Una gran amiga del Bierzo, curiosa por naturaleza y experta en descubrir tesoros y rarezas, me regaló un pequeño librito que había encontrado en una de las múltiples librerías que embellecen el barrio latino de París con el título El movimiento geopoético. Su creador es el poeta y académico escocés Kennet White, quien en 1989 crearía el Instituto Internacional de Geopoética con centros de estudio en más de nueve países. Según este autor, la geopoética consiste en “sentirse en un espacio-tiempo donde circulan las grandes corrientes poéticas del planeta”. Me llamó la atención su planteamiento de abordar la poesía. Parte de su argumentación se basa en la frase “habitar poéticamente la tierra”, del poeta alemán Hölderlin, recalcando que el escritor alemán alude en ese habitar a la “tierra” y no al “mundo”, dado que la tierra es nuestra base y el mundo, lo que los individuos hacen de él.
Todas estas digresiones le llevan a afirmar que lo que nos une a todos más allá de las diferencias religiosas, políticas o ideológicas es la tierra que habitamos, de ahí la utilización del prefijo “geo” en su definición. Estarán de acuerdo en que lo más grande que nos une es esta tierra que habitamos, aunque estemos acostumbrados a percibirla con mil nombres, culturas o religiones y vivamos enfrascados en encontrar las diferencias, sin poner atención ni interés a nuestro origen común.
Más allá de que vivamos en un desierto, selva, llanura, mar o montaña, la tierra es la misma y su poesía la atraviesa. Grandes poetas como Rimbaud o Baudelaire siempre han defendido que la poesía es una manera de acceder a una revelación, a lo profundo de nuestra presencia, a aquello que se oculta bajo nuestros gestos y vivencias. Y es que la evocación de la poesía levanta velos y tempestades, para hacernos despertar ante los pequeños misterios de nuestra existencia. Esta labor del poeta queda bien definida en el verso del escritor senegalés Léopold Sédar Senghor en el poema El hombre y la bestia al describirle como "le Diseur des choses très cachées" (el decidor de las cosas ocultas).
“Si hay algo en común en la humanidad es la poesía”, afirma el gran poeta árabe Adonis, pero vivimos en un mundo tan miope que sólo acertamos a ver lo más fácil, lo que parece evidente, lo que nos separa, desune y aísla
Estos misterios no hacen referencia a sucesos prodigiosos, incomprensibles, sino que aluden a los más naturales y simples hábitos. La poesía es cotidiana, accesible, sencilla. Aparece en el olor de una sábana limpia bañada por los primeros rayos de un sol de invierno o en la fragancia de las hojas de hierbabuena nada más abrir una ventana. Hace unos meses el escritor Julio Llorente en la Tercera de ABC explicaba muy bien esta misma idea: “No tiene ningún mérito maravillarse del milagro de que un manzano dé frutos dorados; lo que nos propone el poeta es que nos maravillemos del misterio de que dé frutos verdes”. Es a ese despertar al encanto de lo diario y lo cotidiano, al que nos traslada la poesía.
Decía Lorca que “la poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse y que forman algo así como un misterio (...) la poesía es algo que anda por las calles, que se mueve, que pasa por nuestro lado”. Y es en esas calles, callejones, plazas y plazuelas que la poesía vive, respira y maravilla. “Si hay algo en común en la humanidad es la poesía”, afirma el gran poeta árabe Adonis, pero vivimos en un mundo tan miope que sólo acertamos a ver lo más fácil, lo que parece evidente, lo que nos separa, desune y aísla.
Consumo e individualismo
En esta sociedad del individualismo y del consumo, la tierra que compartimos ha dejado de existir para situarnos en islas artificiales desde las que hemos desaprendido a divisar el mar. “Ningún hombre es una isla”, decía el poeta inglés del siglo diecisiete John Donne. Hoy en día habría que poner este verso en entredicho. Las redes y las pantallas han convertido a los individuos en islas perdidas en alta mar. Al mismo tiempo que vivimos una etapa internacional convulsa, especialmente con la estrategia arancelaria proteccionista y la política aislacionista de la era Trump, entre otros factores. De ahí la importancia de reencontrar lo que nos une, de mirar al otro y a lo que nos rodea, de redescubrir los misterios de la vida que compartimos y nos acompañan diariamente.
El mejor antídoto es acudir a los grandes poetas, pero también tenemos el desafío de bajar el ritmo, mirar de frente y ver que la cotidianidad que nos une es más fuerte y poderosa que todo aquello que nos ciega y nos aísla. La poesía siempre nos invita a un encuentro con la belleza y con nosotros mismos. El desafío es aceptar la invitación.