Opinión

Del botellón y el prestigio de la desobediencia (y la violencia)

“A los 40 años es cuando uno se siente finalmente joven, pero ya es demasiado tarde”. Sobre todo, añado yo, para arrepentirse. La frase entrecomillada se atribuye a Picasso, un

  • Un coche de policía vigila durante el primer día de las fiestas de la Mercè, a 24 de septiembre de 2021, en Barcelona, Cataluña (España). -

“A los 40 años es cuando uno se siente finalmente joven, pero ya es demasiado tarde”. Sobre todo, añado yo, para arrepentirse. La frase entrecomillada se atribuye a Picasso, un tipo que, dicen, nunca dejó de ser joven, un superdotado que con 13 años inauguró su primera exposición en La Coruña y al que nunca preocupó demasiado el futuro. El universal malagueño hizo lo que quiso, como quiso y casi siempre cuando quiso, un privilegio que, de haber nacido a finales del siglo pasado, tendría hoy muy difícil de alcanzar. En 2021 el genial pintor, muy probablemente, no encontraría motivos para exhibir la aparatosa suficiencia de la que tantas muestras dejó en su larga y provechosa vida.

Y es que el drama no es que la mayoría de nuestros jóvenes tengan un futuro bastante negro, sino que incluso los más meritorios, los más brillantes, están interiorizando aceleradamente que el país en el que nacieron es incapaz de ofrecerles soluciones. Ciertamente, no es este un problema exclusivo de España, pero sí es en España, de entre las naciones de nuestro entorno, donde los alarmantes índices de desempleo juvenil, el estrepitoso fracaso de un modelo de Educación altamente disociativo y la mezcla de identitarismo extremo y populismos, constituyen los ingredientes básicos de un cóctel explosivo que está a punto de convertirse, si no lo es ya, en la principal hipoteca del país.

Puede sonar excesivo, pero hay determinados discursos dirigidos a los jóvenes que van poco a poco apuntalando en ciertos ambientes la tesis insensata de que el único camino que conduce al futuro pasa por negar los derechos de las generaciones precedentes; que las pensiones más altas son un privilegio; que una vida de trabajo no es suficiente salvoconducto para asegurar un fin de trayecto digno. Dicho de otro modo: que “la democracia es un mecanismo de garantía de los poderosos y no de tutela de los débiles”, sentencia sobre cuya propagación entre las generaciones más jóvenes alertaba hace unos días Ezio Mauro, exdirector de La Repubblica, uno de los grandes diarios italianos.

Hay discursos dirigidos a los jóvenes que propagan la tesis insensata de que el único camino que conduce al futuro pasa por negar los derechos de las generaciones precedentes

Pero mientras Italia ha aparcado temporalmente las hostilidades para centrarse en la recuperación, restaurando buena parte de la fe ciudadana en la capacidad de respuesta de la democracia, España es un país con su arquitectura institucional crecientemente dañada por el populismo más grosero y la liviandad de una clase política que, en los últimos años, ha vaciado casi al completo su depósito de autoridad moral, dejando con su dejación campo libre a la autoridad de la multitud, esa a la que Sócrates atribuía más crueldad que a los “tiranos de Oriente”. Nada por tanto tiene de extraña la prepotente arrogancia de esas manadas de jóvenes (no todos, bien es cierto) que han convertido los botellones, y el desprecio al descanso y los derechos y libertades de los demás, en un peligroso juego llamado “desafío al sistema”.

La desobediencia a la autoridad -que de ningún modo justifica la pandemia-, o la utilización ordinaria de la violencia como método de protesta, conductas convalidadas y aplaudidas por el nacionalismo excluyente y sectores de la izquierda radical, gozan de creciente prestigio. Paralelamente, la falta de respuesta contundente a un fenómeno grave -muy grave en Cataluña-, pero que hoy es solo un anticipo incompleto de lo que puede venir, favorece el repliegue de uno de los mecanismos que a lo largo de la historia se han mostrado más eficaces para combatir estos insensatos comportamientos: el reproche social.

De la combinación de unas autoridades acomplejadas y una sociedad arrugada nada bueno podemos esperar. Ningún futuro puede cimentarse cuando la parálisis política y la incapacidad para proyectar respuestas comunes a las acciones violentas suponen una traición en toda regla a los principios básicos de convivencia.

Mientras Mario Draghi promueve en Italia un “patto per la rinascita”, aquí sufrimos el “noesnoísmo” de Pedro Sánchez -en acertado palabro inventado por Ignacio Varela-. Y si en Roma o en Milán se habla de un nuevo contrato social, en Madrid y Barcelona se siguen afilando los cuchillos de la polarización y se acepta con naturalidad que el vandalismo y el acoso a los no nacionalistas sean cartas lícitas a repartir en la mesa bilateral.

La postdata: añorando (ya) a Merkel

“Vamos a ver cómo le va al mundo sin esta señora”, me escribía hace unos días una buena amiga. Ciertamente, no va a ser fácil llenar el vacío que deja una de las grandes figuras de la política de las últimas décadas, más allá de posiciones reduccionistas. Quédense con esta frase de la canciller, una de las muchas pronunciadas por Merkel: “Los presidentes no heredan problemas. Se supone que los conocen de antemano, por eso se hacen elegir para gobernar con el propósito de corregir dichos problemas. Culpar a los predecesores es una salida fácil y mediocre”. Chapeau.

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