Opinión

El día de Leonor

Tenemos que aprender más de los británicos, eso está claro. Para organizar las grandes solemnidades no hay en el mundo nadie como ellos. Lo hemos visto recientemente en dos ocasiones: los funerales de Isabel II y

  • La princesa Leonor durante la jura de la Constitución rodeada de la Familia Real -

Tenemos que aprender más de los británicos, eso está claro. Para organizar las grandes solemnidades no hay en el mundo nadie como ellos. Lo hemos visto recientemente en dos ocasiones: los funerales de Isabel II y la coronación de su hijo, Carlos III. La primera y larga ceremonia (duró varios días) fue la perfección misma. En la segunda, impresionante también, solo falló una cosa: la cara de aguardar en la sala de espera del dentista que tenía el protagonista, pero con eso se puede hacer poco: él es así y eso no tiene arreglo.

Muchos ciudadanos españoles hemos vivido por segunda vez en nuestra vida un acontecimiento trascendental: la jura de la Constitución por quien un día heredará la corona de España. Hace 37 años fue el príncipe Felipe; ahora ha sido su hija mayor, la princesa Leonor. La organización de la ceremonia, esta vez, fue impresionante, como correspondía a un acontecimiento así. Pero no perfecta. Me van ustedes a perdonar que me ponga un poco peñafielero; es decir, que me empeñe en ver defectos donde a lo mejor no los hay, o son diminutos, pero ya he dicho que soy devoto de la impecabilidad británica para estas cosas.

La música. Ay, la música. Es fundamental en estas ocasiones. Y no salió tan bien como debía. Alguien decidió que la Guardia Real, que seguía a caballo al coche en que iban Leonor y su hermana Sofía, debía hacer una machada: tocar unas sonoras fanfarrias –cornetas, tambores– mientras cabalgaban al trote tras el vehículo. Eso es dificilísimo porque es casi imposible evitar que alguien desafine, pero salió bien. Muy bien.

O lo uno, o lo otro. O las fanfarrias, o los nardos apoyaos en la cadera. Las dos cosas a la vez se dan de bofetadas

El problema llegó en la calle Mayor. Mientras los jinetes soplaban gloriosamente por las cornetas, en la plaza de la Villa había una banda de música (no sé por qué) atizándonos a todos un pasodoble, Por la calle de Alcalá, sacado de la revista musical Las Leandras. O lo uno, o lo otro. O las fanfarrias, o los nardos apoyaos en la cadera. Las dos cosas a la vez se dan de bofetadas. Y todavía peor: nadie contó con que el público, que abarrotaba las calles, tenía sus propios criterios musicales; se emperraba en cantar, al paso del coche, el Cumpleaños feliz, cosa completamente lógica porque la muchacha cumplía ese día los dieciocho. ¿Resultado? Pues un galimatías sonoro que quedó bastante ramplón. Esto a los británicos no les pasa.

Son detalles. Como la muy discutible calidad musical interpretativa del himno nacional las dos veces que sonó en el repleto Congreso, al principio y al final de la ceremonia. Hay grabaciones muchísimo más dignas.

Pero el acto entero, tanto en la calle como en el Congreso, fue memorable. Los británicos no han visto algo parecido (pero fue bastante más cursi) desde 1969, cuando el hoy Rey fue coronado príncipe de Gales, por su madre, en el viejo castillo de Caernarfon. Al pobre Carlos lo disfrazaron de sota de espadas, como habían hecho con su tío abuelo Eduardo, y lo pasó fatal. Aquí no. Un acto breve y muy brillante en el que la protagonista iba vestida con sencillez, lo mismo que su madre y su hermana, y en el que no faltó ni sobró nada. Tan deslumbrante quedó la ceremonia que, al final, diputados, senadores e invitados, puestos todos en pie, obsequiaron a la “cumpleañera” y ya formalmente heredera de la Corona con una ovación de más de cuatro minutos. La muchacha, coloradísima, no sabía qué hacer ni dónde meterse: nunca, seguro, le había pasado nada igual. Son contadas las veces que Montserrat Caballé, Pavarotti o Domingo lograron un aplauso tan largo y tan cerrado, como sabemos bien los aficionados a la ópera. Un triunfo en toda regla.

La complicidad del rey Felipe con su hija, los guiños, las sonrisas, los gestos de “venga, Leo, que lo vas a hacer muy bien”, fueron constantes

La diferencia más notoria que encontré con la jura del príncipe Felipe, en 1986, fue precisamente la actitud de este. Hace 37 años, el rey Juan Carlos parecía que se había tragado un sable. Serio como una estatua, tenía la misma cara de “ay, madre” que el día de su proclamación, allí mismo pero once años antes. Esta vez no fue así. La complicidad del rey Felipe con su hija, los guiños, las sonrisas, los gestos de “venga, Leo, que lo vas a hacer muy bien”, fueron constantes. Esa naturalidad, que forma parte de la personalidad del Rey, hizo que la solemne ceremonia se tiñera de una afabilidad deliciosa.

He dicho hace un momento que allí no sobró ni faltó nada. Me ratifico. Nada ni nadie. Hace 37 años estaba presente el ya anciano don Juan de Borbón, abuelo del adolescente Felipe. Esta vez no se vio a Juan Carlos. ¿Por qué? Primero, porque don Juan no había hecho las tropelías que cometió su hijo, tropelías que en el sentir de los ciudadanos envolvieron en una espesa niebla todos sus inmensos esfuerzos para recuperar la democracia y pusieron el prestigio de la Corona en mínimos insoportables. Y segundo, porque Juan Carlos es imprevisible: le encanta que le aplaudan y que le vitoreen, y no habría dejado pasar ocasión de propiciarlo de haber estado allí. Y eso no tocaba. Era el día de la princesa Leonor y de nadie más. La pena es que la ausencia del rey pretérito obligó (o eso pensó alguien) a prescindir también de la abuela, la reina Sofía, a quien los ciudadanos nunca han dejado de querer.

¿Faltó alguien más? Ah, sí, los ministros y los diputados populistas y nacionalistas. ¿Alguien los echó de menos? Porque yo, desde luego, no. En 1986 estaban allí José Antonio Ardanza, lendakari del gobierno vasco; Jordi Pujol,  presidente de la Generalitat catalana, y todos los diputados y diputadas de la izquierda, con don Santiago Carrillo a la cabeza de los cuatro representantes del Partido Comunista de España. Esta vez faltaron los de Podemos y todos los diputados nacionalistas, secesionistas o como quieran ustedes calificar a esa gente que a mí me gusta llamar “los Rufianes”.

Los nacionalistas ya tenían trazado su plan de secesión pero aún conservaban la buena educación y el sentido institucional suficientes como para acudir a una ceremonia de Estado.

¿Eran menos nacionalistas Ardanza o Pujol por estar allí? En absoluto. ¿Eran menos izquierdistas los diputados del PCE? Pues tampoco. Lo único que sucedía era que a la política española aún no había llegado el populismo adolescente, demagógico, antisistema y teatrero que llegó más tarde con la tropa del lamentado señor Iglesias (Pérez Reverte le ha llamado “rata sectaria”: qué culpa tendrán las ratas, caramba). Y los nacionalistas ya tenían trazado su plan de secesión, que en estos días podría dar un paso irreversible con la “amnistía”, pero aún conservaban la buena educación y el sentido institucional suficientes como para acudir a una ceremonia de Estado.

Es sencillamente inimaginable que un diputado británico, por más separatista escocés que sea, por más republicano o “brexitero” que haya salido, se ausente deliberadamente de una ceremonia institucional como el funeral de la Reina o la coronación del nuevo Rey. Inimaginable. En esto también tenemos que aprender de los británicos, porque está claro que aquí vamos para atrás.

Vamos para atrás, caramba. “Ni monarquía ni Constitución”, dice el papel que han firmado los deliberados ausentes: con esa gente ha formado gobierno Pedro Sánchez y con esa gente pretende volverlo a formar. Es sencillamente inaudito. Se traga con lo que haya que tragar, con lo que pida esa gente que lo que pretende, está clarísimo, es la destrucción del Estado a cuyo gobierno se disponen a apoyar, obviamente para usarlo de palanca.

Pero esa gente sabe bien que “los suyos” se tragan esas sandeces sin rechistar, y las jalean y las ponen todos en el “tuiter”, o como se llame ahora ese estercolero

Y consideran a Leonor “heredera de la dictadura”. Eso es lo mismo que si cualquiera de nosotros considera a la lúgubre señora Belarra heredera de Stalin o de Laurentii Beria, o a Junqueras trasunto del cardenal Enric Pla i Deniel, el clérigo catalán que calificó de “cruzada” la sublevación de Franco. Son puras sandeces. Nada más. Pero esa gente sabe bien que “los suyos” se tragan esas sandeces sin rechistar, y las jalean y las ponen todos en el “tuiter”, o como se llame ahora ese estercolero. Total: ¿Que no quieren ir a la jura de Leonor? Pues que no vayan, coño, que no vayan. Mucha falta, la verdad, no hace ninguno de ellos.

Vamos para atrás, sí. Hay pocas dudas de eso. Pero a mí no se me van de la cabeza los cuatro minutos de aplausos del hemiciclo repleto a la joven princesita, que parpadeaba sin saber qué hacer porque eso sí que no le había pasado en su vida. Ha pedido que confiemos en ella; lo mismo dijo Rishi Sunak, primer ministro británico. No veo por qué no. En gente bastante más deleznable confiamos.

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