En un discurso de poco más de dos minutos, Jesús Quintero hablaba sin tapujos sobre lo que le parecía una gran catástrofe: el culto a la ignorancia. Tuvo la audacia de proclamar ante las cámaras que antes la incultura se vivía como algo vergonzoso, pero ahora incluso se alardea de ello.
Se expresaba en un lenguaje claro y sencillo, sin miramientos ni eufemismos: “Nunca como ahora la gente había presumido de no haberse leído un puto libro en su jodida vida”. Quizás este lenguaje parezca tosco y lo es en efecto, pero pudiera ser el más apropiado para reflejar la sórdida realidad que con tanta convicción y tristeza enjuiciaba Quintero.
Nos decía que siempre ha habido analfabetos, pero los de hoy son los peores porque en la mayor parte de los casos sí han tenido acceso a la educación, a aprender a leer o a escribir, pero sencillamente, no ejercen y no les importa nada que huela siquiera remotamente a cultura.
La culpable minoría de edad
Sostenía Kant que había una culpable minoría de edad: la de quien pudiendo estar emancipado, se somete voluntariamente a la esclavitud. Y a Quintero, como un Diógenes moderno, no le temblaba el pulso a la hora de llamar al pan, pan, y al vino, vino, pese a quien pese y ofenda a quien ofenda.
Los analfabetos funcionales de hoy podrían cultivarse, se dan en muchos casos las condiciones para ello, pero escogen la cómoda vía de la inercia y el conformismo más vergonzante. Y decir algo así es un acto de valentía y audacia, algo que los antiguos griegos llamaban parresía. Si Diógenes se enfrentó a Alejandro Magno, Quintero hizo lo propio con la implacable opinión pública.
Desde luego no era el suyo un estilo populista que agradase a las masas mediante la adulación sibilina. Era más bien como el amigo descrito por Plutarco: aquél que nos critica de frente para mejorarnos, en lugar de halagarnos en público para asaetearnos a nuestra espalda.
La filípica de Quintero es positiva en el sentido de que trata de aguijonear el sentido crítico de quienes se dejan llevar y caen en las garras de la banalidad y los adoctrinamientos más torticeros. Es una defensa a ultranza de la Cultura y de la Humanidad menospreciadas por la estulticia generalizada.
La nueva mayoría
Para Quintero, el Mercado y los medios cuidan de esta nueva mayoría: difunden diversión y distracciones permanentes, ignorancias diseñadas para las gentes que rehúyen por costumbre o convicción el pensamiento y la reflexión. Como un regalo envenenado, lo superficial, lo frívolo, lo más elemental y primario alimentan la falta de gusto y el morbo. Y la cultura perece al mismo tiempo que emergen los radicalismos más atávicos y los odios más acerbos. ¿Acaso debería extrañarnos que proliferen los extremismos?
Los clichés y los estereotipos campan a sus anchas para colonizar las mentes acostumbradas a reafirmarse en sus estrechas y herméticas creencias. Todo fácil, todo simple y sin matices, un mundo poblado de tópicos para contentar la pereza mental. Escribió Voltaire en la decimoquinta de sus Cartas filosóficas: “Hay que desconfiar de lo que se cree comprender demasiado fácilmente tanto como de las cosas que no se entienden”.
Diversiones estériles
Parece como si tuviésemos que divertirnos hasta morir, pero lo único que podría atraer nuestra atención serían, para Quintero, “los crímenes más horrendos” o “los más sucios trapos de portera”. ¿No podrían interesarnos también las obras culturales que tratan en profundidad los grandes problemas que a todos nos conciernen? ¿O historias sencillas que nos conmueven por su humanidad, sin más alardes ni pretensiones?
Berltolt Brecht solía decir que la diversión no estaba reñida con la profundidad. ¡Qué divertidas eran las entrevistas de Quintero, y al mismo tiempo antológicas y enriquecedoras! Como aquélla en la que Eduardo Galeano le decía que la época más loca de la historia de la Humanidad es la actual.
La banalidad del espectáculo
Podría parecer la suya una crítica elitista a los gustos populares, como ya hiciera José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas: ¿se ha impuesto el derecho a la vulgaridad como un mandato? O Mario Vargas Llosa, para quien el “facilismo” de la civilización del espectáculo genera “una cultura que propicia el menor esfuerzo intelectual, no preocuparse ni angustiarse ni, en última instancia, pensar, y más bien abandonarse” a una actitud inerte y pasiva.
En realidad, el culto a la ignorancia nos abisma en un torbellino de frivolidades e imágenes fugaces, tal y como planteaba Guy Debord en La sociedad del espectáculo: la vida parece ser una mera acumulación de poses y trivialidades, y cada cual convierte su vida en su propio escaparate para venderse al mejor postor en el mercado de la atención. Y vende más quien es más sensacionalista y hace pensar menos.
“Un poquito más de profundidad”
José Ingenieros observaba en El hombre mediocre en 1913: “Vivir es aprender, para ignorar menos; es amar, para vincularnos a una parte mayor de humanidad; es admirar, para compartir las excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esfuerzo por mejorarse, un incesante afán de elevación hacia ideales definidos”.
Lo que añoraba Quintero con su deje andaluz, su parsimonia y su temple cultivado era, sencillamente, un poquito más de profundidad. Esa amplitud de miras de quien no es enemigo de la cultura y se esfuerza por ser un poco menos ignorante y más conocedor de su mundo. Para sentir y para pensar, para no dejarse llevar por las consignas maniqueas del momento, ni por las modas quiméricas de usar y tirar. O algo más simple: para que esa nueva clase dominante, la de quienes hacen de la ignorancia su seña de identidad, no acabe siempre siendo la clase dominada precisamente a causa de su incultura y falta de sentido crítico.
Y para terminar, lamentaba Quintero: “Y así nos va a quienes no nos conformamos con tan poco”. Porque el conformista es un derrotado en la lucha de la vida, como un mineral que se deja esculpir por los vientos dominantes tras años y años de larguísima pasividad. Pero si nos conformamos con tan poco…
“Un poquito más de profundidad”.
Antonio Fernández Vicente, Profesor de Teoría de la Comunicación, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.