Opinión

La guerra de las estatuas

En un adanismo pavoroso, quienes derriban estatuas creen que la historia empieza con ellos y se consideran la expresión más depurada de la especie

  • Una imagen de la estatua de Cervantes bandalizada en California.

En Estados Unidos se ha destapado la caja de los truenos con el derribo sistemático de monumentos históricos. Es el giro final de unos acontecimientos que comenzaron hace justo un mes cuando un policía local de Minneapolis arrestó a un ciudadano negro llamado George Floyd con resultado de muerte para este último. Poco después se convocaron protestas por el abuso, primero en Minneapolis y después en todo el país. A primeros de junio hubo incluso manifestaciones antirracistas en las capitales europeas pero no fueron muy numerosas, con la excepción quizá del Reino Unido, donde se mantuvieron durante varios días y no sólo en Londres, también se produjeron en ciudades más pequeñas como Manchester o Bristol.

En Estados Unidos las protestas pronto derivaron en saqueos, algo que ocurre de vez en cuando en aquel país si la situación en la calle se desmadra. A renglón seguido de los saqueos los manifestantes más radicales la emprendieron contra algunas estatuas con el argumento de que homenajeaban a personajes históricos que, en vida, habían sido racistas, esclavistas o colonialistas. Conforme ha ido avanzando el mes de junio la cosa ha ido a más. La semana pasada en Portland, la mayor ciudad de Oregón, los manifestantes derribaron las estatuas de Thomas Jefferson y George Washington, dos de los padres fundadores de Estados Unidos. El primero fue el autor de la declaración de independencia, el segundo el héroe de la guerra contra Inglaterra amén de primer presidente del país. En la costa opuesta, en Washington DC, justo enfrente de la Casa Blanca, una turba trató de derribar la estatua ecuestre de Andrew Jackson, presidente entre 1829 y 1837 y celebrado entre sus compatriotas por haber defendido con éxito Nueva Orleans de la invasión inglesa de 1815.

Los que sí consiguieron salirse con la suya fueron los que derribaron la estatua de Ulysses S. Grant en San Francisco. Grant fue también presidente, pero por lo que más se le recuerda es por haber capitaneado los ejércitos de la Unión durante la guerra civil estadounidense. Grant no era esclavista, todo lo contrario. Como presidente luchó para garantizar los derechos de los antiguos esclavos del sur y en la guerra abogó por la incorporación en el ejército unionista de regimientos formados por negros.

El despropósito de los vengadores de las estatuas está alcanzando como vemos unos niveles sonrojantes de incultura rayana en el analfabetismo

En San Francisco la furia iconoclasta no se detuvo ahí. La estatua de un franciscano español del siglo XVIII llamado Junípero Serra, cayó después de que le atasen una soga al cuello. Serra fundó varias misiones durante la conquista española de California en tiempos de Carlos III y, si por algo se distinguió en vida, fue por defender los derechos de los indígenas. Serra nunca regresó a España, murió en la misión San Carlos Borromeo de Monterrey después de batallar con el gobernador de California para que se respetase a la población local y no se la sometiese a los colonos llegados desde Nueva España. Pero con Serra a quien, a fin de cuentas, se puede acusar de colonialista, no bastó. Los manifestantes vandalizaron también el monumento a Miguel de Cervantes que hay en el parque Golden Gate. Cervantes jamás pisó América, si lo hizo en cambio con África, pero en condición de esclavo. En 1575 cuando volvía a España desde Nápoles una flota berberisca apresó la galera en la que viajaba y fue vendido como esclavo en Argel.

El despropósito de los vengadores de las estatuas está alcanzando como vemos unos niveles sonrojantes de incultura rayana en el analfabetismo. Después de lo de Cervantes, podría decirse que hoy en Estados Unidos ninguna escultura con rasgos europeos expuesta en la vía pública está libre de ser vandalizada, derribada u objeto de ultraje. Las estatuas no son personas, pero representan a personas. Quien la emprende con las efigies no tarda mucho en continuar con las versiones de carne y hueso. En tiempos de la inquisición cuando no se podía ajusticiar a un acusado se le quemaba en efigie. Hoy los nuevos inquisidores operan a la inversa. Primero queman la efigie, está aún por ver si prosiguen con las personas.

A favor de la esclavitud

Cierto es que ninguno de los que han caído estos días está ya vivo, pero si lo está su obra. Estados Unidos es lo que es gracias gente como George Washington, Thomas Jefferson o Fray Junípero Serra. A ninguno de ellos se le recuerda por sus defectos que, como seres humanos que fueron, los tenían, sino por sus virtudes y el papel que jugaron en la historia, el modo en el que trascendieron a su propio tiempo. Washington o Jefferson tenían efectivamente esclavos, pero eso era lo normal entre los virginianos del siglo XVIII como lo fue también entre los antiguos griegos. La esclavitud es sin ninguna duda algo aberrante para las convenciones morales de nuestra época, pero eso no era así hace tres siglos o en tiempos de Pericles.

Si no podemos homenajear a Washington, un hombre, por lo demás, ejemplar en casi todo, tampoco podremos hacerlo con Demócrito, Sófocles o Aristóteles que también estaban a favor de la esclavitud. A estos tres no los recordamos por lo que pensasen sobre el tráfico de esclavos, sino por sus aportes al conocimiento humano. No valoramos a Velázquez, Vivaldi o Newton por la opinión que tenían sobre la liberación femenina -de seguro hoy serían considerados unos machistas sin redención posible-, sino por lo que hicieron en sus respectivos campos, su contribución a la pintura, la música o las matemáticas.

La historia está llena de pliegues y matices, quienes la hicieron no iban a ser menos. Desconocemos lo que pensarán de nosotros nuestros descendientes. Esperemos que se queden con lo bueno que dejamos, lo que ayudó al progreso de la civilización humana, que sepan ser misericordiosos con nuestros defectos y, sobre todo, que no nos apliquen los criterios morales que imperen dentro de 200 o de 1.200 años. Eso es exactamente lo que está haciendo esta minoría ruidosa e intolerante. Se han autoarrogado de la legitimidad absoluta, en un adanismo pavoroso creen que la historia empieza con ellos y se consideran la expresión más depurada de la especie. Todo lo que no sea ellos mismos y sus fantasmas es malo. No es la primera vez que oímos este cuento. Por eso debemos estar alerta.

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