Opinión

El fin de lo 'woke'

Los ejes de discusión de los últimos años, que giraban en torno a los que se ha venido a llamar como “políticas de identidad”, podrían empezar a cambiar tras la masacre del 7 de octubre en Israel, la consecuente guerra en G

  • Manifestación pro Palestina en Madrid -

Los ejes de discusión de los últimos años, que giraban en torno a los que se ha venido a llamar como “políticas de identidad”, podrían empezar a cambiar tras la masacre del 7 de octubre en Israel, la consecuente guerra en Gaza y la respuesta internacional. Estos acontecimientos están teniendo una función aceleradora del declive de lo woke, que si bien estaba exhibiendo ciertos síntomas de crisis, se encuentra en plena desintegración.

Como siempre, el principio del fin acaece en Estados Unidos, en cuyos campus se originó el asunto woke. Las pueriles y a la vez inhumanas reacciones de miles de estudiantes han desenmascarado la mercancía averiada de la izquierda identitaria. Axiomas fundamentales como el que silencio es violencia, el enfoque de la descolonización, las microagresiones, todos ellos se han revelado como los artificios que son al confrontarlos con la realidad de la carnicería del sur de Israel.

Cuando decenas de asociaciones estudiantiles, como las de Harvard, publican un comunicado en el que se culpa a Israel de la matanza de sus propios ciudadanos, cuando miles de estudiantes y profesores salen a celebrar la “resistencia” del pueblo palestino y omiten hablar de los atentados, cuando todo esto ocurre sin que unas universidades acostumbradas a pronunciarse sobre todo tipo de acontecimientos triviales y ofrecer “espacios seguros” a sus estudiantes digan nada o sólo emitan comunicados tras días de ominoso silencio, el edificio no puede sino derrumbarse. ¿Dónde queda la hipersensibilidad a la violencia cuando se es inmune a su cariz más depravada, o la solidaridad con los pueblos “originarios” que niega a los judíos el derecho a su propia tierra, o a la atención a unas víctimas agredidas hasta extremos espeluznantes?

El espectáculo deplorable que ha ofrecido la izquierda hegemónica en ámbitos académicos, asociativos y otras adyacencias (como en España el metaverso Podemos) es tan flagrantemente incoherente con sus propios preceptos que es difícil vislumbrar una marcha atrás. El brillante académico Yascha Mounk lo explica bien en su último libro, The identity trap, “La trampa de la identidad”.

Junto con los cambios sociales de gran calado que se produjeron en el último tercio del siglo XX, tanto Bruckner como Fukuyama señalan a la cultura terapéutica y de autoayuda como el caldo de cultivo de esta obsesión

Mounk traza el origen de la obsesión identitaria, que achaca al ascendente intelectual de la obra de cinco pensadores: Michel Foucault y su rechazo postmarxista de las grandes teorías, el análisis discursivo de Edward Said, el esencialismo estratégico de Gayatri Chakravorty Spivak, la teoría crítica de la raza de Derrick Bell, y el concepto de interseccionalidad de Kimberlé Crenshaw. Estos son los pilares de lo que Mounk llama la “síntesis identitaria,” una acumulación de innovaciones conceptuales con distintos orígenes pero que conducen a un pensamiento único a la vez rígido y blando, autoritario y cursi, afanoso y vago. Una síntesis que se contrapone al liberalismo político y la primacía que este otorga al individuo como depositario de derechos, pero también al marxismo por su universalismo, entre otras cosas. Y que es incompatible con ambos, pues se basan en la razón.

Mounk no es el único que ha indagado sobre el origen de la inflamación identitaria, que, aunque no es exclusiva de la izquierda, es donde ha alcanzado su máxima hinchazón. Ya en los noventa Pascal Bruckner habló de una síntesis distinta, la de infantilismo y victimización de la que indiscutiblemente también bebe el fenómeno woke. Más recientemente, Francis Fukuyama escribió sobre la necesidad de reconocimiento de la dignidad individual que subyace a los movimientos identitarios y las “políticas del resentimiento” que esta engendra. Junto con los cambios sociales de gran calado que se produjeron en el último tercio del siglo XX, tanto Bruckner como Fukuyama señalan a la cultura terapéutica y de autoayuda como el caldo de cultivo de esta obsesión afirmadora de la identidad.

Luego están los que se subieron al carro por cobardía, necedad u oportunismo, que son aquellos entre los que la genuflexión ideológica ya parece estar dando sus últimos coletazos. Espoleadas por la cancelación de donaciones milmillonarias, varias universidades estadounidenses cómplices de la burbuja woke han por fin reaccionado al flagrante antisemitismo de sus estudiantes. Aquí en España, los groseros intentos de Podemos por mantenerse en la relevancia a costa de ensalzar el crimen suenan a estertor, mientras que el resto de Sumar, con excepciones, mantiene estratégicamente un perfil bajo. Llama la atención que en este contexto Pedro Sánchez haya desatado una crisis diplomática con Israel asumiendo los postulados más simplones sobre el conflicto y distanciándose afectivamente del sufrimiento israelí por, precisamente, querer llamar la atención. Que el viaje haya sido lamentable en su propósito y ejecución no disipa el tufo a una izquierda en descomposición.

El sufrimiento real

Pero no quiero pecar de ingenuo. Es obvio que la agenda woke nunca se interesó por el sufrimiento real, al menos el de las víctimas no homologadas. Además, las corrientes que propulsan la centralidad de la identidad en Occidente, como el individualismo expresivo, la precariedad laboral, la atomización del ecosistema de medios, las tasas crecientes de ansiedad y otros trastornos psicológicos en adolescentes y adultos jóvenes, no están remitiendo sino agravándose. Lo que parece agotado en su encarnación en el paradigma woke, con sus altas dosis de hipocresía, teatralidad, revanchismo y neurosis. Que lo que venga sea algo mejor está mucho menos claro.

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