A veces uno quisiera creer que estamos ya en el último peldaño, que más no se puede caer. Y entonces surge una noticia, como por ejemplo esta que nos informa sobre la voluntad del candidato Pablo Iglesias de formar al profesorado madrileño en lo que él y la Lomloe denominan “educación afectivo-sexual” y de otorgar a esa clase de contenidos la condición de asignatura troncal, y no le queda más remedio que admitir que está en el error, que caer más sí se puede. En la caída libre en que se ha convertido desde hace años el sistema educativo español, no hay último peldaño, sólo penúltimo.
Las ocurrencias del todavía líder de Podemos han venido a coincidir con las de la todavía ministra de Educación, Isabel Celaá, a propósito del trato que merecen la Educación Especial y quienes defienden la necesidad de seguir contando con centros especializados. Unos dislates parecidos, manifestados con una misma arrogancia y mala educación. Pero, en paralelo a estas noticias, se ha abierto en la esfera pública un debate –hasta donde es posible abrir debates en España, claro– acerca de la pretensión del Ministerio de aligerar el nuevo currículo educativo y de hacerlo a costa del llamado aprendizaje memorístico.
Exceso de contenidos
Vayamos por partes. Que los contenidos constitutivos del currículo pueden ser excesivos y en alguna medida prescindibles, no lo dudo. Hay mucha, mucha paja en lo que se enseña, empezando por el fárrago de la educación afectivo-sexual que tanto preocupa al candidato Iglesias y siguiendo con esa “asignatura de feminismos” que figuraba como medida en el programa con que Podemos concurrió a las últimas generales y permanece hoy por hoy en la recámara. Ahora bien, en cuanto al exceso de contenidos, habría que analizar el asunto etapa por etapa. Así, es muy probable que ese desbordamiento sí se dé en Bachillerato. Pero aquí el problema viene de raíz. O sea, de la Logse. Con sólo dos cursos de Bachillerato –esa anomalía española–, difícilmente pueden pedirse peras al olmo.
Fiel al cortoplacismo con que el presidente Sánchez y su gurú cortesano se conducen desde el día que pisaron la Moncloa, a este Gobierno los ciudadanos del mañana le importan un higo
Y en cuanto a la memoria, no deja de resultar significativo que un gobierno que ha hecho de la llamada “memoria histórica” una bandera a la vez vindicativa y victimista sea tan renuente a promover la memoria entre los niños y jóvenes que pueblan las aulas del país y cuya formación debería ser decisiva con vistas a la España del mañana. Semejante contradicción arroja unas cuantas conclusiones. De entrada, que al actual Gobierno sólo le interesa la memoria en la medida en que puede moldearla a su gusto. Luego, que, fiel al cortoplacismo con que el presidente Sánchez y su gurú cortesano se conducen desde el día que pisaron la Moncloa, a este Gobierno los ciudadanos del mañana le importan un higo. Y, en fin, que poner en valor la memoria como método de aprendizaje supone poner en valor el conocimiento, y eso sí que no.
Desposeídos de la autoridad
Desde que la educación pública de este país cayó en manos de pedagogos y psicólogos, y hace de ello por lo menos tres décadas, los contenidos han sido arrumbados de forma grosera. Se ha puesto el acento en el cómo –en el “aprender a aprender” de los breviarios de los movimientos de renovación pedagógica, favorecidos por el ensueño constructivista– y se ha guardado el qué en el baúl de los malos recuerdos. Ese descrédito del saber, de la transmisión de los contenidos, ha tenido un efecto lacerante no sólo para los alumnos, a los que se ha privado del alimento y del placer del conocimiento, sino también para los maestros y profesores, que han sido desposeídos de la autoridad que comporta ser depositarios de un saber y de la potestad de legarlo a las generaciones futuras.
Por lo demás, la mengua a la que se va a someter el currículo en sus partes presuntamente más memorísticas se verá agravada por la cada vez más liviana presencia en él de las enseñanzas comunes. Si hoy en día ya resulta difícil establecer unos mismos parámetros de evaluación de los conocimientos en el conjunto de España –piénsese tan sólo en la imposibilidad de comparar, autonomía por autonomía, el dominio de la lengua oficial del Estado, por no hablar de la flagrante y dolosa inexistencia de una única prueba evaluativa al término del Bachillerato–, ¿qué cabe esperar de un mañana en que la formación de cada ciudadano español va a depender del capricho con que en su respectiva comunidad autónoma hayan manejado las tijeras?
Y recuerden: no hemos llegado aún al último peldaño.