Fue durante lo peor de la 'gran recesión' cuando una señora llamada Marina del Corral, secretaria general de Inmigración, afirmó que los jóvenes españoles emigraban por “impulso aventurero”. No hay nada como viajar al extranjero para ampliar las miras, de ahí que muchos de los intrépidos compatriotas descubrieran en esos años el co-living, que periódicos como El País y anunciantes de postín como Idealista venden ahora como una oportunidad para conocer a personas interesantes, pero que, en realidad, es una patética consecuencia de la vida precaria, pues consiste en alquilar una habitación y compartir cocina y jardín con tres o cuatro desconocidos. O más.
La escritora Ana Iris Simón se quedó corta el pasado sábado al definir las dificultades de su generación (que es la mía) para iniciar cualquier proyecto inicial ordenado. Entre otras cosas, porque no se refirió a lo que ocurrió en aquellos años, cuando licenciados a los que el sistema había convencido de que la formación académica era el camino más corto hacia una vida mejor se vieron en un callejón sin salida. Podían optar por la precariedad laboral, por gastar los ahorros de sus padres para engrosar el grupo de licenciados con máster inútil, por quedarse en casa o por emigrar. La fortuna era escasa. Y por fortuna no hay que entender nada extraordinario. Ese concepto también servía para definir la 'antigua normalidad'. La de poder optar a tener una casa, un sueldo decente y una familia bien cuidada.
Manejar la frustración
Quien ha sido soldado en una guerra, sabe cómo actuar cuando empieza el bombardeo, pero quien ha vivido en una jaula dorada no tiene necesidad de ver más allá del comedero y el bebedero que siempre rebosan. No era difícil escuchar, en 2010, historias de aspirantes a engrosar las clases medias españolas que terminaron doblando camisetas en un Zara de Oxfort Street y escuchando discusiones en polaco desde su habitación, noche tras noche. Una investigadora madrileña vio pasar a una decena de tipos de aspecto inquietante por su piso de co-living durante un verano. Uno de ellos, búlgaro, se sentaba cada tarde en la caseta del jardín para fumar cigarros. Sin comunicarse.
Del 40% de paro juvenil que llegó a alcanzarse en 2010 -según la Organización Internacional del Trabajo- y de las condiciones de vida de los cientos de perdedores que fracasaron en su 'aventura' y volvieron con los bolsillos vacíos no se hablaba en Españoles por el mundo y derivados, que se emitían varias veces a la semana por aquel entonces. Todo eran sonrisas y éxitos en su guión. Quizás el NODO nunca llegara a suprimirse de la parrilla de TVE.
Ana Iris Simón lamentó en su discurso que “el capitalismo” considere una necesidad importar mano de obra extranjera para sostener el Estado del bienestar, pero deje de lado el debate sobre el porqué los jóvenes españoles no pueden formar familias. Hubo quien pasó esas palabras por el tamiz ideológico y definió el discurso como 'fascista', pero el mensaje esconde una patética realidad: mucho tiene que cambiar la situación para que las próximas generaciones vivan mejor que las anteriores.
La causa es evidente: la Unión Europea se ha desplazado poco a poco hacia la periferia del centro de poder económico mundial. En 2009, el PIB nominal de China no alcanzaba la mitad del de la Eurozona, mientras que en 2020 fue superior. El peso de España dentro de la propia UE es inferior al de Francia y Alemania; por lo que se encuentra en el extrarradio de la periferia. La asimetría también se produce dentro del territorio nacional y las desigualdades entre la próspera Madrid y el interior han crecido durante los años de leve recuperación. También el precio de los alquileres en la capital, pero no así los salarios. Hace no mucho, hacía falta un vuelo de Aerolíneas Argentinas para viajar a Buenos Aires o de Iberia para hacer lo propio con Santiago de Chile. Enormes ciudades en las que se arremolina la población, sabedora de que no hay muchas más oportunidades de prosperar fuera de allí. España todavía no ha llegado a ese punto, pero camina hacia “allá” a velocidad de crucero.
Mientras la juventud se depauperaba y se veía privada del colchón vital del que gozaron sus padres, llegó la segunda gran crisis del siglo -la de la covid-19- y pilló a la izquierda pugnando por celebrar el 8-M, pese a la pandemia. Todavía hay socialistas que no se explican el porqué los universitarios de 20 años se entregan en los brazos de la derecha populista, incapaces de deducir que eso sucede porque sus partidos abandonaron hace tiempo la lucha contra la precariedad para centrarse en las estúpidas causas identitarias. Las de los -ismos. Artificiales en buena parte e irrelevantes para quien a los 35 años apenas si acumula unos meses de cotización. O para los mueve-papeles que llegaron a Madrid desde las provincias con un sueldo mediocre, no ahorraron ni un euro y fueron expulsados de la capital durante el primer estado de alarma.
Hoy, de vuelta, entonan, desencantados, aquello de 'No soy de aquí ni soy de allá', que cantaba Cafrune, con esa sensación que deja la vida precaria, en la que cada vez es más complejo hacer proyectos personales sólidos. Es la de volver una y otra vez a la casilla de salida y la de sentir que el tiempo invertido en un trabajo -y en una ciudad donde todo viene y va- no les ha dejado una buena cosecha. Al revés, sólo un espejismo de 'sueño Americano' en versión castiza.
A medida que Europa pierda fuerza en el cada vez más complejo contexto global, el fenómeno se acentuará. Y a medida que España se reboce en la cochiquera donde se hallan sus antiguos vicios, más difícil será medrar por estos lares. Ana Iris Simón habló de la familia en tono pesimista, pero se quedó corta, pues el mismo mensaje podría haberlo aplicado a todo lo demás de su generación. La gran generación de perdedores del nuevo siglo.