Opinión

El rey de Arancelandia

Con Trump nunca se sabe y es posible que en algún momento revierta las medidas y acabe la guerra comercial

  • Donald Trump en el despacho oval. -


El presidente Trump estaría orgulloso de ostentar este título a juzgar por sus actos y por su declarada admiración por William McKinley, que presidió Estados Unidos durante el último quinquenio del siglo XIX. Ya en su discurso inaugural, anunció su intención de rebautizar el monte más alto de Norteamérica, en Alaska, con el nombre de “este gran presidente…que hizo que nuestro país fuera muy rico a través de los aranceles y del talento”.  Efectivamente, como congresista, McKinley alentó y consiguió el establecimiento de fuertes aranceles, que mantuvo durante su primer mandato presidencial. Durante todo este tiempo se definía a sí mismo como “un hombre de aranceles, elevado sobre una plataforma arancelaria”. Sin duda, a juzgar por sus propuestas sobre Panamá, Groenlandia y Canadá, también debe pesar en la admiración de Trump por este presidente el hecho de que McKinley se anexionó Hawai y logró, tras su guerra con España, la cesión de Filipinas, Puerto Rico y Guam (la mayor isla de las que nosotros bautizamos como Las Marianas).

 

Es tan cierto que Estados Unidos vivió una edad dorada a finales del XIX y principios del XX, la épica gilded age, como que dicho apogeo económico se alcanzó no gracias sino a pesar de los aranceles. El extraordinario crecimiento económico se debió a oleadas de inversión empresarial e innovaciones tecnológicas excepcionales propiciadas por titanes de la industria y las finanzas, los mal llamados robber barons, así como a masivas entradas de inmigrantes. De hecho, el propio McKinley se dio cuenta que los aranceles eran un obstáculo para la expansión norteamericana y en 1901, en uno de los primeros actos de su segundo mandato abogó por suprimirlos a cambio de supresiones recíprocas por parte de otros países. Desgraciadamente fue asesinado al salir de este acto en favor de la liberalización del comercio internacional.

El incremento del nivel de precios de consumo erosiona el poder de compra de los salarios y demás rentas, provocando una caída de la demanda agregada que acentúa los efectos negativos sobre el nivel de producción

 Hay pocas cosas que conciten mayor acuerdo entre los economistas que las consecuencias dañinas de los aranceles sobre el bienestar económico del país que los impone y el de los que exportan a dicho país. No es sorprendente esta rara unanimidad entre los economistas porque los efectos negativos de los aranceles son harto evidentes teórica y empíricamente. Una subida significativa de los aranceles sobre el grueso de las importaciones de un país, que incluyen tanto inputs productivos como bienes de consumo, eleva simultáneamente el coste de producción y el nivel de precios de consumo. El aumento de los costes de producción reducirá los niveles de producción y empleo en la medida en que dicho aumento no se pueda repercutir en los precios del output, e incrementará aún más los precios en la medida que se consiga repercutir la subida arancelaria. Además, este aumento de costes merma las ventajas que puedan derivar los productores locales beneficiados por dicha subida. El incremento del nivel de precios de consumo erosiona el poder de compra de los salarios y demás rentas, provocando una caída de la demanda agregada que acentúa los efectos negativos sobre el nivel de producción. Si la economía se encuentra en pleno empleo, como es el caso, también puede espolear los aumentos salariales y por esta vía cronificar el impulso inflacionario de la subida de aranceles.

 

 Así, una subida general de los aranceles tiene un impacto estanflacionario, similar al de una subida general de impuestos o a una elevación del precio del petróleo sobre un país importador neto de dicha materia prima. Los efectos contractivos se potencian aún más si, como indefectiblemente sucede, los países origen de las importaciones responden subiendo sus aranceles, originándose asi una guerra comercial, la más absurda de las guerras. La pregunta sin respuesta fácil es: ¿por qué Trump se ha embarcado en esta política y persevera en ella a pesar de las contundentes advertencias que, sobre la base de un análisis como el anteriormente efectuado, están lanzando los mercados financieros? La respuesta más optimista, que utiliza los aranceles como un instrumento de geopolítica o política interior e irá revirtiendo las subidas cuando considere que ha alcanzado sus objetivos, se puede descartar a estas alturas de la película. Sólo queda la respuesta más pesimista: Trump lleva a cabo esta política porque, contra toda lógica económica y evidencia histórica, cree que será beneficiosa para la economía de Estados Unidos.

 

 Tanto el propio Trump, como sus secretarios del Tesoro y de Comercio, han efectuado declaraciones recientes en este sentido. De las mismas parece desprenderse que piensan que, una vez que la economía de Estados Unidos se haya adaptado plenamente a las subidas arancelarias, se potenciará la industria del país. También se conseguirá aumentar los ingresos fiscales del país sin, según ellos, aumentar los impuestos a sus contribuyentes, ignorando que los aranceles los pagarán in toto los consumidores y las empresas del país.

Los ingresos públicos por aranceles son una magnitud despreciable en comparación con los ingresos por la imposición sobre la rentas de empresas e individuos y sobre el consumo, ingresos estos últimos que se pueden erosionar por la subida arancelaria

 La industria del país no se puede potenciar con aranceles a bienes intermedios, como es el caso del aluminio y del acero, que son inputs de otras industrias, como por ejemplo la del automóvil. Esto es, si se potencian unas industrias es a costa de debilitar otras. Además, los aumentos de las industrias cuyo output compite con las importaciones objeto de la subida arancelaria se verían compensados por la caída de las industria exportadoras, perjudicadas por las contramedidas arancelarias de los otros países (y por la propia subida arancelaria de Estados Unidos). Por otra parte, los ingresos públicos por aranceles son una magnitud despreciable en comparación con los ingresos por la imposición sobre la rentas de empresas e individuos y sobre el consumo, ingresos estos últimos que se pueden erosionar por la subida arancelaria. A finales de 2024, los ingresos por tasas y aranceles representaban un 1,8% de los ingresos del gobierno federal, una cifra cercana a la alcanzada en todos los años desde la Segunda Guerra Mundial.

 

Que se haya llegado tan lejos en la adopción de medidas claramente dañinas para la economía de Estados Unidos (y para la economía mundial), el país con mayor número de premios Nobel de Economía per cápita, pone de relieve las deficiencias del proceso de selección de las autoridades económicas seguido por Trump. Sin duda, habrá economistas competentes en la secretaría de Comercio y en el departamento del Tesoro, pero sus máximos dirigentes no sólo no lo son, sino que han sido elegidos porque piensan lo mismo que su presidente y le dicen únicamente lo que quiere oír. Con Trump nunca se sabe y es posible que en algún momento revierta las medidas y acabe la guerra comercial. Pero la incertidumbre y el daño a las relaciones internacionales dejarán su huella durante buena parte de su mandato.

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