Opinión

El síndrome Le Pen

Ninguna democracia prospera sobre las emociones y las turbas

  • Marine Le Pen, condenada -

Se produjo esta semana un terremoto político en Francia. Un tribunal de París formado por tres jueces declaró el lunes a Marine Le Pen culpable de malversación de fondos. La pena es muy dura. Condena a Marine Le Pen a cuatro años de cárcel (dos de ellos quedan en suspenso y los otros dos tendrá que cumplirlos en la modalidad de arresto domiciliario con un brazalete electrónico), a una multa de 100.000 euros y, lo que es peor, la inhabilita para ocupar cargos públicos. No ha sido la única. Junto a ella han sido condenados otros 12 cargos de su partido, la Agrupación Nacional. En total había 24 acusados de los cuales la mitad fue absuelto. El tribunal ha encontrado culpable a Le Pen y el resto de condenados de malversar algo más de 4 millones de euros del parlamento europeo cuyo destino era remunerar a los asistentes parlamentarios. Pero el partido de Le Pen no lo utilizo para eso, sino para mantener personal del partido en diferentes partes de Francia.

Esto de utilizar a los asistentes parlamentarios para fines distintos es algo común en todos los partidos. El parlamento europeo prevé que cada uno de los diputados elegidos pueda tener asistentes a cargo del propio parlamento, asistentes por lo general bien pagados que deben ocuparse de asuntos relativos al trabajo parlamentario. La realidad es muy diferente. Esos asistentes conforman un pesebre del propio partido en el que se coloca a gente afín, generalmente para labores de partido. Es común ver que los asesores de estos eurodiputados determinan siendo vulgares activistas en redes sociales o incluso en la calle. Es por ello que a nadie le ha sorprendido la historia de Le Pen y los asistentes de la Agrupación Nacional que se dedicaban a cualquier cosa menos al parlamento europeo. En resumidas cuentas, que más casos como este debería haber porque eso del parlamento europeo es un circo con los asesores.

El caso llega, eso sí, en un momento muy polémico. Los jueces lo saben bien. Hasta hace no tanto tiempo cuando juzgaban un caso de corrupción recibían apoyo de la opinión pública. Hoy en función de quien estén procesando recibirán los ánimos de una parte y rechazo de la otra. Esto es común a Europa y EEUU. Los mismos que se regocijan cuando un juez está investigando a un político del bando contrario, ponen el grito en el cielo si están investigando a uno de los suyos. El caso de Marine Le Pen ha dejado desnudo a más de uno. Esos que se alegraban de que Cristina Fernández de Kirchner fuese condenada por corrupción, ahora dicen que condenar a Marine Le Pen por lo mismo es un ataque a la democracia. En el lado opuesto tenemos reacciones similares, la Justicia sólo es independiente si juzga y condena a los otros, cuando hace lo propio con políticos cercanos entonces se trata de “lawfare" y de oscuras conspiraciones judiciales para dinamitar la democracia y anular la voluntad del electorado.

En cuestión de minutos toda la derecha identitaria europea estaba con el mismo cuento. Aseguraron que se trata de una operación llevada a cabo por el globalismo y la Unión Europea para acabar con un partido patriota.

En España lo conocemos de cerca. El Gobierno de Pedro Sánchez llegó al poder gracias a una moción de censura motivada por un caso de corrupción del PP, el caso Gürtel. Los socialistas apoyaron a los jueces y exigieron que trabajasen con tranquilidad y sin presiones. Ahora que son ellos los que están en la picota atacan sin piedad a la judicatura, a la que acusan de servir a la extrema derecha y constituir un riesgo para la democracia. En EEUU tenemos en estos momentos el ejemplo inverso. Al entorno de Donald Trump le parece muy bien que los jueces investiguen a los demócratas, pero no que lo hagan con su jefe.

En esto de Le Pen estamos viendo la misma manera de proceder. Tan pronto como se supo la sentencia, todo el partido de Le Pen no sólo reclamó su inocencia, algo previsible, sino que cargó contra el tribunal acusando a sus tres miembros de haberse conjurado para sacar a Marine Le Pen de la carrera electoral. En cuestión de minutos toda la derecha identitaria europea estaba con el mismo cuento. Aseguraron que se trata de una operación llevada a cabo por el globalismo y la Unión Europea para acabar con un partido patriota.

La realidad dista mucho de esa simplificación. El caso de los asistentes (así es como se le conoce en Francia) arrancó hace 11 años, en 2014, cuando la oficina europea contra el fraude empezó a investigar a raíz de una denuncia a qué se dedicaban los 24 asistentes parlamentarios del entonces Frente Nacional. Descubrieron que 20 de los 24 asistentes que estaban en el organigrama del partido se dedicaban a otros asuntos sin relación con el trabajo parlamentario. Les hicieron devolver el dinero percibido, Le Pen recurrió al Tribunal Superior de Justicia de la UE y su recurso fue rechazado. El asunto saltó a Francia donde la fiscalía de París vio indicios de abuso de confianza y fraude organizado, lo remitió al juez y así comenzó la segunda parte del caso, ya dentro de Francia. El juez acusó a Marine Le Pen y a otras 24 personas de malversación de fondos públicos, se instruyó el caso, se juzgó entre septiembre y noviembre del año pasado y esta semana se anunció la sentencia, una sentencia apelable, pero de ejecución inmediata.

En España lo acabamos de ver por enésima ocasión con el caso de Dani Alves. La Justicia es buena sólo si sirve a sus intereses, cuando va contra ellos es mala y obedece a intereses espurios. Para los primeros la Justicia no es más que un brazo de las élites globalistas que están acabando con la democracia valiéndose del poder judicial.

Nos puede parecer una sentencia dura, a mi personalmente me lo parece, pero está fundamentada sobre hechos probados y deja abierta la puerta del recurso. Quienes la critican aducen que los jueces se han metido a hacer política porque Le Pen quería presentarse a las elecciones de 2027 y además podría ganarlas. Habría que preguntarse entonces si basta con dedicarse a la política y tener posibilidades de ganar unas elecciones para que eso sea una suerte de escudo que garantice la impunidad. Si es así como lo ven (y de este modo lo ve mucha más gente de la que pensamos cuando la Justicia investiga a los suyos), lo que están pidiendo es un estatus jurídico especial para los políticos que, sólo por el mero hecho de serlo y de recibir votos, no podrían ser investigados, ni juzgados ni, mucho menos, condenados, ya que según ellos eso subvierte la democracia. Por resumirlo mucho, si la gente quiere votar a un ladrón no pasa nada, es su deseo y la Justicia no puede intervenir ya que los deseos de los votantes está por encima de la ley. Y no, no es así, en un Estado de Derecho nadie está por encima de la ley.

En este aspecto el relato de la derecha identitaria es idéntico al de la izquierda posmoderna. Para los segundos la Justicia es patriarcal y racista cuando no sentencia en el sentido que ellos quieren. En España lo acabamos de ver por enésima ocasión con el caso de Dani Alves. La Justicia es buena sólo si sirve a sus intereses, cuando va contra ellos es mala y obedece a intereses espurios. Para los primeros la Justicia no es más que un brazo de las élites globalistas que están acabando con la democracia valiéndose del poder judicial.

La sentencia de Le Pen se inscribe, como vemos, dentro de un debate mucho más amplio sobre la democracia, el Estado de derecho y la legitimidad política. Lo estamos viendo en estos días en EEUU donde Donald Trump asegura que él actúa en beneficio de su país y, por lo tanto, no puede infringir la ley. Tanto él como todo su círculo cercano critican sin piedad y públicamente a los jueces que fallan en su contra o en contra de su administración para, a renglón seguido, pedir que sean destituidos.

En su polémica intervención en la conferencia de seguridad de Múnich en febrero dejó clara su postura. Para Vance la “democracia se basa en el principio sagrado de que la voz del pueblo importa. No hay lugar para barreras”.

En Europa estamos ante lo mismo. El caso de España es paradigmático porque quien está señalando a los jueces es el propio Gobierno con todo su entramado de activistas y medios jaleando las críticas a la judicatura. Tenemos también el caso de Rumanía, donde hace sólo unos días el Tribunal Constitucional confirmó la decisión de la Oficina Electoral Central de inhabilitar a Călin Georgescu para presentarse a las elecciones por indicios de financiación ilegal, injerencia rusa y violación de los principios democráticos. El vicepresidente de EEUU, JD Vance, criticó con dureza la decisión del Constitucional rumano, pero también lo ha hecho con los Gobiernos europeos por medidas que, según él, debilitan los valores democráticos. En su polémica intervención en la conferencia de seguridad de Múnich en febrero dejó clara su postura. Para Vance la “democracia se basa en el principio sagrado de que la voz del pueblo importa. No hay lugar para barreras”.

En Europa hemos visto como líderes populistas en países como Polonia, Hungría o España han tratado de poner a su servicio al poder judicial. Con los intérpretes a su servicio no tienen nada que temer ya que podrán retorcer la ley en su beneficio

Esa frase la suscribiría Hugo Chávez de estar vivo. Para Chávez las victorias electorales eran una suerte de cheque en blanco extendido al ganador. El pueblo había hablado y eso le daba un poder prácticamente absoluto para hacer y deshacer a su antojo. Los que exhiben la voluntad popular como argumento único y definitivo son la verdadera amenaza para la democracia. Esto lo supieron ver los los Padres Fundadores de Estados Unidos que diseñaron un sistema de pesos y contrapesos concebido para proteger a las minorías de la tiranía de la mayoría. Fortalecer el Estado de derecho era fundamental para evitar el despotismo, limitar el poder y proteger derechos como el de propiedad. 

En Europa y EEUU la ciudadanía considera oportuno y necesario que la ley y sus intérpretes pongan límites a los políticos. La ofensiva está siendo contra los intérpretes, es decir, contra los jueces. En Europa hemos visto como líderes populistas en países como Polonia, Hungría o España han tratado de poner a su servicio al poder judicial. Con los intérpretes a su servicio no tienen nada que temer ya que podrán retorcer la ley en su beneficio.

Hermético y autónomo

El caso de Le Pen plantea cuestiones espinosas para las democracias: ¿Debe aplicarse el Estado de derecho siempre y con todos o sólo a ratos y dependiendo de quien sea acusado de un delito? Y en lo que respecta a los políticos, ¿cómo podemos confiar en que la ley se aplica sin consideraciones políticas?  Para muchos el debate se reduce a si se confía en las instituciones democráticas como los tribunales y los organismos reguladores. En muchos casos son fiables, en otros, podrían serlo mucho menos. Lo que parece claro es que el poder judicial debe permanecer hermético a interferencias políticas, ser autónomo, independiente y deberse en exclusiva a la ley.

Ese es el caso de Francia. Marine Le Pen ha sido juzgada con todas las garantías de un sistema ya de por sí extraordinariamente garantista y famoso por su rigurosa independencia. Los que acusan al Tribunal de tener motivaciones políticas no han aportado una sola prueba que sustente esa acusación. Eso es lo mínimo que se les debe pedir, pero se están limitando a apelar al argumento ad populum, es decir, a las emociones, al sentido de pertenencia de sus partidarios y a la presión social en lugar de a la razón. Ninguna democracia prospera sobre las emociones y las turbas pero, en cambio, son un ingrediente fundamental para que se impongan las dictaduras.

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