Opinión

La dictadura del código QR y las humillaciones que hemos asumido

Pronto, la documentación y los certificados sanitarios pesarán más que la ropa dentro de la maleta, como consecuencia de esta sinrazón mundial

  • El código QR del pasaporte covid -

Lo que son las cosas. Cuando a Händel le sobrevino su primer ictus, su doctor se presentó en su casa y le prescribió varias extracciones de sangre durante tres días para equilibrar los humos de su organismo. Tras comprobar que había perdido la movilidad de la mitad de su cuerpo, afirmó: “el hombre se ha salvado, pero el músico no volverá”. Al poco tiempo, el músico acudió a las termas de Aquisgrán y con un tesón digno de encomio logró recuperarse. Después, alcanzó su cumbre artística y compuso El Mesías, una obra maestra que siempre atribuyó a la inspiración divina y por la que nunca quiso cobrar ni un céntimo. Tres siglos después, resulta ridículo pensar que le salvó un médico mediante la técnica del sangrado. Pero entonces era lo aceptado. Una verdad ridícula.

Una de las mejores formas de detectar las estupideces cotidianas es la de imaginar lo que pensarán de la civilización actual dentro de varias décadas; por ejemplo, cuando hallen los archivos de cualquier red social y comprueben la costumbre de difundir entre la audiencia vídeos con movimientos espasmódicos de traseros o la típica fotografía en la que un individuo sujeta la torre de Pisa. A veces, no hay que proyectarse muchos años hacia adelante para descubrir que nos hemos dejado llevar por la irracionalidad o la tontuna. Sin ir más lejos, hace menos de mil días se estableció que los ancianos podían romper su confinamiento durante una hora al día, eso sí, con la prohibición de acceder a los parques por si allí se contagiaban de covid-19. Sentados quizás en un banco, a diez metros de la persona más cercana.

El memento mori se quedaría corto en estos tiempos. Lo suyo sería afirmar que, como uno se descuide, será engullido por la 'nueva normalidad', que es sinónimo de una memez supina. Como la de prohibir el reparto de cartas en los restaurantes, que no es la más grave, pero que es muy representativa.

El código QR como sinónimo de anormalidad

Pongamos un ejemplo: cualquier ciudadano español que quiera viajar a un país de Latinoamérica con escala en Estados Unidos deberá tener la pauta completa de vacunación desde al menos 14 días antes de iniciar su ruta; y aportar un test de antígenos negativo que no haya sido realizado más de 24 horas antes de la salida de su vuelo. También deberá haber 'comprado' el visado electrónico ESTA , para cuya concesión es necesario haber respondido 'no' a la pregunta: ¿Ha participado usted en algún genocidio? Reitero: todo esto tan sólo, para esperar en el aeropuerto en cuestión.

Para regresar a España -vía EEUU, se entiende-, deberá ingeniárselas para encontrar un laboratorio en el que hacerse una prueba de covid-19 -cosa que resulta muy estúpida si no tiene síntomas- y obtener un código QR para presentar en el aeropuerto de llegada. Aquí se encuentra uno de los puntos más absurdos de todos: el certificado de vacunación europeo caduca a los 270 días, por lo que deja de ser válido a partir de ese momento, lo que hace necesaria la inyección de una dosis de refuerzo para poder viajar. La cual, por cierto, no piden al otro lado del Atlántico.

La necesidad de disponer de este QR ha obligado a añadir una rutina aeroportuaria más, que se suma a las sucesivas humillaciones al viajero que se han implantado a lo largo de los años, que pasan por descalzarse, quitarse el cinturón, desenfundar la cámara de fotos, someterse a un control aleatorio para descartar que lleva encima explosivos, meterse en uno de esos escáneres corporales, tirar a la basura las botellas de agua, medir su maleta en una jaula o soportar al típico guardia maleducado que vocea acerca de todo lo que hay que sacar del equipaje para pasar el control de seguridad o pregunta acerca de la tenencia de sustancias prohibidas. O sobre el motivo del viaje, pese a que haya sido necesario rellenar un folleto antes de aterrizar.

Es común durante algunas escalas que el trabajador de la aerolínea en cuestión escriba una marca en la parte inferior derecha del billete, lo que significa que antes de embarcar ese pasajero será sometido a un registro exhaustivo, pese a haber pasado previamente por un control de seguridad. En aeropuertos como el de Singapur, a las bandejas donde el viajero deposita sus objetos incluso se les identifica con un número, por si al dueño le diera por evadir su responsabilidad sobre lo que lleva encima. Es un completo bochorno.

Un Estado que no deja respirar

Tengo fe en que los humanos del futuro lean sobre este tipo de rutinas burocráticas con el mismo estupor con el que hoy se observan las prácticas que en el pasado creían efectivas, pero que eran auténticas barbaridades. Las restricciones de derechos siempre son la principal tentación del 'buen gestor' y eso le lleva a construir infiernos terrenales de los que resulta difícil escapar.

Con la expansión del covid-19, los legisladores de todo el mundo se han excedido en sus competencias, hasta el punto que nunca antes fue más cierta la frase que escuchó el agrimensor de Kafka: “Este pueblo es propiedad del castillo, quien vive aquí o pernocta, vive en cierta manera en el castillo”.

Cuando la burocracia no es práctica, convierte la vida pública en un auténtico viacrucis y provoca que los ciudadanos reciban un bombardeo de ofensas en su día a día. La obligatoriedad del uso de mascarilla en exteriores ha sido quizás el mejor ejemplo de los últimos tiempos, pero no el único. Y, desde luego, su derogación no ha puesto fin a la sinrazón que se ha impuesto entre quienes toman decisiones desde que se declaró la pandemia mundial.

Las medidas inefectivas no ayudan a mejorar una crisis sanitaria, pero sí que arrebatan derechos a los ciudadanos. Como el de acudir a su centro de salud sin necesidad de gastar 3 horas de su tiempo en una llamada telefónica. O el de viajar sin tener que acreditar que ha superado las doce pruebas de Hércules, con una carpetilla llena de documentos oficiales y códigos QR. Que se entremezclan y a los que cuesta identificar, entre las largas filas aeroportuarias.

Esto no es menos desesperante que encontrarse cordones policiales alrededor de los parques o que mirar el reloj con ganas de que marcara las 20.00 para que permitieran salir a pasear, con mascarilla obligatoria. Forma parte de la misma deriva de estupidez en la que caímos hace mucho tiempo, pero que se ha agudizado en los últimos tiempos. Pronto, la documentación y los certificados sanitarios pesarán más que la ropa dentro de la maleta.

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