El acuerdo de la Sala III del Tribunal Supremo del pasado día 6 de noviembre elevó la sucesión de eventos que venía protagonizando este órgano judicial a nivel de esperpento jurídico. La marcha atrás sobre una sentencia anterior de la sala II del Tribunal Supremo (TS) que resolvía que el Impuesto de Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados (ITP-AJD) en la constitución de préstamos con garantía debería ser abonado por los prestamistas (los bancos), y no por los prestatarios (los hipotecados), ha dejado tocada a la institución.
La marcha atrás, en particular, por la más que probable repercusión económica de la retroactividad que podría imponer aquella sentencia (valorado el desembolso en unos 5.000 millones de euros), ha elevado la sospecha sobre la existencia de una más que probable “comunicación” entre la banca y el poder judicial para resolver finalmente a favor de la primera. Independientemente de la locura que podría suponer para la seguridad jurídica y la estabilidad económica tal posible retroactividad, los modos aplicados por el TS lo han debilitado hasta niveles extremos.
Sin embargo, y como entenderán, por mi condición de mero economista con tan solo algunos vagos conceptos jurídicos en mi cabeza, ni quiero, ni puedo, ni debo entrar en la cuestión. Para ello seguro que aprenderán mucho más de quienes están especializados en el asunto. Pero sí podemos discutir, quizás más tranquilamente, sobre algunas cuestiones económicas que trascienden de este asunto y que se están debatiendo en estos últimos días.
Eliminada la retroactividad, el coste económico no es elevado, por lo que puede que a corto plazo los bancos no repercutan dicha carga al cliente
Al final de la semana pasada, el Ejecutivo decidió cortar de raíz el asunto con un Real Decreto donde definitivamente se “ajustaba” el reglamento que regulaba el impuesto y se aclaraba quién debería ser el sujeto pasivo del ITP-AJD: el prestamista. Esta solución, contundente, es quizás la mejor salida, digamos que óptima, condicionada a la deriva que el asunto había alcanzado. ¿Pero qué supone esto económicamente a partir de ahora para los clientes y para la economía en general? ¿Es lo razonable si interpelamos a ese concepto vago de justicia social que algunos argumentan? Depende.
Antes de entrar en cuestión, lo primero que debemos hacer es pinchar el soufflé. Económicamente este asunto es muy poco relevante. Una vez descartada la retroactividad, el coste económico del cambio regulatorio seguirá siendo el mismo, independientemente de quién lo asuma. Esto es así porque este impuesto, aunque no irrelevante, no implica el pago de montantes que podamos definir desorbitados, salvo en aquellos casos en los que la magnitud de las operaciones sea considerable.
Los tipos aplicables por AJD son diversos según región y casos. Por ejemplo, en Andalucía, una hipoteca sobre vivienda habitual que no supere los 130.000 euros, y el prestatario no tenga más de 35 años, tendrá que pagar un 0,3% de la cantidad prestada en concepto de tributación por esta figura impositiva. Es decir, en un ejemplo como es el caso, la cuota sería de algo menos de 400 euros. Si tiene más de 35 años, o supera esos 130.000, el pago sería sensiblemente mayor, hasta el 1,5%. Es decir, el pago rondaría los 2.000 euros. Para el primer caso, este pago sería algo superior a una cuota de amortización del capital que supone actualmente un préstamo de dicha cuantía y con las condiciones medias actuales del mercado (intereses incluidos). En el segundo, sería unas cinco cuotas, mucho mayor, pero justificado en aras de una mayor progresividad del impuesto. Sea como fuere, y dado que gran parte de las hipotecas se firman antes de los 35 años y por menos de ese límite (ver figura 1 y este post), la cuota suele ser normalmente pequeña comparada con la magnitud de la operación. En este caso, si un banco tuviera que hacerse cargo de estas cantidades por cada una de las hipotecas que llevase a término, no parece que en general suponga un coste excesivo.
Figura 1. Distribución de las hipotecas por importe constituido y por edad del prestatario en el momento de la firma.
Dicho esto, y en segundo lugar, debemos incidir en un tema presente en el debate sobre este y otros impuestos: diferenciar claramente entre quién es el sujeto pasivo de un impuesto y quién es realmente el que carga con el pago del mismo.
El traslado de quien debe legalmente pagar el impuesto hacia quien realmente paga el mismo depende, como se ha argumentado hasta la saciedad, del nivel de competencia del mercado. En este sentido sabemos que si un mercado disfruta de una elevada competencia, las empresas tendrán más dificultad en trasladar la carga del impuesto al cliente. Por el contrario, si la competencia es escasa, la carga terminaría en gran parte en el cliente. En este sentido, antes de legislar hubiera sido conveniente una reflexión seria sobre esta cuestión. Pero esto, como es evidente, no se hace.
Así, y según la evidencia empírica existente, podemos afirmar que el nivel de competencia del sector bancario en España no es elevado. Este relativo poder de mercado permite a los bancos tener una mayor capacidad para trasladar cargas y costes, en la medida de lo posible, a los bolsillos de los clientes. Más aún, esta misma evidencia sugiere que la competencia en el sector se ha resentido en los últimos años, en particular desde el inicio de la crisis, explicado en parte por la reducción del número de competidores.
¿Quiere esto decir que la banca trasladará la carga del impuesto? Puede que sí o puede que no. En primer lugar, debemos recordar, como se ha apuntado en los párrafos anteriores, que el montante económico de este impuesto no es abultado, y que una vez eliminada la posible retroactividad cabe la posibilidad de que los bancos no terminen por repercutir dicha carga al cliente. Al menos a corto plazo. Por ejemplo, la repercusión de los pagos asociados a la sentencia de las cláusulas suelo no parece haber sido significativa.
La peor consecuencia no es la económica, sino la que se deriva de la desastrosa gestión del Tribunal Supremo
Pero lo más probable es que sí lo hiciera en parte. Y en este caso, si así fuera, cómo lo haga no es baladí. Podría, en primer lugar, trasladar el coste solo al cliente prestatario. En este sentido, nada cambiaría. Solo que la figura por la que terminaría abonando el cliente la cantidad sería otra (una mayor comisión de apertura, cambio en las condiciones, en los costes por cancelación parcial o total del préstamo o cualquier otra cuestión dentro de lo que la ley y el uso permita y ampare). Pero, en segundo lugar, podría repercutirse bajo otras consideraciones. Por ejemplo, al soportar el banco un mayor coste de funcionamiento, este podría considerar la posibilidad de trasladar estos mayores costes a mayores “precios” cobrados por los servicios ofrecidos al conjunto de los clientes. En este caso, y esto resulta paradójico, el resto de los clientes podrían financiar a aquellos que se hipotequen por un gasto que, técnicamente, no les correspondía.
Sobre esta última posibilidad, esta paradoja se hace mucho más estridente cuando uno piensa en quién paga hoy gran parte del impuesto. Como se ha visto, una operación sencilla de compra de vivienda habitual por una persona joven supone un desembolso en AJD que es pequeño para el volumen que la operación representa. Pero esto no es así en el caso de grandes operaciones hipotecarias. Son en las grandes operaciones inmobiliarias, que implican a fondos de inversión y grandes promotoras, donde se llevan a cabo gran parte del devengo por este impuesto. Bajo esta perspectiva, si el traslado del impuesto se realiza vía costes de funcionamiento al resto de la estructura de ingresos del banco, estaríamos en la situación de tener que sufragar estos gastos los que somos meros usuarios particulares de la banca diaria.
En resumen, estamos en un momento de efervescencia justiciera por el pago de un impuesto. De repente nos hemos dado cuenta de que pagamos un tributo que no deberíamos pagar. Además, la forma de actuar del TS ha dejado muy maltrecha la confianza que podemos depositar en este organismo. Y en medio, los partidos poniéndose en primera fila de las reclamaciones y de las llamadas a la justicia social y contra la banca. Pero se olvidan estos mismos partidos que han tenido veinte años para cambiar la ley y no lo han hecho, ni siquiera a nivel autonómico, pues recordemos que las CCAA eran competentes para bonificarlo o reducir la cuota al máximo. Porque recuerden, si el TS no hubiera caído en el profundo error de gestión que ha caído, nadie, absolutamente nadie, estaría hablando hoy de la justicia del pago de este impuesto. Y, no lo duden tampoco, la mayoría de los partidos, los últimos.