No se asusten, las siguientes líneas no son una apología del autoritarismo. Todo lo contrario: si queremos evitar la tiranía -y la sociedad tiende a ello de forma indefectible- debemos rescatar y reivindicar con urgencia el origen y utilidad del concepto “autoridad”.
El uso actual del término remite a la capacidad de ordenar y mandar sobre otros, de ahí que definamos como “autoritarios” los regímenes políticos en los que el poder recae principalmente sobre una persona, y no sobre un conjunto de instituciones y mecanismos que eviten el despotismo.
El origen del concepto es, sin embargo, bien distinto. La auctoritas en Roma se oponía a la potestas. La primera hacía referencia a quien poseía saber y conocimiento, y era socialmente reconocido por ello. La segunda designaba a quien ostentaba y ejercía el poder fáctico. Quien tenía auctoritas no tenía potestas, es decir, el hecho de ser reconocido como experto no otorgaba poder sobre los demás. Las “autoridades” eran, sin embargo, escuchadas a la hora de tomar decisiones.
Ni siquiera a Pedro Sánchez se le habría ocurrido decir abiertamente que las fuentes de las decisiones que iba a ir adoptando su Gobierno serían la Cibeles y la Fontana di Trevi
Teóricamente, nuestra organización política y social reproduce el modelo, aunque no haga referencia explícita al origen de la distinción entre un tipo y otro de poder. Porque, efectivamente, el saber es poder en muchos sentidos de la palabra. La pandemia está creando el contexto perfecto para poner esto último de manifiesto. Desde el inicio de la pandemia nos pusimos en manos de expertos, aunque en el caso español resultaron bastante fantasmagóricos. Ni siquiera a Pedro Sánchez se le habría ocurrido decir abiertamente que las fuentes de las decisiones que iba a ir adoptando su Gobierno serían la Cibeles y la Fontana di Trevi. Y ya es decir, pues si algo nos ha dejado claro nuestro presidente es que su osadía carece de límites.
Sabemos, pues, que la credibilidad de las autoridades sanitarias resulta fundamental para la salud física de la ciudadanía. Ahora bien, ¿qué ocurre con la salud democrática, la política, la social? ¿Qué autoridades son relevantes en el panorama español, qué autoridades nos permiten decir -sin que suene a chiste negro- que en España tenemos verdadera libertad individual, una ciudadanía responsable, un sistema de enseñanza sólido, un sistema judicial independiente, un tejido empresarial competente, protección de los derechos de los trabajadores, de la infancia, de los ancianos y enfermos, de las personas vulnerables en general? ¿Son realmente competentes estas autoridades? En caso de que sí lo sean, ¿de qué medios disponemos para que sus voces puedan llegar a la ciudadanía sin ser deformadas, simplificadas o utilizadas en interés propio por el poder político o económico?
La naturaleza del ser humano es relativamente estable, basta con echar un vistazo a libros de historia y manuales de antropología y sociología. Sabemos que somos capaces de cometer los actos más rastreros y desalmados, pero también de los más majestuosos y sublimes, como construir catedrales, teatros de ópera, leyes justas, una sanidad y una educación universales... Para evitar lo primero, y seguir en el camino de lo último, lo que necesitamos es atenernos a los cambios seculares y adaptarnos a ellos. El más relevante actualmente es la tecnología que rodea al intercambio de información.
Tenemos, en efecto, más acceso que nunca a la información, pero no hemos aprendido todavía a manejarla. Este factor está erosionando el concepto de autoridad, tan fundamental para que podamos mantener nuestra sociedad libre y próspera, tanto en sentido material como espiritual. No existen soluciones fáciles al problema. La vida es, de hecho, problemática en esencia. Ser conscientes de ello y de los retos a los que nos enfrentamos es un primer paso para evitar que la falta de auctoritas nos conduzca al autoritarismo que tanto tememos y que siempre nos acecha, con uno u otro disfraz.