Desde que allá por 2008, en el Congreso del PP madrileño, Pablo Casado deslumbrara a Esperanza Aguirre con su discurso 68/89 sobre el mayo francés y la caída del muro de Berlín, en este país y en la vida de aquel joven presidente de las Nuevas Generaciones madrileñas han pasado muchas cosas. Unas buenas, para él las más, porque de entre aquel puñado de cachorros despiertos y ambiciosos Casado es quien ha llegado más lejos; y otras malas, como la que reveló el innecesario e indecoroso uso de una universidad pública para embellecer un currículo que no necesitaba de ningún dopaje.
Diez años después, finales de 2018, Casado estaba convencido de que iba a ser más pronto que tarde presidente del Gobierno. Ciertamente, el Ejecutivo de Pedro Sánchez, quien había prometido en la moción de censura que convocaría elecciones "cuanto antes” (otra promesa incumplida), no parecía tener músculo suficiente para soportar los empellones de unos socios cuyos intereses tenían poco que ver con la idea de un Gobierno que dotara de estabilidad al país. Casado veía entonces a Sánchez como la víctima propiciatoria de la pinza organizada por el independentismo y el populismo de izquierdas, pero el diagnóstico tenía una severa falla: la lectura errónea de la personalidad del nuevo inquilino de La Moncloa.
Luego vendría el tremendo varapalo de abril del 19, con la irrupción de Vox y el cuasi sorpasso de Ciudadanos. El Partido Popular en medio de dos incendios y el liderazgo de Casado en entredicho. Desde entonces, el líder popular transita por un viacrucis en el que no han faltado momentos de extraordinaria brillantez parlamentaria, pero cuya principal seña de identidad es la endeblez de la estrategia elegida, si es que tal cosa existe.
La sensación es que la estrategia del PP es el pegamento que mantiene unido al Gobierno y que donde mejor funciona el partido es allá donde la influencia de Génova es menor
“¿Y si a pesar de todos los ríos de tinta vertidos estos meses, Casado tiene un plan y le está funcionando?”, se preguntaba aquí hace unos días César Calderón. Me atrevo a contestar a César: desde luego que tiene un plan, otra cosa es que no sabemos qué número hace, y lo que no parece tan probable es que le esté funcionando. Sí, va recortando en las encuestas, pero se trata de una mejora claramente insuficiente si tenemos en cuenta que en un proceso de crisis profunda quienes debieran sufrir un mayor desgaste son aquellos que manejan las riendas del poder; más aún si han dado muestras suficientes de desconocidos grados de incompetencia en la gestión.
Amigos y adversarios no cegados por la pasión partidista reconocen en Pablo Casado la pasta necesaria para construir un sólido liderazgo. Yo comparto esa percepción, pero al mismo tiempo constato cómo florecen las dudas sobre la capacidad de éste para transformar en votos sus supuestas cualidades. Una cosa es lo que uno es, y otra lo que parece, y a lo que hoy se parece cada día más Casado es al eterno opositor de Gregorio Marañón (“Las oposiciones son el más sangriento espectáculo nacional después de los toros”).
Y es que el principal error de Pablo Casado es haberse situado en el mismo plano de Sánchez y, en lugar de sobrevolar con nuevas propuestas el terreno embarrado que le ofrecían, haber clonado con (¿involuntario?) entusiasmo aquel nefasto “no es no” que está en el origen de tantos desastres. Hoy, la sensación reinante es que la estrategia del PP es el pegamento que mantiene unido al Gobierno (“progresista”) de coalición. Hoy, aun no siendo del todo cierta, la percepción dominante en muchos centros de poder es que donde mejor funciona el partido (Galicia, Andalucía) es en aquellos lugares donde la influencia de Génova es menor.
Lo de Cayetana
El último episodio que refleja el desconcierto estratégico de la dirección del PP ha sido el cambio de criterio -asentado en argumentos pueriles y no en exigencias de fondo que busquen reforzar la independencia de la Justicia- sobre la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). La decisión de bloquear la reposición del órgano de gobierno de los jueces, además de constituir un inesperado regalo a Sánchez, parece obedecer a un nuevo giro destinado a tapar las fugas de agua por los flancos, acrecentadas tras la fulminante destitución de Cayetana Álvarez de Toledo.
Lo de Cayetana es de no creer. Se pueden entender algunas razones, las que por ejemplo defienden la necesaria lealtad debida a las normas que marcan los órganos de dirección del partido. Pero al prescindir de su portavoz estrella, Casado sigue profundizando en el proceso de debilitamiento de su propio liderazgo y empuja al grupo parlamentario hacia ese territorio mediocre en el que unos centenares de operarios de Mercamadrid muy bien podrían sustituir a otros tantos diputados sin que se notara la diferencia (salvo en Mercamadrid).
La ‘Operación Kitchen’ ofrece a Casado la oportunidad de replantearse esa política que desprecia (Cayetana) o amenaza con abrasar (Almeida) a los mejores
Lo de Cayetana fue una cesión inexplicable a la zona grisácea de los partidos, al aparato, y la confirmación de uno de los problemas de fondo que explican muchas de las carencias de Casado: un núcleo duro sin apenas experiencia de gestión, ni pública ni privada; un equipo que concede más valor a la uniformidad que a la brillantez y que no está dispuesto a arriesgar su cuota de poder (pregunten a Gabriel Elorriaga a ver qué opina de esto); un sanedrín que parece haber interiorizado que la mejor estrategia es la de hacer lo justo para no cometer errores, porque, ya se sabe, las elecciones no las gana la Oposición, las pierde el Gobierno.
Pablo Casado tiene muchos problemas, pero el principal no lo tiene fuera, como podría parecer a simple vista, sino dentro. Y si había alguna duda, las revelaciones sobre las presuntas ilegalidades ordenadas por la cúpula del gobierno de Mariano Rajoy para sabotear la investigación sobre la caja B del partido han venido a reafirmar esta impresión.
La llamada “Operación Kitchen” tiene muy mala pinta. No obstante ofrece a Casado la oportunidad, quizá la última, de aclarar su futuro. Para mal, atrincherándose tras la maquinaria defensiva de Génova 13, o para bien, abriendo las puertas para que corra el aire y replanteándose esa política que desprecia (Álvarez de Toledo) o amenaza con abrasar (Martínez-Almeida) a los mejores. Veremos.