempo: Cayetana volvió a su flema. Pero el estallido fue memorable y aquel vitriólico “jamás te lo perdonaré” pasó a formar parte del patrimonio humorístico de los españoles, que lo citan todavía hoy.
Cuando la célebre moción de censura del PSOE y sus aliados ocasionales derribó a Rajoy de la presidencia del Gobierno (2018), Cayetana clamó que seguía siendo militante del PP pero que había votado a Ciudadanos, y que propugnaba la fusión de los dos partidos. En ambos hubo bufidos de indignación hacia aquella chica que parecía no callarse ni debajo del agua.
En 2018 se divorció de Joaquín Güell. Sufrió por eso pero los antiguos cónyuges mantienen hoy una relación cordial y Güell asegura que está de acuerdo “con el 94% de lo que dice Cayetana”. Fue pocos meses después, en 2019, cuando Pablo Casado la convenció para que volviese a la primera línea política. Cayetana, paradigma del antiseparatismo, que no habla catalán, se presentó por la circunscripción de Barcelona y salió elegida con 155.000 votos, aunque fue la única diputada de su partido por esa provincia… y por toda Cataluña. Casado, que mantenía su fascinación por ella, la nombró nada menos que portavoz del PP en el Congreso.
Fue más temible que nunca. Más Thatcher que nunca. Más brillante que nunca. Y también más peligrosa que nunca, porque Cayetana daba por hecho que podía decir lo que quisiese y cuando quisiese. Desde la tribuna del Congreso llamó terrorista al padre del vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias. Quizá fue entonces cuando acuñó la palabra “teocracia” (que, como mínimo, tiene mucho ingenio) para referirse a la actitud del secretario general del PP, Teodoro (Teo) García Egea, en quien Casado había dejado, como le dijo a la propia Cayetana, el mando total del partido. “Teo” gobernaba el PP como lo han hecho y hacen todos los “número dos” de los partidos políticos, sean los que sean: con mano de hierro, sin tolerar indisciplinas ni salidas del camino marcado ni librepensamientos de ninguna clase.
Eso fue lo que no entendió, o no quiso entender, Cayetana. Reclamaba una libertad de acción y una “democracia interna” en el partido (mejor fuera decir en el Grupo Parlamentario) que no existía ni ha existido jamás, porque un partido político, no solo en España, es una formación cerrada en la que las disensiones se consienten abajo (puede haber primarias, enfrentamientos, competiciones, esas cosas) pero jamás arriba, donde todo es monolítico.
Así que Casado, en una larga y muy dolorosa conversación de varias horas que tuvo lugar en el amargo verano de 2020, con España acogotada por la pandemia, destituyó a Cayetana como portavoz del Grupo Popular en el Congreso y la sustituyó por Cuca Gamarra, que quizá no era tan deslumbrante pero que sí entendía y aceptaba quién mandaba en el partido.
Se lo pidieron, pero Cayetana no dejó el escaño ni el PP. La extrema derecha de Vox tentó a la diputada casi como el demonio tentó a Cristo en el desierto (“todo esto te daré si te pasas a nuestro grupo y admites que nos adoras”), pero Cayetana dijo que no. ¿Por qué? Porque, como explicó, Vox es un partido nacionalista y ella no lo es. Eso, en política, es un argumento tan sólido y creíble como que alguien dijese que no se pasa del cristianismo ortodoxo al catolicismo romano porque no le gusta el color de la sotana del Papa, pero para ella fue suficiente: no cierra la puerta, solo la entorna. La realidad es que ni en Vox ni en ningún otro partido tendría esta mujer acomodo fácil, porque está acostumbrada a hacer y decir lo que le da la gana. Y eso en los partidos, al menos en la parte de arriba, no se hace ni se perdona. Jamás, Cayetana. Jamás.
Lo que sí hizo la exportavoz fue ponerse a escribir. El libro, Políticamente indeseable, acaba de aparecer y ha sido, para el Partido Popular, algo parecido a lo que el volcán de Cumbre Vieja ha sido para la isla de La Palma: una catástrofe. El volumen es largo y sabrosísimo: Cayetana ha abierto ahí el frasco de las esencias y pone a sus compañeros de partido cual chupa de dómine. A todos. Sobre todo, como era de esperar, a “Teo”. Es un descarado y declarado ajuste de cuentas que ha tenido una inesperada virtud: lograr que el PP cierre filas como nunca en torno a sus siglas, a su estructura organizativa y desde luego a su mando. Todo el mundo, indignadísimo, ha pedido a Cayetana que deje el escaño y que se vaya a otro sitio, si lo encuentra. En el Congreso, prácticamente nadie del PP le dirige la palabra. Quieren perderla de vista. Que se marche.
Pero ella, una vez más, ha imitado a su admirada Thatcher y ha repetido la frase favorita de la británica: No. No. No.
Las reacciones del avestruz
El avestruz (strutio camelus) es un ave estrutioniforme de la familia de las estrutiónidas, sea eso lo que sea. Es grande (la mayor y más pesada de las aves del planeta) y, como sin duda saben ustedes, no vuela: es un pájaro corredor. Habita en el África subsahariana y oriental, y también en el sur del continente.
Muchas y muy variadas idioteces se han dicho, durante siglos, sobre el avestruz. Eso de que oculta la cabeza cuando hay peligro es una burda mentira, probablemente urdida por el grupo parlamentario de los leones o de los leopardos, que son sus depredadores teóricos… porque el avestruz es muy mal enemigo.
El avestruz tiene dos armas esenciales. Una es su velocidad, signo de una fortaleza interior como muy pocos bichos tienen. La otra, mucho más importante y eficaz, es una mala leche terrorífica. El avestruz, sobre todo el macho (de espectacular plumaje blanquinegro) pero también la hembra, van por la sabana, tranquilos, pausados, flemáticos, elegantes. Un ejemplo de equilibrio y moderación. Pero ay de quien se atreva a llevarle la contraria al avestruz; ay de quien invada su territorio, amenace su nido (o que eso le parezca a él) o trate de intimidarlo dudando de su derecho a hacer lo que le salga del hermoso plumaje. Eso jamás lo perdona. Jamás.
Entonces el avestruz echa a andar, primero con pasos cortitos y despaciosos; luego se arranca a correr (llega a los 70 kilómetros por hora, casi tanto como el león) y arrea al agresor, o supuesto agresor, unos picotazos y unas patadas terribles que, una de dos: o le ponen en fuga de inmediato o, a veces, acaban con él. Y si no lo matan, lo dejan malherido. Todo esto en medio de unos bramidos y bufidos espeluznantes. Y eso que el avestruz casi nunca grita.
Ha tenido que ser el ser humano quien doblegue al indomeñable avestruz. Se han creado granjas en las que estas aves se muestran mansas, obedientes e indolentes como pollos capones. Pero eso no sucede jamás en la naturaleza. El avestruz africano en libertad, ni esconde la cabeza ante nadie (más bien al revés), ni se acochina en tablas ante ningún procès, ni aguanta que le tosan o que le manden, ni –reconozcámoslo– es fácil de soportar.
Por eso es esencialmente un ave solitaria. A veces forma grupos, pero es un ave solitaria. Quizá a su pesar, cómo saberlo.