Opinión

¿Ha claudicado la oposición?

Mientras la oposición se ha ido fragmentando y desdibujando ideológicamente, la izquierda ha sabido aglutinarse y parapetarse en el poder

  • Santiago Abascal y Pablo Casado en el Congreso

La política retrata perfectamente la complejidad de la condición humana: aunque es el fruto del razonamiento libre individual, a menudo acaba transformada en una herramienta de opresión colectiva. Es capaz de amparar las más altas cotas de libertad y de justificar los mayores niveles de sumisión. En términos estrictamente epidemiológicos podríamos decir que la política es tanto virus como vacuna. Pero al contrario de lo que sucede en medicina, en la que los profesionales sanitarios pretenden nuestra curación, quienes ejercen la política persiguen a menudo inocularnos la enfermedad del fanatismo, que obliga a los individuos a renunciar al discernimiento propio para abrazar sin fisuras los dogmas partidistas.

Mientras que en el resto de actividades profesionales se procura prestar el mejor servicio a los clientes con el ánimo no sólo de retenerlos sino de atraer al mayor número de ellos, en la política los ciudadanos hemos dejado de ser los clientes reales o potenciales a los que satisfacer para convertirnos en los empleados que les sirven. Los políticos se han convertido en sus propios proveedores y clientes, y por eso los debates, iniciativas y propuestas parecen concebidas para una realidad ajena a nuestro día a día.

Miren si no a Casado y Arrimadas, que compiten por ver quién se parece más a Pedro, mientras Abascal rivaliza con Iglesias por el trono del partido obrero antisistema

Pero es cierto que la brecha entre la política y la cotidianidad nunca ha sido tan grande en la historia de nuestra democracia como en la actualidad, con un Gobierno que aprovecha la pandemia para embarcarnos en la transición hacia un nuevo régimen y una oposición que ha claudicado ideológicamente ante la izquierda. Porque todos han asumido que para volver a gobernar tendrán que asimilarse al socialismo, imitando sus discursos, estructuras y métodos. Miren si no a Casado y Arrimadas, que compiten por ver quién se parece más a Pedro, mientras Abascal rivaliza con Iglesias por el trono del partido obrero antisistema. Han decidido disputarle a la izquierda su marco mental, con sus mismos instrumentos y herramientas, lo que en el fondo equivale a una rendición. A aceptar la derrota antes de librar ni una sola batalla.

Reforma 'de facto'

Aún no se han enterado de que el pacto con los bilduetarras y los independentistas para aprobar los presupuestos anuncia el advenimiento de un nuevo cordón sanitario a la derecha: ya no la necesitan para conformar las grandes mayorías que se requieren para la modificación de las leyes orgánicas, que son las que configuran la estructura de las instituciones. Están inmersos en el proceso de creación de un Estado a su imagen y semejanza ideológica sin necesidad de abrir el melón de la reforma constitucional. Una “reforma de la Constitución de facto”, como la calificó el domingo el presidente valenciano Ximo Puig, que nos abocará a un sistema en el que la unidad de medida de lo que se considera moral, ético y democrático la constituirá su utilidad para el Gobierno de Sánchez. Pasar de terrorista a valiente, o de secesionista a patriota, estará al alcance de cualquier condenado: bastará con complacer a Pedro.

Ese nuevo mantra de que no se viene a política a cambiar la sociedad, sino a parecerse a ella, es un auténtico disparate que nos coloca al borde del precipicio

Si el centro derecha espera contar con el mismo beneplácito de la sociedad el día que llegue al poder es que no ha entendido nada, porque al jugar en su terreno de juego han legitimado también su estructura del orden moral, en la que sólo la izquierda es merecedora de justificación y hasta de indulgencia plenaria. Ese nuevo mantra de que no se viene a política a cambiar la sociedad, sino a parecerse a ella, es un auténtico disparate que nos coloca al borde del precipicio. Porque España necesita cambiar, política, económica y socialmente. No escurran ese bulto recurriendo a la autocomplacencia.

Renegar de los principios propios y asumir sin más los ajenos no es síntoma ni de centrismo ni de moderación, sino de complejos, conformismo y cobardía. Además de ser pan para hoy y hambre para mañana, porque como dijo Thatcher, el mayor enemigo del socialismo no es el capitalismo, sino la realidad. Habrá que acometer multitud de reformas, así que tengan las narices de coger el toro por los cuernos en lugar de limitarse a lidiar con él mientras esperan que sea su sucesor el que se encargue de darle la estocada.

Fanatización del socialismo

Sólo le pido a la oposición de nuestro país que deje de maltratar a sus votantes para intentar pescar en caladero ajeno. Ampliar la actual base electoral es necesario, pero no es incompatible con conservar la que ya se tiene. Tampoco lo es hacer acto de contrición para atraer al socialista desencantado o desubicado, si es que existe. Porque mientras que la oposición se ha ido fragmentando y desdibujando ideológicamente, la izquierda ha sabido aglutinarse y parapetarse en el poder. El votante socialista actual dista mucho de aquél que permitió la victoria a Rajoy en 2011 y ha virado a la radicalidad de la mano del partido: se han fanatizado. El precio ideológico a pagar por un puñado de votos de esta nueva generación de socialistas puede ser muy alto: el exceso en la renuncia a los propios principios se traduce en una ausencia total de credibilidad ante propios y extraños.

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