Opinión

Buena madre

Afronto sus cumpleaños de la misma forma que el mío: una llegada a meta cuya única alternativa lógica es lo peor que puede sucederle a una madre

  • Cabalgata de Reyes / Europa Press

Hoy cumplo años. Me encanta hacerlo. Cuando llegué a la treintena la gente de mi edad se sorprendía de mi alegría. A ellos les parecía deprimente lo de ir arrancando hojas del calendario. Para mí significa todo lo contrario: he llegado a meta un año más. Te queda un año menos, me comentan. Bien está, la única alternativa lógica a no cumplir años es palmarla. Ante este argumento callan, quedan contritos y cabizbajos. Quizá desearían que se detuviese el tiempo.

No les culpo, alguna vez he acariciado ese pensamiento desde que soy madre. Contemplo a mis hijos y apenas queda rastro del bebé que fue cada uno de ellos. Cuando veo las fotos y vídeos de entonces se me encoge el corazón, estoy observando personitas que fueron el centro de mi vida que ya no volverán. Esta inevitable muerte nos trae ahora dos niños que corren por la casa mientras canturrean a coro canciones de Navidad. Pequeñuelos que escriben de su puño y letra sus cartas a los Reyes Magos y que plantean preguntas desconcertantes a la par que divertidas.

También desean ellos que no pase el tiempo. “Mamá, voy a estar contigo siempre”. Trato de explicarles que, aunque ahora disfrutemos mucho, lo natural y deseable es que vuelen, dejen el nido, que se acuerden de sus padres de cuando en vez y, en la mayoría de ocasiones, sólo porque les haya surgido un problema. Es ley de vida. Resulta curioso ese placer agridulce que provoca verles crecer: que no lo hicieran sería una tragedia, pero también lo es -de forma más solapada- que lo hagan. Afronto sus cumpleaños de la misma forma que el mío: una llegada a meta cuya única alternativa lógica es lo peor que puede sucederle a una madre.

Alguien que en la treintena y con niños a su cargo no dejara de pensar en su papá y su mamá resultaría algo patético, fallido

Mi yo racionalista se había reconciliado con el verdadero pesar que implica el inevitable transcurrir de los años hasta hace unos días, que reparé en mis padres. Como casi todos los hijos -especialmente los que ya son padres- me había olvidado de ellos. Intuyo que buena parte de la maternidad consiste en bendecir que los hijos nos olvidemos relativamente de ellos: alguien que en la treintena y con niños a su cargo no dejara de pensar en su papá y su mamá resultaría algo patético, fallido. Especialmente si los padres-abuelos gozan de buena salud y autonomía. Esto último es mi caso y, sumado a que mi padre todavía es hijo -su padre tiene 108 años- no había considerado hasta hace poco que el tiempo también pasa sobre aquellos que me trajeron al mundo. Y, a pesar de que tengo la suerte de que mis padres son de los que desean que sus nietos se conviertan en padres, y sus hijos en abuelos, mi perspectiva cambió. Tuve una pequeña crisis. El transcurrir de los años trae buenos augurios a mis pequeños, pero para mis padres conllevará dolor, enfermedad y muerte. De nuevo el sabor agridulce de la vida: lo que en los hijos resulta gozoso es, a su vez, la aproximación al final de sus abuelos.

"Aquí ya no haces nada"

Intenté evitar el dolor con argumentos racionales y lógicos, tan propios de nuestra era: papá va a cumplir 68 años, mucho más de lo que habrá alcanzado el 90 por ciento de los hombres que han sido. Tiene suerte, ha vivido mucho y puede decirse que la suya es una vida lograda. Pero, ante la muerte, no hay racionalismos que valgan. La ausencia definitiva de un ser querido atraviesa el alma, al margen de la edad que llegara a alcanzar. Recordé entonces lo que me pareció un chascarrillo de mi madre en su momento: “Cuando mi abuela estaba en su lecho de muerte me mandó a casa, con vosotros tres y vuestro padre. Aquí no haces nada ya, me dijo”. En el momento en el que me lo contó la muerte de mis abuelos me quedaba más que lejana. Por eso la anécdota acabó en el cajón del olvido. Me habría servido para entender la actitud de mi abuela cuando tuve que mudarme lejos para estudiar la carrera. Le llamaba por teléfono y enseguida quería colgar, provocando mi enfado. Como toda respuesta, se limitaba a decir “ve a tomarte algo con tus amigos, no seas boba”. Cuando volvía a casa por Navidad o verano lloraba a raudales al verme. Yo no entendía nada. Quizá porque aquello de soltar lazos intencionadamente sólo se entiende cuando una se convierte en madre. En una buena madre.

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