Opinión

La mascarilla y sus riesgos

Quienes defienden con vehemencia esta obligación no suelen hacerlo por generosidad hacia el prójimo, sino por propio interés

Mientras el final de la mascarilla obligatoria es ya una realidad en muchos países, en otros se percibe aún cierta resistencia, vacilación, incluso pánico a que desaparezca. Esta medida siempre estuvo rodeada de reacciones emocionales: las autoridades nunca abrieron un debate racional que comparase beneficios con perjuicios, seguramente porque no existían argumentos racionales para justificar su implantación forzosa.

Antes de 2020, las agencias sanitarias no recomendaban el uso generalizado de mascarilla, ni siquiera en una pandemia respiratoria grave. En su plan estratégico de 2017, la CDC de los Estados Unidos, señala que, en caso de pandemia muy severa, recomendaría su uso (no su imposición) tan solo a enfermos con síntomas. La OMS en su plan de 2019 señalaba: “no hay evidencia de que las mascarillas sean efectivas para reducir la transmisión de la gripe”. Los estudios mostraban que su uso generalizado no resultaba eficaz, existiendo un sólido consenso en que los perjuicios de una utilización permanente y abusiva superarían ampliamente sus muy escasos beneficios.

Naturalmente, las mascarillas cumplían su papel en situaciones muy concretas: utilizadas por profesionales, durante un periodo corto y en lugares determinados. Pero su efectividad se perdía al pretender un uso prolongado para todo el público, en todo momento y en todo lugar, incluso en exteriores. Las autoridades sanitarias mantuvieron este escepticismo al inicio de la pandemia Covid, pero su criterio cambió meses después sin que existiera ninguna evidencia adicional, ningún estudio que aportara nuevas pruebas. Han tenido que pasar casi dos años, con olas de contagios subiendo y bajando con independencia de cualquier restricción, para redescubrir algo que siempre se supo: aunque el tapabocas pueda ser útil en determinadas circunstancias, su uso forzoso e indiscriminado resulta a la larga ineficaz.

En realidad, la mascarilla obligatoria no fue una medida sanitaria sino política, un experimento social completamente nuevo. Se trataba de crear un símbolo, una imagen que recordase a la gente que el virus seguía circulando, un señuelo que impulsara a los individuos a no bajar la guardia, a no relajarse. Y, al igual que en el teatro griego, la máscara fue la principal pieza de atrezzo en una representación que permitió a los dirigentes trasladar al público la responsabilidad de los contagios, culpando a quienes no la usaban debidamente o a los que se oponían a ella. Pero las consecuencias fisiológicas y psicológicas de la mascarilla obligatoria pueden haber sido bastante severas.

No tomarse ni un respiro

En “Is a mask free from undesirable side effects in everyday use and free of potential hazards?” Kai Kisielinski y sus coautores repasan los hallazgos científicos sobre los efectos fisiológicos adversos de la mascarilla. La lista de perjuicios es larguísima, pero los principales provienen de la dificultad para respirar adecuadamente. La máscara incrementa considerablemente la inhalación de aire previamente exhalado, casi duplicando el espacio muerto fisiológico, o volumen del aire inhalado que no oxigena los pulmones. Como consecuencia, el volumen de intercambio de gases en los pulmones se reduce en un 37% de media por respiración. También se incrementa la resistencia a la entrada de aire en un 126% y a la salida en un 122% (más aún si el material está húmedo), obligando a los músculos respiratorios a realizar mucho más trabajo.

Todo ello se traduce en una caída significativa de la saturación de oxígeno en sangre y un aumento de la concentración de CO2. Fatiga, sensación de ahogo, dolor de cabeza, aumento de la cadencia respiratoria y del ritmo cardiaco y, en los casos más agudos, confusión, desorientación o reducción en las capacidades motoras, son algunos de los efectos detectados. Además, la excesiva concentración de CO2 podría afectar al locus cerúleo del tronco cerebral, desencadenando episodios de pánico. Otros autores consideran que el déficit de oxígeno podría favorecer procesos inflamatorios e, incluso, crecimiento de células cancerígenas.

Un estudio descubrió que el nivel de hemoglobina de los donantes de sangre aumentó significativamente tras imponerse la mascarilla obligatoria. Ante la hipoxia, o falta de oxigenación en la sangre, el organismo intenta adaptarse incrementando la concentración de hemoglobina, la proteína que transporta el oxígeno a las células. Es el fenómeno que permite a los montañeros irse aclimatando a la escasez de oxígeno de las alturas. Pero este proceso no es completo y tiene límites: aunque los sujetos en buena forma física, como donantes de sangre o alpinistas, puedan irse adaptando poco a poco a la hipoxia, la aclimatación no es tan sencilla en personas de avanzada edad o enfermas, que serían las más afectadas por la desoxigenación.

Otro experimento mostró que en la mascarilla, un medio cálido y húmedo, crece una cantidad considerable de bacterias, incluidos patobiontes y bacterias resistentes a los antibióticos, tras un uso de cuatro horas. Este riesgo puede evitarse cambiando muy frecuentemente el tapabocas, como hacen los profesionales, pero muy poca gente adopta esta práctica.

Un mundo de fantasmas sin rostro

Pero los males causados por la mascarilla no solo son fisiológicos; también psicológicos. Ocultar parte del rostro dificulta la comunicación, la interacción social, al impedir la percepción de buena parte de la información no verbal que expresan los gestos faciales: las emociones o el estado de ánimo. También interfiere la comunicación verbal, pues las palabras se entienden peor a través de una barrera física. Y dificulta el reconocimiento de personas a las que se ha visto solo una vez: por ello la usan ciertos delincuentes.

Estos problemas se agravan considerablemente en los niños, especialmente en la escuela, porque el proceso de comprensión de las expresiones no verbales, que es parte fundamental del desarrollo infantil, se ve impedido prácticamente por la máscara. En una localidad californiana, donde los alumnos de primaria debían llevarla en todo momento, los padres declararon que los niños se encontraban cada vez más estresados y desorientados, mostraban dificultades para reconocer a maestros y compañeros de clase y experimentaban grandes dificultades para hacer amigos. Seguramente ocurra lo mismo en España, pero aquí los padres son bastante más reacios a manifestarlo.

Al final, dado que la percepción de peligro no desaparece precisamente usando mascarilla, el círculo vicioso acaba desarrollando en los individuos una indefensión aprendida

Todavía peor, la máscara crea tal adicción que muchos han asumido que la llevarán el resto de su vida. Permite a algunos ofrecer ante los demás una imagen de ciudadano responsable, que acata las normas sociales. Proporciona a otros una momentánea sensación de seguridad, descubriendo tras el tapabocas ese imaginario espacio seguro que antes buscaban escondiéndose tras unas lentes oscuras.

Pero la mascarilla mantiene con el miedo una relación de ida y vuelta. Verse rodeado de gente enmascarada realimenta el temor porque refuerza la sensación de pandemia en un mundo de fantasmas sin rostro. Al final, dado que la percepción de peligro no desaparece precisamente usando mascarilla, el círculo vicioso acaba desarrollando en los individuos una indefensión aprendida, que desemboca en una actitud de pasividad y ciega conformidad con las autoridades.

Algunos autores apuntan ya al surgimiento de un nuevo síndrome: la ansiedad a quitarse la máscara, casi como un caso de gimnofobia, o temor al desnudo. Así como Queequeg, el personaje de Moby Dick, exhibía un extremado pudor a calzarse las botas en público, el choque cultural generado por las prohibiciones parece haber generado este pudor al desnudo del rostro en personas que ya experimentaban inseguridad o ansiedad social, especialmente muchos adolescentes.

Nunca debió imponerse la mascarilla forzosa generalizada y, por supuesto, debe eliminarse inmediatamente allí donde permanece. Quienes defienden con vehemencia esta obligación no suelen hacerlo por generosidad hacia el prójimo, sino por propio interés. “Todavía no es el momento de eliminarla”, vociferan; pero nunca lo será mientras la alarma siga realimentando su miedo, colmando su ego… o llenando su bolsillo.

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