Nadie oyó gritar porque nadie avisío. Todos fallaron. Los organismos competentes papaban moscas. Los expertos, sesteaban. Los altos funcionarios, ande andarían. Los entes responsables, ni la olieron. Las autoridades regionales, en la inopia. Las nacionales, con el cochambroso tacticismo.
Pinchó la Aemet, los departamentos correspondientes, los ministerios adscritos, las consejerías de la cuestión. Todo quisque con galones apareció en calzones el día del horror. Lo que viene siendo el Estado se mostró pasmado. La alerta masiva y definitiva (no los aspavientos balbucientes , las vocecillas bobas, los grititos vacuos para justificar el ‘yo avisé’) no llegó hasta que ya era demasiado tarde. A las 20,15 del maldito martes 29 de octubre se activó el jodido ES-Alert del que que la responsable de la seguridad ciudadana (consejerías de Justicia e Interior, nada menos) apenas conocía su existencia. Para entonces, la riada ya había arrasado casi un centenar de pueblos y engullido a decenas de ciudadanos.
Hace un año, en Madrid, con una dana de pequeño formato pero igualmente dañina, alguien apretó ese botón decisivo en el momento en el que había que hacerlo y no hubo que contar bajas. Si acaso, algunos desperfectos. En Valencia todo se hizo al revés. Una ineptitud culpable y pasmosa. Nadie lanzó el imperioso grito de alarma. Nadie reaccionó como se debía. Una apoteosis de incompetencia, un océano de indignidad.
La carrera ahora es por salvar el culo. Lo que todos esos imbéciles llaman 'el relato'. Momento cumbre, por ejemplo, en el devenir profesional del Fiscal General del Estado, ese García, que ha tirado su carrera al tacho por imponer su relato al del novio de Ayuso. ¿Cabe mayor majadería? Otro sacrificio más en el altar del gran caudillo del progreso.
Casi dos semanas después del apocalipsis de la Albufera nadie ha dimitido. Nadie ha presentado la renuncia. Demasiados culpables para que paguen por su delito. Demasiados errores para que caigan condenas. Demasiados zoquetes para que se ejecuten ceses. Demasiados inútiles para que presenten dimisiones. Demasiados sinvergüenzas para que se escuche siquiera un ‘perdón’ aislado. En el prontuario de las vilezas registradas estos días destacan, muy especialmente, las protagonizadas por tres ministros caracterizados por su particular desapego hacia toda acción noble y toda actitud rayana con la dignidad. Es el trípode en el que se apoya este Gabinete pródigo en el engaño y abonado a la maldad.
La ecologista nunca vista
En cabeza debe figurar Teresa Ribera, la vocera ecologista del actual Gabinete, vicepresidenta tercera y titular de Transición Ecológica, mercadea estos días un hueco en el gabinete de las prebendas de la UE que dirige doña Úrsula. Pese a ser la responsable máxima de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) y de la Confederación Hidrográfica del Júcar (CHJ), organismos que algo tienen que ver en este cataclismo, no ha comparecido en público, no ha hecho una sola declaración, apenas se fotografió en uno de los estériles comités de crisis que urden en Moncloa y, por supuesto, no ha sido capaz de poner un pie en la zona del dolor. Está oculta, escondidita para que en Bruselas no la identifiquen con la mayor catástrofe natural sufrida en las últimas décadas en España. Su secretario de Estado de Medio Ambiente, Hugo Morán, avisó desde Colombia a la Generalitat valenciana de que se venía la catástrofe. Bueno para nada, se equivocó en el aviso y en lugar de advertir sobre el desborde del barranco del Poyo, núcleo del desastre, advertía de la posible rotura de la presa de la Forata, que no hubo tal. Un fatídico error que, de no haber ocurrido, podría haber alterado el rumbo total de los hechos. Pues ni Ribera ha tenido a bien decir media palabra (reapareció este vieres en la Ser para enlodar al presidente valenciano, cómo no) ni su secretario de Estado ambiental ha sido capaz de dimitir.
¡Que avisen a la Policía!
No debe olvidarse a ese incomparable malvado del ministro del Interior, que, lejos de reaccionar con la presteza que la tragedia reclamaba, optó por silbar mirando al tendido, retrasar el envío de la policía (como si fuese suya), impedir el desplazamiento de efectivos ansiosos por sumarse a las labores de rescate y remitir a sus más especializados elementos para detener a dos o tres vecinos del lugar a quienes pretendía encalomar una conspiración ultraderechista contra Pedro Sánchez en su accidentada visita a Paiporta. Ese lugar, ya mítico, del que el heroico narciso salió por patas. “Me encuentro bien”, repetía luego, con vocecilla de mártir apócrifo como si alguien se hubiera tragado su gran trola. “Recibió un golpe”, “violentos y marginales”, ‘grupos de extrema derecha”, repetía el fariseo ministro, hasta que la directora general de la Guardia Civil, nada sospechosa de refractaria al sanchismo, desmintió tamañas falsedades. Se acercó Marlaska al lugar del sufrimiento, eso sí, para pasarle el marrón a Mazón, pobre infeliz, y se volvió a Madrid tan pancho, como si tal.
Bajo la bota de la generala
Finalmente Margarita Robles, que también es juez, y que también retaceó, con una vileza insoportable, el envío de personal. Escuchó durante días el clamor de los olvidados, a todas horas, con todos los tonos del desgarro en sus voces, con toda la desesperación posible en su ánimo, “que venga el Ejército, que venga el Ejército”. La titular de Defensa cerraba la boquita con esa mueca de arrogante suficiencia tan suya, esa que linda con su propia caricatura, y con el mayor de los desprecios recitaba que "a veces no se puede llegar a todo", "hay 120.000 militares en las Fuerzas Armadas que se despalzarían si fuera necesario", y así sucesivamente. "Si fuera necesario", subrayaba cual arpía. Hasta que movió pieza el Rey y envió a su reducido destacament de la Guardia Real para arrimar el hombro no tuvo Margarita el detalle de cumplir con lo que estipula el Artículo 15 de la Ley de Defensa Nacional sobre la obligación de guardar "la seguridad de los ciudadanos en caso de catástrofe y calamidad".
Ribera, Marlaska y Robles son los tres arietes utilizados por Sánchez para hacer tambalear el inestable Gobierno valenciano. Sabedor de que nunca conquistará Madrid, y Andalucía por ahora se le resiste, ha decidido aprovechar la Dana para machacar a la ingrávida derecha en ese territorio de desolación. Así se actúa en politica cuando se carece de escrúpulos. Así se entra, por la puerta grande, en la historia de la infamia.