Opinión

¿Hasta dónde piensa llegar Putin?

Ningún país occidental va a dilapidar vidas en lo que considera el patio trasero de los rusos, más allá de reforzar las fronteras cercanas con destacamentos más bien decorativos

El invierno tocaba a su fin, pero aquel jueves iba a quedar congelado en los anales de la Historia. En las aduanas del sur, el ojo dislocado de las cámaras de seguridad captaba las moles de camiones y tanques verdosos avanzando en formación y con parsimonia por las carreteras que conducían al interior del país. Era la confirmación de lo que se temía estas últimas semanas: el ejército ruso invadía Ucrania. Había comenzado la "operación militar especial", en la jerga ambigua que el presidente ruso Vladimir Putin utilizara apenas unos minutos antes de iniciarse las maniobras. El presidente ucraniano Volodimir Zelensky decretó la movilización general. A partir de entonces, todo hombre de 18 a 60 años tendría prohibido salir del país.

La ofensiva fue un verdadero blitzkrieg en toda regla, un ataque relámpago. Los atacantes entraron masivamente en el país por el este, desde las repúblicas separatistas que se escindieron de Ucrania en el 2014 (y que son un protectorado ruso), desde el sur, por Crimea (que también lo es, por el mismo motivo) y desde el norte; forjando así un tridente de acero y fuego ante el que sería dificilísimo resistir. Las tropas y los tanques llegaron precedidos por una andanada de un centenar de misiles Smerch, Iskander, Tochka y Kalibr que, como una certera lluvia de meteoritos, desarboló, entre otros objetivos, los aeropuertos del enemigo, donde pudieron verse bolas de fuego elevándose hacia los cielos. Desde Nizhyn hasta Kramatorsk, Ucrania había perdido su escasa capacidad de respuesta aérea. Los proyectiles impactaron también en áreas residenciales que albergaban objetivos políticos y militares: en Kiev, la capital del país, las sirenas antiaéreas sonaron por primera vez en el siglo XXI.

Un vídeo muestra los restos de una nave rusa humeando sobre las aguas grises de un lago, mientras un paracaidista se desliza graciosamente hasta tocar la superficie. "Espero que ese cabrón se ahogue"

Entre civiles y soldados ucranianos, unas 140 personas perderían la vida. A estas horas, probablemente muchísimos más. A los muertos se añaden también los refugiados: por ahora, unas 100.000 personas; en su mayoría mujeres, viejos y niños, dado que los hombres en edad de combate no pueden abandonar el país. Por la parte rusa, caerían 450 soldados, así como dos de sus helicópteros y siete de sus aviones: un vídeo muestra los restos de una nave rusa humeando sobre las aguas grises de un lago, mientras un paracaidista se desliza graciosamente hasta tocar la superficie. "Espero que ese cabrón se ahogue", se escucha gruñir a un soldado ucraniano al lado de la cámara.

La ofensiva por el norte pronto resultaría crucial. Primero cayó la antigua planta nuclear de Chernóbyl tras duros combates en las marismas radioactivas de los aledaños. Chernóbyl, irónicamente, constituye un souvenir que probablemente no figure entre los recuerdos más encomiables del histórico dominio soviético sobre Ucrania. Fue cuestión de suerte que los proyectiles no resquebrajaran el sarcófago que contiene el material radioactivo liberado en el mortífero accidente de 1986. Pero lo anecdótico pronto fue sustituido por lo relevante: los invasores comenzaban a penetrar en los distritos norteños de Kiev. El gobierno ucraniano pedía a los habitantes que se quedaran dentro de sus casas y preparasen cócteles molotov, mientras distribuía 18.000 fusiles entre la población civil, ya sin más uniforme que sus jeans, gorras y anoraks.

¿Por qué invadir Ucrania?

Desde el punto de vista de alguien racional, Rusia gana poco con la invasión, más allá de las sanciones y el desprecio internacional; al menos en términos económicos. Pero si queremos entender las motivaciones del Kremlin, hay que asumir, si acaso por un minuto, su punto de vista; anacrónico, ciertamente, pero nunca irracional.

A partir de la Segunda Guerra Mundial, la política europea de la URSS consistía en rodear las gélidas estepas rusas de un cinturón de naciones afines o sometidas; un "cordón sanitario" que haría de colchón de seguridad si Occidente se decidía a invadirles por el flanco continental izquierdo. Recordemos que, por aquel entonces, la idea de una guerra entre el Oriente comunista y el Occidente capitalista era un planteamiento recurrente, tanto en Washington como en Moscú.

Este "cinturón" estaba compuesto, en primer lugar, por las "repúblicas populares" de Europa del Este -un nombre algo irónico para dictaduras que eran arrolladas por las cadenas de los tanques soviéticos al menor signo de rebelión- y, en segundo lugar, por un cinturón de repúblicas soviéticas menores que rodeaban a la gran república rusa. Pero esto llegó a su fin cuando el premier soviético Mijail Gorbachov llegó al poder a mediados de los ochenta y trató de reformar la URSS: tanto las primeras como las segundas declararon su independencia del Leviatán moscovita, y Rusia se quedó sin colchón protector. Todo sea dicho, tampoco pareció importarle: las viejas enemistades habían tocado a su fin.

Al menos hasta 1999, cuando un antiguo teniente-coronel de la KGB, Vladimir Putin, accedió al poder, eliminando -legal o literalmente- a sus rivales más liberales. Putin impuso una nueva política exterior; o mejor dicho, una vieja política exterior: Rusia, a partir de entonces, trataría de recuperar su "cinturón de seguridad."

Ucrania, en el año 2014, formaba parte de ese "cinturón", gobernada por el presidente pro-ruso Yanúkovich. Pero cuando una revolución ultranacionalista expulsó a Yanúkovich en medio de un mar de enfrentamientos callejeros entre policía antidisturbios y manifestantes armados con banderolas y barras de hierro, el Kremlin vio caer a aquel peón leal. Lo que ocurrió a continuación remite a los mejores thrillers de espías: misteriosos "hombres verdes" sin insignias (realmente, fuerzas especiales rusas) aseguraron las principales plazas de Crimea sin disparar apenas un tiro. Dos "repúblicas populares" nacieron en el oriente pro-ruso del país, y Moscú las armó hasta los dientes. En otras palabras, si Ucrania había querido salirse de la órbita rusa, Rusia se había hecho con su zona oriental y, sin pestañear, había reconstruido rápidamente su "cinturón de seguridad." Era la misma maniobra que Putin ensayara en Georgia, hacía más de una década.

Señales de alarma

A finales de 2021, Rusia comenzó a acumular fuerzas de manera ominosa en la frontera. El Kremlin lo justificaría como parte de unos ejercicios de maniobras y, de cuando en cuando, anunciaba reducciones de tropas en medio de las negociaciones diplomáticas que se producían. Washington advertía de que se trataba de un farol.

En un principio, aun así, cuando las primeras fotografías de satélite indicaban que los rusos amasaban sus fuerzas en la frontera como pequeños ejércitos de miniaturas de juguete, nada indicada que fueran a decidirse a entrar en el país: de hecho, no pocos analistas recordaban que el Kremlin había hecho exactamente lo mismo en abril de ese mismo año, llegando a amenazar no sólo con invadir sino con desatar represalias nucleares contra Occidente si este se lo impedía. El objetivo parecía ser el de negociar desde una posición de fuerza, para lograr un objetivo más bien improbable: que la OTAN, la alianza dominada por Estados Unidos, el gran adversario de Putin, se retirara por completo de Europa del Este. Las negociaciones, como era de esperar, se estancaron.

Quizás por ese motivo, en las últimas semanas se produjo una cuidadosa farsa -ciertamente sobreactuada- que comenzaba a presagiar una acción inminente. En primer lugar, el Partido Comunista de Rusia, el segundo más grande del país, le pidió al Kremlin que reconociera a las "repúblicas populares". El Kremlin dudó o fingió dudar, pero pronto accedió tras pedírselo también su propio partido, así como los líderes de las propias "repúblicas populares" (que tenían también carnets del partido desde el año pasado). En un segundo acto de este ballet político digno del Bolshoi, estas regiones pidieron refuerzos, y Putin accedió: los gigantescos tanques T-80 se desplegaron por la zona.

Durante ese tiempo, la Inteligencia militar rusa, el GRU, parecía estar fabricando un montaje para mostrar ante el mundo un ataque ucraniano sobre ciudadanos rusoparlantes, algo que sería convenientemente difundido por los brazos mediáticos del Kremlin; Sputnik y Russia Today (RT) y utilizado como pretexto para iniciar ocupación. Sabiéndolo, Washington trataba para entonces de frenar o retrasar la invasión a la desesperada, desclasificando de manera temeraria los datos de sus servicios de Inteligencia que indicaban el momento y método exactos del ataque inminente, a fin de forzar al Kremlin a rebatirlos retrasando sus movimientos. Pero ya era demasiado tarde.

David contra Goliat

El ejército ucraniano ya no es el amasijo de chatarra ex-soviética corroído por la corruptela que era en 2014. Ha recibido entrenamiento, financiación y tecnología por parte de Occidente -aunque no todas las armas que querría- y llevaba preparándose desde hacía tiempo para este día. Pero la correlación de tanques y aviación con los rusos le resulta sencillamente insuperable.

En su avance implacable, el objetivo de los atacantes, según la Inteligencia militar británica, es el de rodear y tomar la capital, y forzar un cambio de gobierno. El Kremlin, por su parte, no ha especificado sus metas más allá de lanzar una oleada propagandística en la que anunciaba la "desmilitarización" y "desnazificación" de Ucrania, a fin de evitar un "genocidio" en las "repúblicas populares", procesando a "criminales de guerra" pero sin llegar a controlar el país. La supuesta "desnazificación" se refería al carácter neofascista de ciertos batallones de milicias ucranianas -algo que también solía señalar la ultraizquierda europea en su día-, pero chocaba con el hecho de que el presidente Zelensky es judío y, de hecho, perdió a varios familiares a manos de los nazis en los años cuarenta. "¿Cómo podría yo ser nazi?", se preguntó públicamente.

El espectacular avance inicial de los rusos, en todo caso, parece haberse contenido. Los ucranianos ensayan una contraofensiva en Kharkov, donde las carcasas requemadas de transportes de tropas rusos decoran la carretera, cortesía de las armas antitanque que los defensores manejan con gran habilidad. Pero esto no demuestra un cambio de tendencia -al fin y al cabo, apenas han pasado unos días desde que comenzara la guerra-, y todo indica que los rusos llegarán hasta el final. El Kremlin propuso negociar este mismo viernes, pero Putin pronto enfrió las esperanzas, lanzando una llamada directa a deponer las armas y derrocar al gobierno ucraniano, al que describió como "una banda de drogadictos y neonazis."

Qué va a hacer Occidente y qué no va a hacer

El rechazo internacional al ataque ruso ha sido general; a excepción de Bielorrusia, que es títere de Moscú (y parte de su "cinturón de seguridad"). Su líder, de hecho, ha permitido que los rusos lanzaran una ofensiva desde su territorio. Siria, Corea del Norte y Venezuela también se posicionan junto a Putin. El mexicano Andrés Manuel lópez Obrador, por su parte, ha condenado cualquier tipo de invasión, mientras que Bolivia y Argentina, en tonos algo suaves, pidieron el cese de la guerra.

Por parte de Occidente, Rusia ha sido condenada contundentemente por EEUU y la Unión Europea, siendo suspendida como miembro del Consejo de Europa. "Putin ha dejado cortos a Kafka y Orwell", ironizó la primera ministra de Lituania. El Papa Francisco llegó a presentarse en la embajada rusa en Roma para manifestar su preocupación.

Dentro de la propia Rusia, miles de manifestantes se han lanzado a las calles, sólo para vérselas con la policía local. Mucho más amable, sin embargo, se ha mostrado el expresidente americano Donald Trump, admirador confeso del líder ruso. "Es un tipo muy inteligente, le conozco muy bien", ha dicho en un programa de entrevistas, para luego bromear sobre la inmigración ilegal: "Podríamos utilizar esa fuerza militar en la frontera con México."

Una primera andanada ha ido dirigida contra los fondos de Putin y su ministro de Exteriores, algo simbólico dado que estos no guardan sus fortunas en bancos europeos

Más allá de las palabras institucionales, la principal herramienta para castigar a Moscú parecen ser las sanciones económicas. Una primera andanada ha ido dirigida contra los fondos de Putin y su ministro de Exteriores, algo simbólico dado que estos no guardan sus fortunas en bancos europeos. Una segunda, mucho más real, ha golpeado los sectores rusos de transportes, finanzas y energía. En Rusia, colas de ciudadanos se agolpan frente a algunos bancos para retirar sus fondos, por si las medidas internacionales afectaran a los mismos. Además, dirigentes como los primeros ministros de Gran Bretaña, España o Polonia han pedido que se excluya a Rusia del sistema internacional bancario SWIFT, que permite que hasta 11.000 bancos en 200 países puedan realizar transferencias de dinero. Alemania, no obstante, se opone, puesto que imagina que esto damnificaría sobre todo a los ciudadanos rusos. Y China ha preferido mantenerse de perfil: siendo socio de Moscú, ha anunciado que empezará a importar trigo ruso, lo que suavizará el impacto de las sanciones occidentales.

Estas sanciones, por otra parte, pueden provocar represalias económicas a su vez. El continente europeo depende en gran medida del gas ruso para el invierno. Putin ha dejado pasar esta baza al atacar tan cerca de primavera, pero la perspectiva de cerrar el grifo seguiría siendo indeseable, elevando notablemente el precio de la electricidad (aún más) si no se buscan sustitutos con rapidez. Esto se añadirá al hecho de que el conflicto, ya de por sí, ha disparado los precios del crudo, lo que provocará inflación, haciendo subir los precios en general.

En todo caso y como colofón -menos contundente pero notablemente simbólico-, Rusia ha sido expulsada de Eurovisión, y su pabellón en el Mobile World Congress ha sido cerrado. La Fórmula 1 y la Champion´s League tampoco se jugarán ya en territorio ruso.

Algo parecido a la III Gran Guerra

A partir de aquí, cabe considerar dos posibles escenarios. El primero, que los rusos decidan convertirse en los orgullosos propietarios del país, y aguanten con toda probabilidad un infierno de sanciones externas y guerrillas internas; alimentadas quizá por Occidente. El segundo escenario (y por ahora, el más probable) es que una vez completada su demostración de fuerza, el Kremlin asegure la independencia de las "repúblicas populares" y retire sus tropas, sin exponerse más de lo necesario.

Lo que sí parece casi seguro es que, al contrario de lo que afirman algunos periodistas, llenos de temor pero tanto no de datos fiables, las probabilidades de que este conflicto derive en algo parecido a la Tercera Guerra Mundial son casi nulas. Ningún país occidental va a dilapidar vidas en lo que considera el patio trasero de los rusos, más allá de reforzar las fronteras cercanas con destacamentos más bien decorativos. "¿Quién está listo para luchar a nuestro lado? Sinceramente, no veo a nadie", dijo el presidente Zelensky el viernes, ya en camiseta y sin afeitar. Por una vez, nadie podía discutir la veracidad de sus palabras.

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