El pasado lunes, tomando unas cervezas con el polítologo y ensayista Javier Santamarta, nos explicaba los motivos de su mudanza desde la calle Mayor de Madrid al municipio de El Escorial. No es que se hubiera cansado de la capital de España, que le parecía una combinación de las ventajas de la gran ciudad con la calidez de un pueblo, sino que le habían agotado las crecientes hordas de turistas que habían convertido el centro en una mezcla de festival musical de verano, despedida de soltera incesante y terminal de aeropuerto con pasajeros empujando maletas de rueditas. “En los noventa y dosmiles, cuando iba a Barcelona, tenía la sensación de que Madrid aprendería de esos errores, pero por desgracia me equivocaba”, explicó a los jóvenes periodistas e historiadores con quienes compartíamos taberna.
El centro de Madrid, desde los años setenta, tiene un ambiente cordial y manejable pero con todos los servicios a mano, además de que te podías cruzar paseando desde Alaska a Arturo Pérez Reverte, pasando por Javier Marías. Hoy es un infierno de Erasmus que pasean en tuk-tuks orientales, hooligans con jarras de sangría de litro y medio y bares de tapas que te ofrecen sushi porque es lo que piden las señoritas belgas cuando quieren combatir la resaca sin engordar demasiado. Hablamos de un paisaje tan infernal que, por resumirlo en una frase, parece Las Ramblas. Lo que una vez nos vendieron con progreso y modernización ha significado la devastación cultural de una zona emblemática de la ciudad, que de manera creciente los madrileños preferimos no pisar.
Plantar cara a la nada
¿Por qué nadie ha hecho nada por impedir la barcelonización de Madrid? Mi triste impresión es que se ha trabajado para que esto ocurriera. Hace dos años, cuando Isabel Díaz Ayuso anunció de la Comunidad de Madrid acogería una versión madrileña del festival hípster Primavera Sound, sentí una profunda tristeza. Se presentaba como algo deseable ser refugio de una marca decadente, anglófila y pseudomoderna, que en los últimos años había confirmado de sobra su condición de parque temático para cincuentones incapaces de comprender la música popular del siglo XXI. Aquello hacía tiempo que se parecía más a Yo fui a EGB que a un encuentro cultural con lo más sofisticado del pop actual. El resultado de la operación fue que el Primavera perpetró un desastre organizativo, echó la culpa a la escasez de infraestructuras de Madrid y se comió la jugosa subvención de 850.000 euros a cambio de nada. No se trataba de resucitar los modelos fallidos de Barcelona, sino de articular alternativas mejores desde Madrid. Tampoco es que hubieran puesto el listón tan alto.
Madrid no registra todavía los niveles de autoodio y nihilismo de Barcelona, pero hay que despertar frente al vacío multicultural
Por desgracia, no existe hoy en la capital ningún partido con un plan para apartar a Madrid de este modelo ‘ciudad global’ que ha arruinado por completo el nervio de Barcelona y lleva buen camino para hacer lo mismo con Málaga. No se trata de prohibir el turismo, sino de acogerlo con unos límites que no estropeen la vida de la ciudad. Ahora que es Navidad, Barcelona paga la enésima factura de su turboconsunismo multicultural: el ocultamiento de belenes y la desaparición de otras referencias cristianas, con una decoración municipal que sí tiene adornos alusivos a la fe musulmana en el barrio del Raval. Estamos pasando del “Feliz Navidad” a “Feliz Navislam”. En Madrid todavía no hemos llegado a esos niveles de autoodio y nihilismo, pero ya sabemos lo contagioso que es todo lo que llega de la ciudad condal. A estas alturas, es urgente ir despertando para no convertirnos en la nada.
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