Cuando esta columna vea la luz estaremos celebrando el cuadragésimo segundo aniversario de la aprobación por una mayoría abrumadora de la azarosamente vigente Constitución de 1978. Una efeméride sin apenas motivos de alegría, en plena crisis sanitaria, institucional y económica, con un Gobierno presidido por un forajido de la política que no tiene otra guía que su imagen en el espejo de su desmedida ambición.
Los cumpleaños son ocasiones para el examen retrospectivo, la reflexión crítica y serena sobre el pasado y la preparación del porvenir. La preocupante situación que estamos atravesando, la peor sin duda desde los días esperanzados de la Transición, contiene muchas amenazas, pero la más destructiva es la de la desaparición de España como Nación. Una coalición siniestra de arribistas usurpadores por asalto de las centenarias siglas socialistas, de ultraizquierdistas dogmáticos y liberticidas, de separatistas subversivos y de herederos del terrorismo, ha trazado un plan de transformación de nuestra monarquía parlamentaria y democrática en una república confederal colectivizada, paso previo al despiece de España en nacioncillas inventadas de carácter totalitario. Esta catástrofe no se ha gestado recientemente, sino que tiene antecedentes que vienen de lejos. Se trata de un largo proceso de cuatro décadas que arranca en el momento mismo de final de la dictadura. Sin comprender la génesis del horror que ahora nos aflige, es imposible salir de él. Dado que los dos principales partidos nacionales nunca lo han entendido y siguen sin entenderlo, el optimismo al respecto queda descartado.
Se buscaron fórmulas en la nueva Constitución que diesen una salida razonable y equilibrada a cuatro de nuestros seculares conflictos, el religioso, el militar, el social y el de la forma de Estado
Tres han sido los errores que explican la nefasta marcha de los acontecimientos que nos han llevado desde la ilusión de 1978 al desánimo y la decepción actuales. El primer error ha sido de tipo político. A la muerte natural del general en su lecho, todo el mundo, salvo una minoría nostálgica y recalcitrante, estaba de acuerdo en que era necesaria la transformación del régimen autoritario surgido de la Guerra Civil en una democracia homologable con las del resto del mundo occidental. Para ello, se buscaron fórmulas en la nueva Constitución que diesen una salida razonable y equilibrada a cuatro de nuestros seculares conflictos, el religioso, el militar, el social y el de la forma de Estado. Para cada uno de ellos se encontró una solución aceptablemente satisfactoria que garantizaba a partir de la aprobación de la Ley de leyes de 1978 que sus posibles rebrotes fuesen leves y discurriesen por cauces pacíficos.
Sin embargo, para el quinto conflicto, el de los nacionalismos periféricos, que tan virulento se había manifestado desde finales del siglo XIX, se tomó el peor camino imaginable, el de una amplia e intensa descentralización política, lingüística, legislativa, cultural, institucional y simbólica. Un Estado centrípeto se convirtió en centrífugo y se fragmentó en entes subestatales dotados de parlamento, gobierno, presupuesto, lengua curiosamente denominada propia, bandera, himno, fiesta nacional e identidad diferenciada. En otras palabras, se articuló una estructura territorial perfectamente diseñada para que los nacionalismos separatistas catalán y vasco, equipados con potentes instrumentos financieros, educativos, culturales y de creación de opinión, se dedicasen con ahínco, tremenda eficacia y perseverancia incansable, a su particular nation-building, preparando aceleradamente la erección de un Estado propio separado de la matriz común. Si uno tiene en casa a un tigre de conocida fiereza, lo aconsejable es tenerlo en una jaula, no dejarle que campe a su gusto por la vivienda devorando a sus residentes. Pues bien, se decidió que lo mejor para apaciguar al tigre era abrirle la puerta y colmarlo de concesiones sucesivas y crecientes, hoy se comía a la abuela, mañana a los niños, pasado mañana al portero y como no había manera de tranquilizarlo se le entregaban más y más presas, pero, como era de esperar, nunca se satisfacía y el final era previsible. En estos momentos el manjar por el que ya saliva es nada menos que la Corona.
El segundo error ha sido de procedimiento. Una vez puesta en funcionamiento la nueva arquitectura constitucional, institucional, administrativa y política, se entró en una dinámica perversa en la que el partido nacional que quedaba en minoría mayoritaria en el Congreso se apoyaba en los nacionalistas para lograr la estabilidad de la legislatura pagando, eso sí, un precio progresivamente oneroso en competencias y recursos que aquellos utilizaban para ir reforzando su predominio electoral en sus Comunidades, siempre con el propósito de alcanzar la independencia. No es sorprendente que esta senda condujese al Estatuto de Cataluña dudosamente constitucional de 2006 y al estallido subversivo de 2017.
Si hubieran conocido o interpretado correctamente la historia de España y de Europa del siglo XX, no estaríamos los españoles abocados al precipicio como estamos
El tercer error ha sido de carácter moral y por ello el peor y el origen de los otros dos. Acomplejada tontamente la derecha por el largo período franquista y obnubilada la izquierda por un sentimentaloide compañerismo con los que percibía como parte de la oposición democrática, ambas otorgaron a los nacionalistas una legitimidad adicional y les admitieron como interlocutores plenos en el diseño del nuevo Estado y en el juego político ordinario posterior. No coligieron ni nunca han colegido que una doctrina política que sitúa la identidad étnico-lingüístico-cultural como el valor supremo de la jerarquía axiológica que ha de regir la vida colectiva, por encima de valores universales como la libertad individual, la igualdad ante la ley, la justicia, el Estado de Derecho y la solidaridad cívica, que sustituye la ciudadanía por el tribalismo, es éticamente inaceptable y que el gran problema no es su apaciguamiento, sino su neutralización en las urnas y en las mentes. Si hubieran conocido o interpretado correctamente la historia de España y de Europa del siglo XX y si hubieran tenido claros determinados conceptos de filosofía política elementales, no estaríamos los españoles abocados al precipicio como estamos.
Resulta increíble que una doctrina política que sembró Europa de decenas de millones de cadáveres en las dos Guerras Mundiales, que en Cataluña hace que sus adeptos atropellen los derechos lingüísticos de millones de sus conciudadanos y pretendan imponerles contra su voluntad una identidad ortopédica y que en el País Vasco hasta no hace mucho practicaba sistemáticamente el tiro en la nuca, el secuestro y la extorsión, haya sido y siga siendo objeto de deferencia reverente por parte de los dos grandes partidos nacionales, cuando no de colaboracionismo abyecto como sucede con el actual Gobierno de coalición socialista-comunista y con el PSOE de Cataluña, de Navarra y del País Vasco. La diversidad lingüística, cultural, de razas, de creencias o de folklore y costumbres no debe trocear Estados democráticos consolidados en tribus extrañas entre sí, sino prestarles cromaticidad y pluralidad enmarcadas en un orden constitucional, cívico y jurídico común. Mientras la Unión Europea demuestra que hemos aprendido a escala continental las lecciones del siglo pasado, no en vano definido como “de los horrores”, en España las elites políticas, empresariales y culturales siguen bebiendo con delectación ese veneno mortal.
No es aventurado augurar que estamos abocados a un desenlace traumático de este desgarro nacional y que, como en otras épocas de nuestra historia reciente, España no desaparecerá, pero que el coste de su supervivencia será muy alto en términos de violencia, inestabilidad y empobrecimiento material. Nada desearía más que equivocarme y desde luego no somos pocos los que seguimos luchando para que esta desgracia no suceda, pero si queremos lo mejor, preparémonos ya para lo peor.