Inés Arrimadas García nació en Jerez de la Frontera (Cádiz) el 3 de julio de 1981, pero eso muy bien puede atribuirse al azar. Sus padres y sus cuatro abuelos son de Salamanca. Ha vivido durante casi once años en Barcelona, donde se casó (y donde había vivido su familia antes de que ella naciera), y habla catalán. Estudió en Sevilla. Y encima hizo el Erasmus en Niza. Quiérese decir con esto que Inés, sentimental como es, se siente y se reclama igualmente andaluza, salmantina, catalana, española y de donde sea menester, incluida Niza, lo cual explica los poderosos anticuerpos que tiene esta mujer contra todas las mutaciones del virus del nacionalismo.
En casa la llamaban Pitu, diminutivo de Pitufa, porque es la menor de cinco hermanos (tres chicos y dos chicas) hijos de Rufino Arrimadas e Inés García. El padre también salió inquieto: fue policía científico, abogado y, entre una cosa y otra, concejal de UCD en Jerez; Inés ha heredado de él su devoción por Adolfo Suárez. Inés comenzó a estudiar en el colegio Nuestra Señora del Pilar, en Jerez. Allí, entre otras cosas, hizo teatro, se enamoró de la arqueología, aprendió catalán (se lo enseñaba una compañera de clase) y se hizo culé, lo cual permite imaginar que los compañeros de clase, jerezanos casi todos, mirarían con cierta extrañeza a aquella chica tan despierta que hacía cosas tan raras y que no paraba quieta un segundo.
Inés, ya en Sevilla (otra de las ciudades a las que adora) estudió Derecho y Administración de Empresas. En Niza hizo el posgrado en Gestión Empresarial y Negocios Internacionales. Empezó a trabajar a los 24 años en la empresa privada: entre otras, en el grupo D’Aleph (consultoría empresarial), cuya sede está en Barcelona. Y allá que se fue a vivir, siempre volando, siempre deprisa.
En 2010 tuvo la ocurrencia de asistir a un acto público de un partido que empezaba a hacer algo de ruido, tampoco mucho, en Cataluña: Ciudadanos, partido de la Ciudadanía. Por allí andaban personajes tan distintos entre sí como Arcadi Espada o Miguel Durán, pero la cabeza visible era un muchacho atractivo que hablaba bien, Albert Rivera. Inés Arrimadas olvidó el frecuente consejo de su padre: “¡No te metas en política!”, y al año siguiente, después de la clamorosa victoria de la gente de Rivera en las elecciones autonómicas catalanas (tres escaños sobre 135), se inscribió en C’s, que por entonces ya andaba enredado en querellas con otra formación de masas, la UPyD de Rosa Díez. En 2012, Inés Arrimadas fue elegida diputada autonómica en Cataluña: C’s había pasado de tres a nueve escaños. Y se había llevado 275.000 votos. Ya había comenzado la pandemia emocional del procès en Cataluña y aquel partidito pequeño y juvenil llamaba la atención. La gente pensaba, básicamente, una cosa: los de Ciudadanos no eran nacionalistas ni tampoco de izquierdas, eran tirando a conservadores (aunque no lo decían), pero eran mucho más modernos y “asumibles” que el PP. Como es natural, los indepes les etiquetaron inmediatamente como extrema derecha. No era verdad, pero desde cuándo importa eso.
Arrimadas estaba demostrando su facilidad de palabra y su claridad de ideas en diversas tertulias televisivas, donde se fogueaba con bastante éxito. No tardaron (junio de 2015) en elegirla portavoz de su grupo en el parlamento catalán. Fue una buena idea que daría pronto su fruto. El partido, que ya no era tan pequeño, comenzaba a ser “exportado” fuera de Cataluña, y la figura de Arrimadas, joven brillante con unas infrecuentes dotes para la oratoria, no hacía más que crecer. En septiembre de ese año fue la candidata de C’s a la presidencia de la Generalitat. No ganó las elecciones, pero su “partidito” obtuvo nada menos que 25 escaños en la Cámara autonómica. Se convirtió en el primer partido de la oposición al Govern irredentista de los indepes, quienes empezaron a lamentar no haber puesto a esta jovenzuela todavía más verde de cuanto ya la habían puesto. La habían subestimado. Lo lamentarían pronto.
El gran momento político de Inés Arrimadas llegó en las tristes jornadas del 6 y 7 de septiembre de 2017, en el Parlamento autonómico de Cataluña. Los partidos independentistas transgredieron deliberadamente toda ley, toda norma democrática amparada en la Constitución que a ellos mismos les permitía estar allí, y rompieron el marco legal en dos jornadas maratonianas de debate surrealista: los diputados de los partidos constitucionalistas abandonaron varias veces la Cámara mientras los diputados indepes respondían entonando una y otra vez Els segadors y colgando esteladas y/o senyeras en los asientos del Parlament.
En aquellas jornadas casi buñuelescas brilló con tremenda luz la oratoria brillante, acerada, clarísima, que todo el mundo podía entender, de Inés Arrimadas, que fue sin duda la persona que con más esplendor verbal sacó los colores al independentismo y dejó en evidencia con toda nitidez sus contradicciones y sus añagazas. La “Pitu” demostró lo que valía. Y, una vez que el gobierno de España aplicó el artículo 155 de la Constitución y convocó elecciones en Cataluña tras la parodia de referéndum del 1 de octubre de 2017, Arrimadas consiguió lo impensable: ganar las elecciones. El 21 de diciembre de 2017 Ciudadanos obtuvo más escaños que nadie, 36. Y más de 1,1 millones de votos. Pero la alianza de los indepes le hurtó la presidencia de la Generalitat. Cataluña llevaba mucho tiempo partida en dos. Y los secesionistas lograron unos poquísimos escaños más.
La prensa solía decir, por entonces, que Inés Arrimadas era “la mejor obra” de Albert Rivera. Pronto se vería lo erróneo de esa afirmación. Arrimadas creía de verdad en que Ciudadanos podía convertirse en un gran partido de centro, constitucionalista, que facilitase la gobernación de unos partidos en unos sitios y de otros partidos en otros, como iba demostrando. Una formación que sumase y no restase. Pero el joven Rivera, líder indiscutido, cayó víctima del mareo del poder. Como Ícaro, olvidó la paciencia y quiso acercarse demasiado al sol, y demasiado deprisa. Embriagado por los resultados electorales tan seductores como los cantos de las sirenas, soñó con suplantar al PP como primer partido conservador en toda España, y no se le ocurrió mejor manera de conseguirlo que mostrarse muchísimo más ultraderechista que el propio partido tradicional de la derecha, el PP.
Eso contradecía todo lo que los ciudadanos habían visto, hasta entonces, de la formación naranja. Sus insultos al gobierno del socialista Pedro Sánchez fueron, en aquel tiempo, de escalofrío. Era lamentable oírle repetir una y otra vez, como un autómata, aquello de “la banda de Sánchez”, viniese a cuento o no, como si no se le ocurriese nada más, como si estuviese pronunciando una fórmula mágica a la que confiaba su salvación.
El resultado de esa ambición, que cabe calificar de estrictamente personal, fue devastador. En las elecciones generales de abril de 2019, Ciudadanos obtuvo casi 4,2 millones de votos en toda España, y 57 diputados. Pero en las segundas elecciones generales de ese año, celebradas siete meses después, Rivera (porque todo lo decidía Rivera, no había discusión en el partido) perdió casi tres millones de votos y se quedó con diez escaños. No se veía en España semejante hecatombe electoral desde el naufragio y hundimiento de UCD en 1982. La catástrofe fue de tales dimensiones que Albert Rivera tuvo que dimitir de todo y abandonar la política. Por su culpa, por su grandísima culpa.
¿Y a quién le tocó cargar con lo que aún quedaba del “sueño de una noche de verano” de Ciudadanos? El nombre era indiscutible: Inés Arrimadas. Fue elegida presidente del partido en marzo de 2020, en unas primarias que olían desde muy lejos a liquidación por derribo.
Pero la animosa “Pitu” no está habituada a perder. No es que no sepa: es que no tiene costumbre. Su trabajo en el último año, con diez exiguos diputados en el Congreso, ha sido tratar de recuperar las esencias del partido, malbaratadas por la ambición (“todo esto te daré si, postrándote ante mí, me adoras”, Mateo, 4: 9-19) de su primer líder. Le está costando sangre y desgarros internos terribles, como los de algunos líderes que “salieron del armario” ultraconservador en la última época de Rivera, la del hundimiento. Arrimadas se ha empeñado en viajar de un extremo a otro de la política y de la estrategia.
Ha apoyado al Gobierno socialista en trances difíciles, como el mantenimiento del estado de alarma sanitario. Se le ha puesto en contra (viaje a la otra punta del abanico político) en otras ocasiones, como los presupuestos, después de haber aleteado tanto para que le permitieran darles su apoyo, pero le cortó las alas el veto insecticida de Podemos. Va y viene. Va y viene. En realidad esa es la esencia primigenia de un partido de centro: elegir la opción que cree más saludable para los ciudadanos en vez de optar por la estrategia y el mero interés partidista, pero eso es difícil en un momento de polarización extrema en el que lo que impera es el “si no estás conmigo, estás contra mí”, y eso lo dicen ya todos.
Arrimadas se juega buena parte de su futuro en las elecciones catalanas de este mes. Ahora sí está actuando conforme a una estrategia elemental: la de conseguir que su partido sobreviva. Debe defenderse de los desprecios de la derecha tradicional (el PP, casi irrelevante ya en Cataluña), de los mordiscos de la extrema derecha emergente (Vox) y de la, hasta ahora, presuntamente irresistible recuperación de los socialistas catalanes gracias al “efecto Illa”. Todos esos esperan abrevar su sed electoral en el aparentemente derramado estanque de los votos que la última vez fueron de Ciudadanos. Y Arrimadas vuela de un sitio a otro, no hace otra cosa; dice en cada diferente lugar lo que cree que los distintos públicos esperan oír, se muestra en unas ocasiones de una forma y en otras de forma distinta. Está nerviosa.
Pero es muy probable que se equivoque quien crea que un desastre circunstancial en Cataluña puede acabar con la carrera política de Inés Arrimadas. Es demasiado inteligente y demasiado brillante como para dejarse acoquinar por un revés. Si cae, se levantará. No es la primera vez que lo hace. Esta mujer es de las que cruzan el Atlántico volando. Pero sin avión.
La mariposa monarca
La mariposa monarca (danaus plexippus), lepidóptero distrisio de la familia de las ninfálidas, subfamilia papilionácea, es seguramente la mariposa más conocida del mundo. Y eso se debe no solo a su espectacular apariencia, que desde luego la tiene, sino a sus increíbles hábitos migratorios. Está, diríase, en movimiento constante.
En otoño, las mariposas monarca que viven, por poner un ejemplo, en Canadá o en el riguroso estado de Wyoming (EE UU), emprenden un viaje de locos que las lleva hasta lugares políticamente mucho más cálidos, como el golfo de México. Eso son como 5.000 kilómetros. No hay insecto en el mundo que soporte un viaje como ese. Millones y millones de monarcas parten desde el gélido norte, donde viven muy bien, y se trasladan al sur tropical, al que se adaptan perfectamente. Están allí una temporadita… ¡y luego vuelven!
Claro está que no son las mismas. El terrible trayecto lo hacen varias generaciones de mariposas, que van naciendo y muriendo (transformándose en otras) desde que salen hasta que llegan. Es decir, que las mariposas cambian durante el tremendo trasiego, como quizá no podía ser de otra manera porque su objetivo esencial es la supervivencia.
Pero es cierto que hay, cada cierto tiempo, una “supergeneración” de mariposas monarca que aguantan lo que les echen y que sí se hacen miles de kilómetros, ideológicos o no, desde una punta a otra del continente. O de los continentes, porque las hay que le echan un valor inaudito y cruzan el Atlántico. Se han visto mariposas monarca, bien es cierto que algo fatigadas, en Canarias, en Málaga y en Cádiz. No se sabe si en el Parlamento catalán. No se sabe tampoco si en el Congreso de los Diputados, pero los expertos y los analistas y los entomólogos siguen investigando. Denodadamente.
Una de las razones de la asombrosa supervivencia de la mariposa monarca es que sus vivos colores advierten a los depredadores de su toxicidad: es mejor no hincarles el diente porque te envenenas. Y es que la mariposa monarca es de color… ¡naranja! ¿No es maravilloso?