Los agostos me suelo organizar con otros compañeros amigos para venir sólo unos días y firmar por mí y por los compañeros. Así lo hice el domingo 11 de agosto, viniendo en el AVE desde Gerona para firmar los dos días siguientes, lunes y martes. Pero, este año, otro compañero distinto de los de nuestro turno me pidió que el día 12 le sustituyera la guardia de agosto –el Colegio Notarial organiza guardias ese mes por la previsible falta de notarios- porque le venía mal venir esa fecha por unos compromisos familiares, y sabía que yo estaría. Le dije que sí, ya que no me costaba nada. Era de prever que un 12 de agosto, lunes, cuando el 15 es fiesta, no habría nadie en Madrid y tendríamos pocas incidencias. Un paseo militar, barruntaba yo. Sin embargo, al entrar por la puerta de la notaría a las 9 de la mañana, ya me di cuenta de que algo pasaba.
Había una persona que venía a solicitar la autorización de un matrimonio en peligro de muerte en el que estaba interesada una amiga de él y su pareja, enfermo en el hospital. Su tono era amable y no dejaba de ser consciente del engorro que esto podía suponer para mí, aunque alegaba ser familia de un notario jubilado que conozco. Estaba claro que el día no iba a ser tan sencillo como parecía en un principio. Domi, que estaba esa semana conmigo trabajando, sospechaba lo mismo. Rápidamente, aunque aún en frío –soy de biorritmos lentos por la mañana repaso el Código civil y la ley de Jurisdicción Voluntaria y confirmo los puntos que creía recordar: se puede hacer ya, pero con un informe médico que acredite tanto la enfermedad como la capacidad; el expediente matrimonial será posterior a la celebración. Se lo comunico al interesado, que me dice que se pone en marcha y que el enfermo está ingresado en la Fundación Jiménez Díaz, justo donde trabaja mi hija.
La mañana transcurre dinámica, con bastantes firmas. A media mañana, Domi me dice que le han enviado por correo electrónico un informe del médico. Lo leo, pero en realidad no es tal informe, sino una relación de visitas médicas y prescripciones que no responde a los requisitos señalados por la ley. Le pido a Domi que se lo comunique al interesado y así lo hace. La mañana sigue y me da la impresión de que voy a tener la tarde libre. Al final de la mañana, sin embargo, el informe llega. Es correcto y adecuado. Hay que ir. Adapto el modelo de escritura matrimonial al caso de matrimonio en peligro de muerte y Domi, diligentemente, la prepara. Después de comer, vestido con corbata, como procede, y con los treinta y ocho grados de rigor de la canícula madrileña, cojo la moto –ya es vicio- y llego al Hospital. Como lo conozco por mi hija, sé por dónde entrar directamente.
El cáncer ha hecho mella y me temo que el matrimonio en peligro de muerte está bastante justificado. Pero está perfectamente de cabeza, e incluso dicharachero. Parece como que si quisiera mantener el tipo en público con un tono desenfadado y vital
Me meto en el ascensor y subo a la planta que me han dicho. Se abre la puerta y enfrente me encuentro con dos mujeres. Ambas van vestidas elegantemente, con tonos claros, pero una tiene un ramo de flores en las manos. Es joven –por la cuarentena- y atractiva. Es evidente quién es y ella sabe quién soy yo: -
“¿Don Ignacio?....”- me dice dulcemente, presumiendo que nadie va con una cartera y con traje y corbata un agosto si no es notario.
- “El mismo” –le contesto. “¿Ana?” Me responde que sí, con una sonrisa triste, dándome las gracias por venir tan pronto. Le quito importancia y le digo: - “Pues vamos con el novio, que tengo que casaros”. Me sale el tú naturalmente. La habitación está cerca. Entramos, hay varias personas reunidas. Él – Ramón- está sentado en el típico sillón de hospital. Ronda la cincuentena y no es mal parecido, pero está muy delgado. El cáncer ha hecho mella y me temo que el matrimonio en peligro de muerte está bastante justificado. Pero está perfectamente de cabeza, e incluso dicharachero. Parece como que si quisiera mantener el tipo en público con un tono desenfadado y vital. Me pregunto por qué no se han casado ya, por la vía ordinaria. Procuro ser amable y a la vez profesional, pero es una situación excepcional en la que la emoción se palpa. Cumplo las formalidades de identificación de otorgantes y testigos y leo la escritura deteniéndome especialmente la obligada lectura de esos artículos 66, 67 y 68 del Código civil que siempre me emocionan un poco –y supongo que a los novios también- al referirse al amor, al cuidado, a la fidelidad. En cambio, procuro obviar o pasar rápido sobre las especiales circunstancias del otorgamiento, pues no es cuestión de recordar la triste situación en que nos encontramos.
Centrémonos en lo positivo del momento, pienso. Finalmente, pido a los contrayentes que lean la fórmula de consentimiento, para dar una mayor relevancia al acto: “Yo, (don tal), quiero por esposa a (doña tal), consiento en contraer matrimonio con ella y efectivamente lo contraigo en este acto”, y viceversa. Creo que en este caso, a diferencia de lo que hago otras veces, no dije palabras “inspiradoras” sobre la familia y el amor, porque estas siempre se proyectan para el futuro, y en este caso el futuro era incierto. Hice firmar a todos y luego inicié el expediente matrimonial, que normalmente es anterior al matrimonio: allí mismo, en el mostrador de las enfermeras, tomé declaración a los testigos y al propio contrayente. Dejé la audiencia a la esposa para después, cuando viniera a traer los documentos imprescindibles para la tramitación.
Ya tenían años, pero no habían tenido éxito en el amor. Ramón la ayudó cuando falleció su madre, pero al poco él mismo enfermó, y decidieron que era mejor casarse cuando estuviera mejor. Querían hacer las cosas bien
A los dos días me vuelvo a la playa y termino tranquilamente mis vacaciones. Dos semanas después retorno al trabajo y veo que el primer día de firma ya tiene cita Ana, entiendo que para terminar el expediente y traer los papeles necesarios. Me comunica, con naturalidad, que Ramón falleció a los pocos días de celebrarse el matrimonio. Eso me conmueve y decido que el expediente no debe ser sólo comprobar la autenticidad e idoneidad de los contrayentes, que me consta, sino un motivo para que cuente su historia. Se conocieron en la pandemia, hace cuatro años, porque vivían en el mismo edificio. Empezaron a coincidir en las salidas y se enamoraron. Ya tenían años, pero no habían tenido éxito en el amor. Ramón la ayudó cuando falleció su madre, pero al poco él mismo enfermó, y decidieron que era mejor casarse cuando estuviera mejor. Querían hacer las cosas bien. Pero, aunque tuvo temporadas mejores, Ramón no mejoró. En el expediente matrimonial, me dijo: “Nos conocimos en 2020, porque éramos vecinos y teníamos amigos en común y empezamos a salir. Era la época de la post pandemia. Se hizo una fiesta y una mariscada en una azotea a la que se podía ir hasta tarde. Se había roto un brazo y le pregunté por el accidente; tomamos una caña y luego otra y como vivíamos en el mismo edificio, nos fuimos viendo. Mi madre falleció en julio del 22 y nos fuimos a vivir a casa de mi madre. Yo le propuse casarnos pero él decía que prefería encontrarse mejor, porque ya se había presentado la enfermedad. Él me apoyó mucho cuando la leucemia de mi madre. Ninguno de los dos estábamos casados; yo tuve una relación larga antiguamente, y luego algunas de un año. Él estaba en la misma situación vital. Y cuando los dos conocemos a alguien, ocurre esto”.
A pesar de todo, la boda fue algo alegre. Le tuvieron que cambiar de hospital y para ellos ese viaje fue como un viaje de novios. Él experimentó una cierta mejoría esos días y, a su manera, fueron felices. A la semana empeoró y murió. «Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera», decía León Tolstói al comienzo de Ana Karenina; y todos los expedientes matrimoniales son en principio felices, aunque no sean iguales; y los pocos que son infelices, son felices a su manera. Terminamos el expediente, cumplimos los trámites posteriores y, tristemente, hicimos también el acta de declaración de herederos abintestato. Pero ahí no acaba la historia.
"Quizá no fue la boda que yo esperaba cuando era joven, pero fuimos los novios más felices del mundo ese día y te agradezco en nombre de Ramón y mío que lo hicieras posible"
Unos meses después apareció por la notaría la Ana para recoger una copia de la declaración de herederos. La vi sentada junto a Israel haciendo el papeleo. Me hizo una seña de reconocimiento y pasé a saludarle. Aunque era un poco arriesgado se me ocurrió contarle que había hecho un pequeño relato y le pregunté si querría leerlo. Me dijo que era su cumpleaños y que lo iba a leer, pero que ya lo consideraba un regalo. A los pocos días me escribe: “Buenos días Ignacio: Me ha emocionado mucho tu relato. Permíteme que yo también te tutee... No pongo ni un pero ni una coma, porque lo has tratado con infinita delicadeza y humanidad. Quizá no fue la boda que yo esperaba cuando era joven, pero fuimos los novios más felices del mundo ese día y te agradezco en nombre de Ramón y mío que lo hicieras posible. No hay ningún problema que lo compartas donde consideres. Un fuerte abrazo” Todos los notarios tenemos historias humanas parecidas a esta y poco tiempo para escribirlas. Pero esta tiene algo especial. Me alegro de haber servido, de una manera tan casual y aleatoria, para que una pareja viva esta tragedia de una manera un poco menos dura.