Mi tortura favorita en una democracia representativa es contemplar cómo los políticos de todos los colores son forzados inevitablemente a beber de esa agua que decían hace diez minutos que era inmoral, indecente, golpista o tóxica para llegar a acuerdos parlamentarios. En España, tradicionalmente esta clase de tratamiento lo sufrían los políticos del PSOE, pactando con Podemos, Ciudadanos o partidos nacionalistas varios tras jurar y perjurar que eran gente terrible durante la campaña electoral. El PP, merced a su papel hegemónico en la derecha y su incapacidad para hacer amigos, se había librado hasta ahora de esta clase de escenarios.
Ya no. En Andalucía el PP de repente ha descubierto la vida del político socialista español medio, alguien que está a menos de una decena de escaños del poder, pero que sólo puede llegar a él negociando con un partido pequeñito con ideas extravagantes. Obviamente, no hablo de Ciudadanos, una formación política capaz de redactar maravillosos e hiperrazonables programas de gobierno como si no hubiera mañana (sus acuerdos con el PSOE en Andalucía o con Pedro Sánchez el 2016 eran muy, muy buenos) pero totalmente incapaz de forzar a sus aliados a que implementen nada, sino de los iracundos derechistas de Vox.
Vaya por delante: aunque no creo que llamar a Vox fascista sea demasiado justo (es una etiqueta que de tan utilizada hemos vaciado de contenido), es un partido que es completamente contrario a todas mis ideas hasta el punto de parecerme inaceptable. Es una organización de extrema derecha, de un populismo rancio, intolerante y retrógrado insufrible. Eso no quiere decir que sus dirigentes (o sus votantes) me parezcan monstruos; simplemente soy de la opinión de que nunca deberían gobernar. Que otro partido político se acerque a ellos para nada me parece, por tanto, una idea espantosa, simplemente porque creo que su programa es nefasto.
El problema, claro está, es que el PP y Ciudadanos necesitan a Vox para poder gobernar. Y no saben si deben hacerlo.
El resultado en Andalucía fue una sorpresa, pero no es descartable que también que fuera un accidente provocado por el voto de cabreo de muchos votantes que no sabían dónde se metían
Hasta ahora, los dos partidos tradicionales de la derecha española han actuado como si Vox no existiera. Han llegado a un acuerdo programático negociando únicamente entre ellos. La configuración de la mesa del Parlamento fue decidida de espaldas a Vox. El futuro gobierno andaluz, de formarse, sólo tendrá consejeros del PP y Ciudadanos, y a Vox no se les invitará ni a tomar café. De cara a la investidura, el programa que presentará el candidato a la presidencia de la junta será un texto cerrado, una oferta sin segundas opciones. Vox puede tomarlo o dejarlo; si no les gusta, elecciones. No hay nada más. En mi opinión, creo que está es la estrategia correcta, moral y políticamente.
Moralmente, ya he hablado de mi repugnancia hacia las ideas de Vox, que son antitéticas a muchos de los valores más básicos de nuestro país. Nuestra sociedad, desde nuestra constitución hasta lo que aprendemos en casa, en la iglesia y en el colegio, se basa en la idea de que debemos proteger y tener compasión por los más débiles. Vox pone como condición para alcanzar un acuerdo desmontar la legislación sobre violencia de género, diciendo que proteger a quienes son más vulnerables es “ideología de género”. Sus ideas en materias como inmigración, derechos civiles o educación son igual de aberrantes, e igual de rechazables. Nadie debería pactar con ellos.
Políticamente, el temor para PP y Ciudadanos es que Vox vote en contra de la investidura, y fuerce una repetición electoral. La tentación para ambos será encargar sondeos, e intentar descubrir qué sucedería si tocara votar otra vez en primavera. El fantasma de una subida de Vox que les hiciera aún más peligrosos, una removilización socialista que colocara al PSOE de nuevo en posición de gobernar o una combinación de ambos bastan para dar pesadillas a cualquiera.
La realidad, sin embargo, es seguramente más prosaica –en dos o tres meses la opinión pública no se mueve demasiado, y más con la poca atención que los votantes acostumbran a prestar a la política autonómica. La experiencia del 2015/2016, con dos elecciones generales que produjeron resultados básicamente idénticos, es un buen recordatorio que las estrategias políticas y el postureo negociador no acostumbra a impresionar demasiado a los votantes.
Lo que deben preguntarse PP y Cs es qué quieren ver cuando se miren al espejo, ganen o pierdan la Junta. Y si están o no en política para defender unas ideas
Si este antecedente no es suficiente, permitidme plantear el dilema de forma más sencilla: PP y Ciudadanos deben escoger entre llegar a la junta tras darle la razón al PSOE, Podemos y toda la izquierda, que les acusan de criptofranquistas capaces de renunciar a una ley que apoyaron hace un par de años con tal de gobernar; o ir a las urnas diciendo que son gente de principios, tienen un acuerdo de gobierno que así lo demuestra, y que los de Vox son unos obstruccionistas que prefieren dar ultimátums a limpiar la junta de la corrupción de la izquierda. Si quieren ser un poco demagogos (y en este caso los animo que lo sean), pueden decir que no han querido pactar con alguien que está a favor de la violencia de género. Incluso en una repetición electoral, la mano que tendrían dista mucho de ser mala. Es un riesgo que pueden correr.
Mi sensación es que en Vox quizás sean unos ultras, pero no son idiotas, y saben que la repetición electoral para ellos representa un riesgo considerable. El resultado en los últimos comicios fue una sorpresa, pero no es descartable que también que fuera un accidente – la combinación de un candidato espantoso en el PSOE, una comunidad mal gobernada, una campaña en la que todo el mundo les hizo el juego y el voto de cabreo de muchos votantes que no sabían donde se metían. Es posible que mejoren resultados si se vota de nuevo, pero también hay una posibilidad nada despreciable de que acaben perdiendo apoyos. Si les obligan a escoger entre jugársela otra vez en las urnas y aceptar un par de caramelos irrelevantes en temas simbólicos, seguramente se abstendrán y permitirán la investidura. Como todos los partidos de protesta, Vox sabe que donde hace daño es en las elecciones con baja participación; su gran oportunidad son las europeas, no una segunda vuelta con los votantes socialistas aterrados.
Todo esto, sin embargo, son tacticismos; juegos y dilemas políticos que esconden el punto central del dilema de la derecha estos días, aquello que es verdaderamente importante. Lo que deben preguntarse Ciudadanos y PP es qué quieren ver cuando se miren al espejo de aquí seis meses, ganen o pierdan la junta. Pueden escoger entre sacrificar sus valores por un gobierno autonómico, o arriesgarse a perderlo sabiendo que han defendido lo que creen.
Si están en política para defender unas ideas, creo que saben qué deben hacer.