Opinión

Disciplina social

Conviene ahora recordar que un ciudadano libre no es aquel que carece de freno, sino el que se gobierna a sí mismo

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La gestión política de la pandemia ha traído una curiosa renovación del vocabulario de la conversación pública. Hemos hablado aquí de las metáforas bélicas omnipresentes en las declaraciones de los políticos y los medios de comunicación. Llaman igualmente la atención las reiteradas apelaciones a la "unidad y lealtad" de los portavoces gubernamentales en un escenario político tan polarizado como el nuestro. No me refiero, como se ve, a lo que estamos aprendiendo en las últimas semanas sobre virus y epidemias, sino a términos cargados de valor que adquieren nueva importancia en la discusión pública gracias a las estrategias retóricas de los agentes políticos.

En el marco discursivo propiciado por el estado de alarma, que nos lleva a considerar la crisis sanitaria como una guerra contra el virus para la que se requiere un mando único, no puede sorprendernos que el sintagma "disciplina social" haya hecho fortuna. De forma destacada lo ha usado el presidente del Gobierno en sus intervenciones: ‘Para vencer al virus es esencial la responsabilidad y la disciplina social’, dijo unos días antes de declarar el estado de alarma. Ahora lo ha vuelto a recordar el ministro de Sanidad, Salvador Illa, en relación con los riesgos que suponen los planes de 'desescalada': "Toda prudencia es poca en decisiones complejas, sin precedentes, que requieren más que nunca de disciplina social".

Nunca se ha visto tan claro que la salud no es un bien privado, sino que comporta una dimensión de bien público que a todos afecta y que depende de la conducta de cada uno

Es fácil de entender la necesidad de disciplina. Si algo pone de manifiesto un virus altamente contagioso como el SARS-CoV-2, es la interdependencia mutua de los seres humanos, el hecho de que nuestras acciones aparentemente irrelevantes afectan a otros y producen efectos agregados que pueden ser socialmente muy perjudiciales. No es solo que seamos vulnerables, como tantas veces se ha dicho, y que estemos expuestos a sufrir la enfermedad y sus consecuencias perniciosas; como sabemos, esos riesgos están distribuidos de forma desigual entre la población. Pero nunca se ha visto tan claro que la salud no es un bien privado, sino que comporta una dimensión de bien público que a todos afecta y que depende de la conducta de cada uno. De ahí la necesidad de extremar las medidas de higiene, guardar la distancia social o cambiar los viejos hábitos en el trato social. Hace falta que cada uno siga de forma regular y constante esas instrucciones en su vida cotidiana porque las repercusiones importan a todos. Ningún hombre (¡o persona!) es una isla, que decía el poeta.

La conducta del gorrón

Todo eso está muy bien, pero es sabido que donde hay bienes públicos cabe esperar que aparezcan problemas de acción colectiva. En efecto, de un bien público nos beneficiamos todos con independencia de que uno haya contribuido o no a su producción o conservación. Por ello, siempre hay quien tiene la tentación de comportarse como un free rider o gorrón, esto es, de aprovecharse de la cooperación de los demás, ahorrándose el esfuerzo o el sacrificio que supondría la propia contribución. Obviamente la conducta del free rider solo puede ser la excepción; a poco que se extienda el ejemplo, la provisión del bien público (que en nuestro caso es la prevención de un mal público) será insuficiente o colapsará perjudicando a todos, gorrones incluidos. En otras situaciones nadie desea comportarse como un gorrón, sin embargo, no llegamos a fiarnos de que los demás hagan su parte y no cooperamos por miedo a que nuestros esfuerzos no sirvan de nada. Como vemos, la falta de cooperación no nace exclusivamente del egoísmo, sino que puede venir de la ignorancia, la debilidad de la voluntad o la simple miopía de quienes no ven los efectos agregados o dilatados en el tiempo de sus acciones.

Resolver problemas de acción colectiva y asegurar la provisión de bienes públicos es la función esencial de la autoridad pública y su justificación más clara. Quien dice autoridad dice instrucciones y normas para organizar la coordinación social entre múltiples agentes así como sanciones efectivas para garantizar que en su mayoría seguirán las reglas y harán su parte con la seguridad de que los demás también cumplirán. Y la disciplina se concibe naturalmente dentro de ese marco que configuran la autoridad y la observancia de las normas, pues entendemos por disciplinado a quien se somete a la autoridad, obedece sus instrucciones y cumple diligentemente las reglas. De ahí que sea una virtud especialmente apreciada en instituciones organizadas verticalmente en torno a la autoridad, como un cuerpo militar o las órdenes religiosas.

Por lo mismo, de ahí surgen muchos de los malentendidos que hay en torno a la disciplina. Para empezar hay que reconocer que tiene mal nombre, cargada como está de connotaciones negativas. Recordemos que "disciplinar" se refiere tanto al hacer guardar las reglas como a los azotes que se dan como castigo, o que el sustantivo se aplica igualmente a la vara de cáñamo que sirve para azotar. La mala fama que arrastra no puede sorprendernos, por tanto, pues evoca el sometimiento servil del que obedece sin rechistar, cuando no se le da un sentido puramente represivo asociado a condenas y sanciones.

La disciplina a sido considerada por cierta pedagogía progresista como seña de una concepción tradicional o conservadora de la educación, junto con las ideas de autoridad o esfuerzo con las que va asociada

Esa percepción negativa de la disciplina se advierte especialmente en el ámbito de la educación, seguramente porque es en la escuela donde más importante resulta apreciar su valor. Es revelador el uso de eufemismos para camuflar la palabra fea. Las faltas de disciplina se convierten así en conductas disruptivas o la disciplina escolar en normas de convivencia. No es menos significativo que la disciplina se haya convertido en un valor controvertido y de parte, por así decir. De ese modo, ha sido considerada por cierta pedagogía progresista como seña de una concepción tradicional o conservadora de la educación, junto con las ideas de autoridad o esfuerzo con las que va asociada. No deja de ser irónico que ahora asistamos a la recuperación del concepto por boca de sedicentes portavoces progresistas.

El hecho de que no entendamos muy bien en qué consiste el ejercicio de la autoridad tampoco ayuda a despejar la confusión. Sencillamente se confunde la autoridad con el autoritarismo o la disciplina con la intimidación o el castigo. Algo de esto hemos visto en algunas alabanzas acerca del modo en que regímenes autoritarios como el chino son capaces de gestionar la pandemia por comparación con las democracias liberales, como si la libertad individual estuviera en abierta oposición a la disciplina social y ésta descansara fundamentalmente sobre la vigilancia y la represión generalizada de la población.

Constancia y esfuerzo

Esa oposición con la libertad resulta ser puramente aparente si consideramos que el sentido del deber es lo que tiene de más genuino la disciplina. Quizá el problema de fondo es que no nos hacemos una idea clara del deber, o tenemos una idea muy pobre cuando lo rebajamos al miedo al castigo. Naturalmente, el deber constriñe y coarta, pues pone freno a nuestros deseos y fija límites a la conducta, pero también es un poderoso acicate para hacer las cosas bien o buscar la excelencia. Por eso mismo constituye el cimiento de la educación del niño, pues bien poco puede hacerse si éste no aprende a refrenar sus impulsos amoldando su comportamiento a reglas y desarrollando hábitos de conducta. Más importante aún, toda actividad humanamente valiosa supone constancia, esfuerzo y cierto grado de sacrificio que no serían posibles sin el dominio de uno mismo que procura la disciplina, a saber, sin la capacidad de subordinar nuestros deseos o los intereses del momento a bienes superiores o fines valiosos.

Lo que significa que la disciplina social bien entendida empieza por uno mismo, pues depende fundamentalmente de que adoptemos el sentido del deber como guía de conducta. Como tal disposición moral fundamental no es incompatible con la libertad, sino condición para su ejercicio. Por ello los clásicos comparaban al tirano con un niño voluble y caprichoso, incapaz de gobernarse. Que es tanto como recordar que un ciudadano libre no es aquel que carece de freno, sino el que se gobierna a sí mismo; de lo que se desprende que la disciplina ha de figurar como ingrediente imprescindible para educar en libertad. A ver si nos acordamos cuando pase la pandemia.

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