Opinión

La conciencia de Huckleberry

Mark Twain nos enseña que el fanático es capaz de cometer las peores atrocidades siguiendo los dictados de su conciencia

  • Un detalle de la portada de Las aventuras de Huckleberry Finnes

Además de las reuniones familiares, las grandes comilonas o las compras masivas, las Navidades son el tiempo de buenas intenciones. No me refiero a las resoluciones de Año Nuevo que acompañan la ilusión de un nuevo comienzo, sino a las manifestaciones de buena voluntad que proliferan en la época navideña. ‘Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad’, dice el canto evangélico. El tono de estas fiestas viene marcado por la expresión de los buenos sentimientos y los buenos deseos; aquello que Leverkühn, el personaje de Thomas Mann, llamaba desdeñosamente el ‘calor del establo’. Las felicitaciones navideñas que desean amor, paz o felicidad, como los regalos que intercambiamos o las campañas solidarias, son prueba fehaciente.

Abundan también las llamadas a la conciencia. Consumir o regalar ‘con conciencia’ son frases hechas que se escuchan cada vez más; al menos es mi impresión. Una marca de ropa masculina incluso proponía ‘regalar moda y conciencia’, un pack perfecto al alcance de cualquier comprador.  En esa clase de expresiones se juega habitualmente con la ambigüedad del término ‘conciencia’ en español, pues tanto puede referirse al hecho de tomar conciencia, percatarse o darse cuenta de algo, como a la capacidad moral de discernir el bien y el mal, que aparece en locuciones como ‘mala conciencia’ o ‘cargo de conciencia’.

Un comentarista malicioso podría colegir que a este paso todo el año acabará por ser Navidad en nuestra conversación pública. En ella abundan últimamente las declaraciones de buenas intenciones, como si el discurso político gravitara en torno a ellas. El creciente maniqueísmo que aqueja a nuestra vida política tiene que ver con eso: se exhibe la bondad propia a través de las buenas intenciones, al tiempo que se arrojan sombras de sospecha sobre las intenciones del adversario, y el debate público se vuelve un juicio de intenciones. Ahí radica un aspecto importante de esa moralización de la política, sobre la que han llamado la atención algunos analistas y de la que hemos hablado en alguna ocasión aquí. Que tampoco falten las alusiones a la conciencia, o a la necesidad de ‘obrar en conciencia’ por parte de responsables políticos, no hace más que subrayar el sesgo moralizante.

No deja de ser una ironía que hoy se pida la retirada de ‘Huckleberry Finn’ de bibliotecas y programas de estudios en nombre de la corrección política o la lucha contra el racismo

A la vista de lo cual no estaría de más preguntarse por la relación que existe entre buenas intenciones, actuar en conciencia y comportarse rectamente. Para no complicar el asunto, podemos entender que obra de forma bienintencionada quien quiere hacer el bien; o mejor, quien actúa de conformidad con lo que él cree que es bueno, pues la matización es pertinente. La relación con la conciencia está clara si entendemos por ésta las íntimas convicciones que una persona alberga en su fuero interno acerca de lo que está bien o está mal. No actúa con buena intención quien traiciona su conciencia, ni cabe obrar en conciencia sin el propósito de hacer lo que se considera bueno o correcto.

Más complicadas son las cosas con el tercer término de la relación. Pocos admitirán que basta con la buena intención para obrar bien. El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, según se dice. Más convincente parece una tesis más modesta, según la cual la buena intención no es suficiente pero sí necesaria para actuar moralmente. No hay rectitud sin buena intención, aunque ésta no garantice que el agente actúe bien todas las cosas consideradas. No hace falta ser consecuencialista para verlo. El resultado de los actos, afectado como está por toda clase de contingencias y azares, guarda a menudo una relación contradictoria o paradójica con las intenciones del agente.

La relación con la conciencia es aún más espinosa. ¿Es la conciencia de cada cual una vía segura de acceso a lo que es moralmente correcto? No lo parece. Si no es así, ¿cómo podemos justificar el mandato de obrar siempre de acuerdo con la propia conciencia? Quizá valdría una versión más débil: quien obra de acuerdo con su conciencia no hace necesariamente lo correcto, pero al menos quedaría exento de censura o culpa por hacer lo que considera bueno. Pero aún esta tesis es demasiado fuerte. El fanático es capaz de cometer las peores atrocidades siguiendo los dictados de su conciencia, según advertían los ilustrados. Y no por ello estamos dispuestos a exonerarlo.

El creciente maniqueísmo que aqueja a nuestra vida política tiene que ver con la exhibición de la bondad propia mientras se arrojan sombras de sospecha sobre las intenciones del adversario

Un ejemplo literario ilustra bien estas dificultades. En la novela de Mark Twain, Huckleberry Finn afronta por dos veces el dilema moral de si entregar a su amigo Jim, el negro fugitivo que lo acompaña en su escapada por el Misisipi. Siendo un chico criado en el Missouri de antes de la Guerra Civil, Huck sabe que no debe ayudar a escapar a un esclavo fugitivo, así se lo dice su conciencia. Twain describe perfectamente la agonía de quien carga con un peso sobre su conciencia, la vergüenza y los remordimientos que acompañan a las malas acciones: Huck se siente ‘malvado, rastrero y desgraciado’, ‘le había robado un negro a una pobre vieja que nunca le había hecho nada malo’. Cuando se resuelve a entregarlo, siente la emoción reconfortante de tener la conciencia limpia. Al final le resulta imposible entregar a su amigo y actúa en contra de su conciencia, resignado a ser malo sin redención posible.

La maravillosa ironía del episodio está en que Huck hace lo correcto cuando actúa en contra de lo que cree moralmente correcto, es decir, sin hacer caso a su conciencia. Si por buena intención entendemos querer hacer lo que uno considera bueno, Huck carece de ella. Sin embargo, no por ello pensamos que obró mal; al contrario, el episodio revela el buen fondo del muchacho que se impone a las normas de la sociedad moralmente corrompida en la que se ha educado. De lo que cabe concluir que la buena intención, así definida, no es suficiente ni necesaria para actuar bien.

Podría replicarse que nuestras convicciones sobre lo que está bien o mal pueden ser erróneas, pero son la única guía que tenemos; sin ellas careceríamos de brújula moral. Al no seguir su conciencia, ¿no hace Huck lo que está bien por mera suerte? Huck ha recibido una educación deficiente y no es bueno en el ejercicio de la reflexión intelectual, pero tras sus modales asilvestrados es un chico de fina sensibilidad moral, como se ve a lo largo de la novela. Ha llegado a apreciar a Jim como un amigo y un igual sin importarle el color de piel. Por eso cuando llega el momento de entregarlo, en lugar de seguir las creencias racistas que teóricamente profesa, actúa movido por su amistad y por pura humanidad. De hecho, está dispuesto a sacrificar la tranquilidad de su conciencia si hace falta. Responde así a las razones moralmente relevantes del caso y no a las razones que él cree moralmente relevantes. En definitiva, Huck hace lo correcto por las razones correctas, y eso es todo lo que importa éticamente hablando, aunque su conciencia le diga otra cosa.

Decía Lionel Trilling que Huckleberry Finn es un libro subversivo. La crisis moral de Huck obliga al lector a preguntarse irónicamente por la relación entre la voz de la conciencia y lo que pasa por moralmente respetable en nuestro tiempo. Según hemos visto, también entraña con ello una lección acerca de lo que importa cuando actuamos moralmente. Como muestra el caso de Huckleberry, lo que cuenta no son tanto las convicciones o la ideología que se proclama, ni las apariencias de respetabilidad, sino atender de forma sensible a las circunstancias moralmente relevantes a la hora de actuar. No deja de ser una ironía que hoy se pida su retirada de bibliotecas y programas de estudios en nombre de la corrección política o la lucha contra el racismo.

El fanático es capaz de cometer las peores atrocidades siguiendo los dictados de su conciencia, según advertían los ilustrados. Y no por ello estamos dispuestos a exonerarlo.

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