Opinión

En el nombre del padre

Daniel Jiménez cruzó la delgada línea que separa al tipo que escribe del escritor hace seis años, cuando le dieron el premio Dos Passos por su primera y excepcional novela,

Daniel Jiménez cruzó la delgada línea que separa al tipo que escribe del escritor hace seis años, cuando le dieron el premio Dos Passos por su primera y excepcional novela, Cocaína. Luego publicó Las dos muertes de Ray Loriga (yo creo que no le cae bien; mira que matarlo dos veces, estando vivo como está), libros de relatos y se inventó un movimiento literario que hoy cabe calificar de premonitorio: el “plagiarismo”.

Ahora mucha, mucha gente está hablando de él porque acaba de publicar otro libro: El plagio (ed. Pepitas de Calabaza), que se presentó este jueves en una librería de Madrid. No es una novela, aclaremos eso desde el principio. Yo creo que es lo más importante que ha escrito este hombre. También lo mejor, desde un punto de vista literario, pero sobre todo lo más importante.

Daniel Jiménez es hijo de Juan Jiménez, compositor (ha escrito más de 200 canciones), productor musical, empresario y, durante décadas, alma de uno de los grupos esenciales del pop español del siglo XX: Los Pekenikes. Un hombre de éxito. Todo bien hasta ahí.

A principios de los años 90, a Juan Jiménez se le ocurrió una idea. Un programa de televisión que, él estaba seguro, sería un éxito. Conocía el medio y no tenía dudas. Por entonces solo había en España dos cadenas de televisión, la Primera y la Segunda, ambas públicas. Allí presentó su idea, que se llamaba Parquelandia y que era un concurso basado en el tradicional Juego de la Oca. Para convencer a los directivos de TVE, Juan Jiménez no se lo pensó: reunió todos sus ahorros, hipotecó su casa, vendió el pub que había abierto en Majadahonda (Madrid) y que se llamaba 1920, pidió enormes cantidades de dinero prestado y, en una nave industrial, grabó un programa piloto de aquel Parquelandia. Los concursantes eran niños; entre ellos su hijo Daniel, que encima ganó el concurso.

Y Juan Jiménez se quedó de piedra: le habían robado la idea. Así de claro. Y tenía deudas de muchas decenas de millones de las pesetas que había entonces. Le destrozaron la vida

Juan Jiménez entregó aquel material a los directivos de TVE. Le daban largas. Le decían que no era el momento, que más adelante. Tan adelante se fue la cosa que aparecieron las cadenas privadas de televisión. Y tres de aquellos directivos fueron contratados por una de ellas. El resultado fue que el 2 de octubre de 1993 se estrenó en Antena 3 el concurso El Gran Juego de la Oca, que era exactamente el programa inventado por Juan Jiménez pero con adultos en vez de niños. El éxito fue enorme. El programa dio unos beneficios cuantiosísimos. Volvió a darlos pocos años después, cuando se emitió una nueva versión en Telecinco. Y Juan Jiménez se quedó de piedra: le habían robado la idea. Así de claro. Y tenía deudas de muchas decenas de millones de las pesetas que había entonces. Le destrozaron la vida.

Peleó, vaya si peleó; el antiguo pekenike es de los que ni se rompen ni se doblan. Puso el plagio en manos de un abogado que no es que le aconsejase mal; es que era un completo sinvergüenza que estaba comprado por los tres bandidos que robaron la idea de Parquelandia, como el propio letrado admitió en una grabación que conserva Juan Jiménez. El auténtico creador del programa perdió el pleito, cómo no lo iba a perder.

Nunca se recuperó del golpe. Cayó en una depresión terrible. A él y a su familia (cinco hijos) los desahuciaron dos veces. Se acabaron los regalos de Reyes, los cumpleaños, la vida de antes. Los Jiménez se convirtieron en supervivientes. Hubo tragedias inimaginables en la familia, que no contaré aquí. Y Juan cayó en una obsesión implacable: que le devolviesen lo que le robaron aquellos bandidos, que le restituyesen su vida. Que se hiciese justicia. Eso durante décadas.

Daniel ha escrito este libro atroz para perdonar, para perdonarse, para reconciliarse con su padre, con el que no siempre se ha llevado bien porque es muy difícil soportar una presión así, una tortura semejante

Eso es lo que cuenta Daniel Jiménez en este libro tremendo, El plagio. No la peripecia judicial. No la batalla contra los ladrones, que están los cuatro vivos. Lo que cuenta Daniel es cómo vive una familia durante treinta años con el cuello agarrado por la desesperanza, por la indefensión, por la ira, por el desengaño, por la escasez, por la desconfianza. Y por el desánimo. Es que son muchos años. Las páginas de El plagio van cayendo una a una con el sonido de un martillo sobre un tronco que no se acaba nunca. Daniel ha escrito este libro atroz para perdonar, para perdonarse, para reconciliarse con su padre, con el que no siempre se ha llevado bien porque es muy difícil soportar una presión así, una tortura semejante (la del padre, la de todos), durante tantos años.

Juan Jiménez, el padre, ha escrito su propio libro sobre lo que lleva media vida llamando “el abominable plagio”. Quiere publicarlo. Tiene 74 años. En esas 400 páginas cuenta todo lo que no cuenta su hijo: quiénes son los cuatro canallas, con sus nombres y apellidos. Yo lo sé, es muy fácil de averiguar, pero prefiero que sea él quien les saque los colores a la cara. Cuenta cómo esa gentuza sostiene que el programa era idea original de un señor tunecino que emitió el programa en la televisión italiana. Eso es lo que puede leerse ahora mismo en Wikipedia. Es mentira. En la SIAE (que es en Italia lo que aquí es la SGAE) no hay ningún registro de ese programa a nombre del tal tunecino, que resultó ser un testaferro de los cuatro bandoleros españoles; eso lo investigó un detective contratado por Juan Jiménez.

Estamos, a mi modo de ver, ante una de las más brutales y despiadadas estafas que se han producido en los medios de comunicación españoles desde hace décadas. Pero lo que me interesa es el libro de Daniel. Está escrito con una belleza, una precisión, un cariño y sobre todo una amargura que pone los pelos de punta. Pero es una amargura sobria, contenida, seguramente porque es una amargura muy vieja. Es muy difícil para un escritor imponerse a sí mismo los barrotes feroces de la realidad, contar solamente la verdad, lo que pasó y cómo. Eso es lo que ha hecho Daniel. Contar cómo se sobrevive a la devastación, cómo se hace para pasar los días y los meses y los años junto a alguien que no hace más que repetir que “ya falta menos para que nos devuelvan lo que nos robaron”, y esa devastación se lleva todo lo demás, lo atrapa, lo engulle todo como un agujero negro: la felicidad, la ilusión, los días felices, la risa, la llegada de los hijos: todo.

Lean este libro… tremendo, no se me ocurre otra palabra. Piensen qué habrían hecho ustedes si les hubiese sucedido algo así. Y luego, cuando lo hayan pensado, pónganse a ver concursitos en televisión, que se pasa muy bien y entretienen mucho.

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