Ojeo la prensa estos días y percibo el verano en todos los titulares. Pocas líneas despiertan mi interés, más allá de un calor tan excepcional como asesino, de unos fuegos hambrientos de hierba olvidada y del varapalo del Supremo a dos socialistas que lo fueron todo en el partido y en Andalucía. Lo cierto es que echo en falta otras noticias que no por no estar, han dejado de ocurrir. ¿Acaso no hay problemas de salud mental en el periodo vacacional? ¿Es ahí afuera todo felicidad como intentan vendernos las redes sociales? Permitidme que lo dude, sobre todo, porque en un día cualquiera, como puede ser hoy, sábado, entre 600 y 700 personas habrán marcado en su móvil el 0, el 2 y el 4. El 024. El teléfono de atención a la conducta suicida. Lo puso en marcha Sanidad allá por el nueve de mayo, hace tres meses y, desde entonces, no ha dejado de sonar. Es gratuito, confidencial. No deja rastro y no hiere, más bien, ayuda. Sólo en las primeras 24 horas, recibió mil llamadas. Algunas, de casos de alto riesgo; la mayoría, de personas que buscaban confiar sus temores a unos oídos anónimos.
Qué importante la escucha para detectar a tiempo y tratar de aplacar una curva que no hace más que subir desde la maldita pandemia. Cada día, en nuestro país, once personas se quitan la vida y 220 lo intentan. 2020 fue el año con más suicidios en España: 3.941, un 7,4% más que el año anterior. Es, ahora mismo, la principal causa de muerte no natural y, a pesar de todos estos datos difíciles de digerir, de los nombres que hay detrás de las cifras, el suicidio sigue siendo un tabú. Durante muchos años, ni siquiera ha existido en los medios, “para que no haya efecto contagio” me dijo, una vez, un jefe en televisión cuando le pregunté el porqué del silencio en torno a un asunto tan preocupante y letal.
“Si tienes un cáncer eres una persona valiente que lucha contra la enfermedad, pero una persona deprimida es una persona con la que nadie quiere estar”. Cuántas veces y de cuántas formas lanzó Verónica Forqué señales de humo. Pero, nadie las vio o nadie las quiso ver. Ni siquiera cuando, poco antes de ponerle a su historia un punto y final, dejó un exitoso programa de cocina repitiendo, una y otra vez, que su cuerpo no podía más. Hasta que dijo basta.
Cuántas familias vivirán para siempre con el sentimiento de culpa por no haber hecho más, por no haber visto la herida sangrante en las entrañas del enfermo o enferma
Son fundamentalmente mujeres, jóvenes y profesores los que han llamado, hasta ahora, al 024. Profesores, sí, en busca de pautas, de claves, para detectar posibles comportamientos suicidas de sus alumnos. Porque este teléfono no es sólo para las víctimas, es también para su entorno. Cuántas familias vivirán para siempre con el sentimiento de culpa por no haber hecho más, por no haber visto la herida sangrante en las entrañas del enfermo o enferma. Porque no es fácil verla, cuando la hemorragia es interna, cuando no salpica, cuando sólo gotea en un cuerpo que se va consumiendo incapaz de frenar el sufrimiento. “Perdonen el dolor, pero piensen lo que ha sido el mío hasta ahora”. Es la nota suicida que escribe una de las protagonistas del libro de Rafaela Lahore que leí hace unos meses y de la que parte la historia de una madre infeliz y de una hija condicionada por esa infelicidad. Debimos ser felices, se titula. Pero, ¿cómo serlo cuando se vive con la indeseable compañía de la depresión? El periodista gallego Anxo Lugilde describe perfectamente en La vieja compañera el desgarro que provoca esta convivencia: “Me has causado un sufrimiento atroz y, además, incomprendido por muchísima gente. Ahí reside buena parte de tu macabra magia. Eres el bicho invisible (…) Tu vocación final es exterminadora, como una asesina perfecta que conduce al suicidio”.
Sentí, al leerlo, la sacudida intensa de un latigazo y la siento ahora también cuando escribo estas líneas. Hacía muchos años que no coincidíamos, pero estaba
Un sábado lluvioso de hace unos meses, un mensaje, en un chat de grupo, a la una y pico de la tarde, me puso frente a esta realidad cruel que jamás pensé vivir de cerca. Una nunca imagina que alguien próximo sea capaz de marcharse así, de pronto. “Acaba de llamarme un amigo para comunicarme que ha fallecido R. (…) Estaba muy deprimido y no ha podido más”. Sentí, al leerlo, la sacudida intensa de un latigazo y la siento ahora también cuando escribo estas líneas. Hacía muchos años que no coincidíamos, pero estaba. Todavía le veo pegado a su cigarrillo en aquellos pasillos de Noticias Cuatro cuando fumar era cosa de interior. Aporreando el teclado del ordenador en mitad de esa redacción enmoquetada. Cogiendo un teléfono y jugando con el cable ondulado mientras trataba de arañar alguna información. Con una copa en la mano y una carcajada tan pesada en la boca que hasta echaba sus rizos castaños hacia atrás. Eran tiempos de bonanza, aquellos. No sé qué paso desde entonces hasta que se fue y me apena no haberlo sabido porque tenía toda la vida para comérsela a bocados con aquella dentadura que lucía siempre que podía.
Hay sonrisas que sirven de perfecto disfraz para enmascarar una tristeza tan vasta como el cielo azul de finales de julio. Es verano y parece que todo invita a la felicidad, pero a menudo me pregunto qué se esconde realmente tras los rostros amables con los que me cruzo cada día.
Yorick
Rediós, tremenda vena poética. «fuegos hambrientos de hierba olvidada...», «herida sangrante en las entrañas», «un sábado lluvioso», «una tristeza tan vasta como el cielo azul de finales de julio»... O quizá no sea vena, sino maligna variz. Que el Covid quita el olfato y uno acaba por no distinguir la poesía de la cursilada.