Aires lorquianos con siluetas de guardias civiles en el estruendoso debut de Jordi Turull como portavoz del Gobierno catalán. "No iba a permitir que la Guardia Civil se paseara por el Pati dels Torongers". O sea, de los Naranjos, piedra angular del Palacio de la Generalitat. Entre la trampa y la épica. Aún se hacen cábalas en el Govern sobre lo que en verdad ocurrió en esas horas en las que media docena de guardias, algunos embozados, intentó adentrarse en el histórico edificio para solicitar un material del 'caso tres por ciento' requerido por el juez. "Esa demanda judicial no se podía convertir en un espectáculo o una humillación", declaró Turull. Dramatismo e histrionismo, esa es la materia con que salazona sus intervenciones.
Quizás esperaban a los picoletos ataviados con su uniforme, verde que te quiero verde. Y, a ser posible, con el tricornio acharolado. En lugar de un trance judicial habría sido un golpe de mano del Estado opresor contra uno de los símbolos de Cataluña. No hubo tal. Dejaron a los guardias, eso sí, en las cocheras. "Es una sede muy noble, no iba a permitir que se les viera campando por el Patio en la sala gótica". Con semejante vodevil quiso ganarse los galones de héroe.
¿Quién compra las urnas?
Jordi Turull es el chico de los recados de Artur Mas quien, a su vez, era el chico de los recados de Jordi Pujol. Turull accedió a la conselleria de Presidencia tras la limpia de tibios e indecisos ejecutada por el presidente Puigdemont en su Gobierno. Nadie, ni siquiera el propio Turull, pensaba que llegaría tan alto. Consejero de primera y portavoz del Govern. Un portavoz que nada puede comunicar ya que Junqueras impuso la ley del silencio en los pasos previos a la celebración del referéndum. En su estreno público como 'portavoz sin apenas voz', como le llaman sus compañeros, Turull tenía que anunciar la activación del proceso de compra de las famosas urnas. Nada dijo. Se refirió en una docena de ocasiones al 'itinerario' de la adquisición (nadie entendía qué era eso) y concluyó que ya se ofrecerán los detalles cuando corresponda. "De lo que no se puede hablar, mejor callar", diría Wittgenstein.
Como buena parte de los nacionalistas de su generación, Turull echó los dientes en Convergencia, pasó al PdeCat, tras la voladura del partido de Pujol, y su alma transmigró a ERC.
Independentista furibundo, talibán del secesionismo, en cerrada disputa por el título con el conseller de Interior, Joaquim Forn, se creyó la historia de la 'patria catalana' con la que su fundador -defraudador luego al Fisco- cinceló las conciencias de miles de catalanes por espacio de dos décadas. "Este es el paso más importante para Cataluña de los últimos trescientos años", ha dicho sobre el referéndum. Su estilo es la hipérbole.
Los nacionalistas son felices porque carecen de dudas. Es lo que da el no pensar. A sus 50 años, Turull jamás ha trabajado fuera de la política. Ha mamado siempre de la nómina pública. Empezó en las juventudes del partido, fue saltando de concejal de su pueblo a un despacho en la Diputación y de ahí al Parlament y a la cúspide de Convergencia. Reconviene a los periodistas incómodos, hostiga a los militantes anómalos y se le incendia el mensaje cuando habla del 'procés'. Quiere ser irónico ("terminarán querellándose contra los tes millones que vayan a votar") e incurre en el tremendismo: "EL TC y el fiscal son la versión moderna de todos al suelo". Un vocero idóneo para la fase más turbulenta del camino a la independencia.
El letrado mayor del Parlamento catalán acaba de sentenciar que la consulta es ilegal. Cristóbal Montoro se dispone a afilar el lápiz para escrutar los gastos de la Generalitat, bajo la amenaza de cortar el grifo de la sopaboba del FLA. El CIS catalán ratifica que el separatismo se está quedando en los huesos. Un horizonte oscuro.
Tras la severa advertencia de Moncloa sobre los dineros destinados al referéndum, Puigdemont necesita a un tipo como Trull para arengar a las masas despistadas, para despertar a los espíritus más melifluos o fatigados. Su predecesora en el cargo, Neus Munté, resultaba demasiado fría y razonable. Son momentos de grandes palabras, frases lapidarias y eslóganes vibrantes. Turull es un especialista. Vive, como el diputado republicano Rufián, abrazado a la enormidad. Está dispuesto a sucumbir por la causa. Al cabo, no tiene otro sitio adonde ir.