Opinión

192 sueños sin tejer

Me gustaría arrancar este texto emulando el comienzo de la pequeña joya literaria escrita por Patti Smith que lleva por título Tejiendo sueños y que dice así: “En 1991 vivía con mi marido y mis dos hijos en las afueras de D

  • Imagen de uno de los trenes en la que se observan los destrozos producidos por dos bombas -

Me gustaría arrancar este texto emulando el comienzo de la pequeña joya literaria escrita por Patti Smith que lleva por título Tejiendo sueños y que dice así: “En 1991 vivía con mi marido y mis dos hijos en las afueras de Detroit, en una vieja casa de piedra situada junto a un canal que vertía sus aguas en el lago Saint Clair”.

Yo en 2004 vivía con mi madre y mis hermanos en Durango, en una casa familiar de fachada blanca y contraventanas verdes situada a la izquierda de una carretera que se elevaba hasta perderse entre las almas de un cementerio. Era estudiante de último curso de Comunicación Audiovisual en la Universidad del País Vasco y tenía entonces el mundo a mis pies. O eso creía yo al menos.

De aquella mañana del once de marzo en la que los yihadistas cometieron su mayor y más terrorífico ataque contra nuestro país, recuerdo que me encontraba en clase en la facultad. Ahora no alcanzo a descifrar cuál era la asignatura en cuestión, ni quién el profesor al mando, pero -es curioso- porque sí que tengo presentes los intensos rayos de luz que se colaban por las ventanas de aquella aula llena de alumnos. Eran como flashes primaverales disparados para capturar lo que aún quedaba del invierno. También recuerdo cómo el maestro -porque sé que era hombre, aunque no quién- interrumpió su discurso para dirigirse a nosotros y decir algo así como que “ETA había atentado en Madrid”. Eso fue todo. A eso se redujo todo.

Por aquellos tiempos no había alertas en los móviles, ni un hilo directo con la realidad a través de las tecnologías. Y por aquellos tiempos, en ese campus acostumbrado a las amenazas de bomba y en esa tierra con tantos amaneceres teñidos de sangre, esa información se deslizó en la sala como las gotas de lluvia resbalan por el cristal de una casa acostumbrada a la humedad, sin alterar prácticamente a nadie. Puede sonar duro y lo cierto es que me enfada y me aterra mi escasa memoria, pero no conservo muchos más retales de aquellas bombas que de un plumazo segaron la vida de 192 personas como el agricultor que antaño cortaba un campo de hierba de un solo movimiento con la guadaña.

Al dolor, al drama se sumó el engaño y hay sumas que son imposibles hasta para el más ávido matemático, ni qué decir tiene para quien se ha dejado mucho más que un número en esa operación.

Y lo peor de todo es que, veinte años después de aquella masacre perpetrada por Al-Qaeda que dejó, además, miles de heridos y que paralizó al país, al mundo… Ya sólo queda espacio en el recuerdo para la otra palabra que acompañó durante días y semanas a esta barbarie: la palabra mentira. Porque al dolor, al drama se sumó el engaño y hay sumas que son imposibles hasta para el más ávido matemático, ni qué decir tiene para quien se ha dejado mucho más que un número en esa operación.

El caso es que, aquella mañana -sin quererlo ni pretenderlo, sin buscarlo- recibí la lección más importante que una periodista pueda recibir jamás. No me la dio el profesor más curtido, ni el más longevo profesional. Fue la propia noticia, la propia tragedia quien me enseñó que siempre debemos contrastar nuestras fuentes incluso cuando quien nos proporcione la información directamente sea el mismísimo presidente del Gobierno de nuestro país.

Ha pasado el tiempo desde aquel once de marzo. Demasiado, para los que lo vivimos de lejos, muy poco -intuyo- para los que lo sufrieron y lo siguen sufriendo de cerca. Y todavía hoy seguimos conociendo nuevos detalles de lo que se cocinó en los despachos; de las llamadas que se recibieron antes de encenderse los focos en los platós de televisión, los micrófonos en las ondas; de lo que se sabía y no se comunicó; de lo que no se hizo y sí que se anunció. Sin embargo, poco más hemos conocido de las víctimas, de sus familias, de los sueños que se quedaron entonces sin tejer, con los hilos rotos.

He pensado mucho en ese día, esta semana, mientras leía a Patti Smith. “Una nube tapó la luna. Resplandor negro. Como un recién nacido que aún no ve, busqué a tientas mi diario y me quedé ahí tumbada con él en las manos, esperando que la luna apareciera de nuevo y proyectará algo de luz”.

Con ella cierro esta columna. Yo también esperando a que la luna se ilumine en esta noche oscura, en este aniversario atroz.

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