Recuerdan los más veteranos del lugar que, en mayo de 2007, se inauguró la estación de metro de la terminal 4 del Aeropuerto de Barajas. Sucedió con el PSOE en el Gobierno de la nación y el PP en el de la Comunidad y el Ayuntamiento de Madrid. No suelen acabar bien las cenas en las que comparten mantel los Montesco y los Capuleto. En esos casos, es aconsejable utilizar cubiertos de plástico y detector de metales. También poner sobre aviso al juez de guardia.
Cuentan que por aquel entonces volaron cuchillos entre el Ejecutivo de la presidenta autonómica, Esperanza Aguirre, y el Ministerio de Fomento de Magdalena Álvarez. Los proyectiles recorrieron de punta a punta el aeródromo madrileño por una cuestión: los intereses de los partidos están siempre por encima del bien común. Porque ya se sabe que lo importante a la hora de inaugurar una infraestructura no es el beneficio que pueda generar en el ciudadano. Lo fundamental es la foto, el mérito y que alguien grabe tu nombre en una placa. La posteridad es lo mínimo a lo que puede aspirar la gente de bien.
En aquellos días -apuntan fuentes bien informadas-, la situación llegó a tal extremo que prácticamente hizo falta enviar un requerimiento al Consejo de Seguridad de la ONU ante la batalla que se desató tras situar una bandera de la Comunidad de Madrid en un lugar que AENA consideró imprudente. También dicen que Aguirre afirmó durante la inauguración, en referencia al Ejecutivo: "Algunos no pueden hacerse fotos en obras porque no han hecho ninguna". En respuesta, alguien del PSOE la respondió: "El metro llega a la estación por una vía, que es mía".
Podría pensarse que el paso de los años ha provocado sobre la democracia un efecto similar al del vino que evoluciona en la barrica, pero no ha sido así, pues el aire viciado de la política española se coló en la cuba e hizo que el caldo se pudriera. Por eso, el país se ha bebido esta crisis con sabor avinagrado, pues antes que el último microbio que ha exportado China llegara a España, ya actuaban por aquí otros patógenos altamente peligrosos. Uno de ellos es el del oportunismo.
Quizá para querer arrojar un poco de maquillaje sobre lo ocurrido en los geriátricos, desde las filas populares han emprendido una campaña para denunciar la gestión del Gobierno sobre el Aeropuerto de Barajas
Resulta patético observar la falta de escrúpulos que han demostrado durante las últimas semanas las diferentes administraciones públicas a la hora de referirse a las residencias de ancianos, donde, conviene recordar, han fallecido casi 20.000 personas como consecuencia del coronavirus. En muchos casos, tras haberles sido negada la atención sanitaria. Sería impresentable olvidar que miles de ciudadanos se han ahogado en una cama solos y sin los elementos necesarios para considerar que su muerte fue digna. No son pocos, pues, por compararlo con otra tragedia nacional, en la Batalla del Ebro perecieron menos de 17.000 combatientes. Contar de uno en uno, hasta 20.000, da una idea de lo ocurrido.
La realidad es que una parte de los geriátricos son concertados y, por tanto, son las autonomías las que tienen competencias al respecto. Pero no es menos cierto que el Gobierno asumió el mando único de la gestión de la pandemia el pasado marzo. Desde la izquierda, han intentado desgastar a Isabel Díaz-Ayuso con la utilización de las residencias de ancianos como arma arrojadiza. Desde el PP, han atribuido el desastre a la mala gestión del Ejecutivo de Pedro Sánchez y han señalado a Pablo Iglesias como vicepresidente de Asuntos Sociales. Total, que aquí la culpa no es de nadie y los muertos...pues que cada familia se apañe con lo suyo.
La batalla de Barajas
Quizá para querer arrojar un poco de maquillaje sobre lo ocurrido en los geriátricos, desde las filas populares han emprendido una campaña para denunciar la gestión del Gobierno sobre el Aeropuerto de Barajas. Porque, efectivamente, pese a que la pandemia ha alcanzado estos días su pico a nivel mundial, se ha optado por permitir la llegada a España de turistas con un razonamiento que no admite mucha discursión: dado que el sol y la playa son una de las bases de la economía española, es mejor abrir las fronteras que agravar la crisis. En otras palabras: mejor exponerse a la neumonía que al hambre.
En este contexto, el ministro de Fomento, José Luis Ábalos, acudió esta semana al aeródromo madrileño para asegurar que los controles que se establecerán en España son los acordados en el seno de la Unión Europea, y nunca menores que en el resto de los países. La argumentación del ministro del Delcygate cae por su propio peso con una simple pregunta: ¿cómo detectar a los enfermos asintomáticos en las fronteras? Evidentemente, no se puede, pero reitero: se ha preferido exponerse a una neumonía bilateral que al hambre. Por eso, su discurso es impostado.
Díaz Ayuso envió hace unos días una carta a Pedro Sánchez en la que reclamaba que los turistas procedentes de zonas de riesgo tuvieran que someterse previamente a una prueba PCR para descartar que tuvieran coronavirus. La medida tiene lógica, pero convendría acompañarla de una pregunta: ¿la presidenta la propone por convencimiento o por oportunismo? Si se tiene en cuenta que su Gobierno ha presionado en varias ocasiones al de Sánchez durante la desescalada para acelerar la vuelta a la normalidad de la Comunidad de Madrid, no cuesta especialmente salir de dudas.
El dilema es gigantesco y no tiene fácil solución. De hecho, ni siquiera se le puede dar una respuesta idónea, pues el cierre y la apertura del país pueden conducir al mismo camino, que es el de la ruina.
La cosa va más allá, pues el presidente de la Región de Murcia, Fernando López Miras, la emprendió hace unos días contra la falta de controles en Barajas. Lo hizo para que nadie le señalara por el brote que se ha desatado en su autonomía tras la llegada de tres personas que aterrizaron en Madrid. Evidentemente, estos mensajes, vistos desde el extranjero, no serán especialmente beneficiosos para la economía madrileña. Y ojo, López Miras seguramente tenga razón en que es una temeridad abrir las fronteras de esta forma. Pero se plantean varias preguntas: ¿Cuál es la solución que propone? ¿De verdad piensa que se puede mantener el turismo obligando a los visitantes a venir acompañados de un test PCR? ¿Estamos dispuestos a sacrificar el dinero del turismo por la salud? Es decir, ¿a agravar la crisis a costa de ganar tiempo antes de que aparezcan vacunas o tratamientos?
Desde luego, el dilema es gigantesco y no tiene fácil solución. De hecho, ni siquiera se le puede dar una respuesta idónea, pues el cierre y la apertura del país pueden conducir al mismo camino, que es el de la ruina. En este contexto, el histrionismo y el oportunismo político sobran, pero las diferentes administraciones lo han utilizado en cantidades indecentes. Así funciona España y así se encuentra el país, embarrado por sus propios fallos y ahogado en su propio rencor y mediocridad. Son miles los ciudadanos que han muerto y otros cientos de miles los que verán volar hacia territorios inalcanzables sus proyectos de futuro. En esta situación, se exigiría altura política, pero no la hay. Aquí no se trata de buscar la equidistancia: es que, sencillamente, resulta imposible significarse ante tal nivel de desfachatez.
Que sigan imprimiéndose las camisetas de Fernando Simón. Que, total, todo esto que ocurre es jauja.