Están crecidos los apóstoles del apocalipsis. Han encontrado en el actual ecosistema político un modo de supervivencia adecuado a sus boutades ideológicas. Su existencia sólo se entiende cuando el miedo aprieta y se hace cuerpo. No crecen en la fertilidad de lo estable, en sociedades que progresan bajo la gestión correcta, eficiente y tranquila. Viven del colapso institucional, de la trinchera procreada, porque parasitan la crisis hasta hacerla suya. Les gusta defender la libertad tanto como conculcarla y autogestionan los propios remedios políticos que han recetado minutos antes.
Son inquilinos del caos, al que alquilan su alma troceada de rencor y revancha. Lo encuentras a izquierda y derecha, sujetados por la pertenencia a la tribu vertebrada y a sus intereses creados. Y estos no se encuentran en la batalla de las ideas, sino en el oportunismo que surge de la ausencia de ellas. En España están, sobre todo, en el Gobierno, que hace de gobierno y oposición sin por ello rendir cuentas al diván de la pública transparencia. Ministros que exigen derechos ya reconocidos se sientan a departir su penúltima ocurrencia con ministras que esconden la cuota de su incompetencia manifiesta en el baúl de la causa diaria.
Cuando llegan a las instituciones, lo hacen con el aval de una parte de la sociedad que les pide defender sin complejos las ideas que merecieron sus escaños. Sin embargo, la mayor parte del tiempo lo dedican a construir excusas con las que menospreciar los valores contrarios, agitar las calles bajo banderas unívocas y hacer del terror su real y eficaz arma de destrucción masiva.
Van de antisistema cuando en realidad lo que quieren es destruir un sistema para sustituirlo por otro, el suyo, menos libre, más adoctrinado, más creador de trincheras
Son progresistas del retroceso, mentes polarizadas avant la lettre, para las que su principal enemigo es a la vez, el mayor aliado en la razón del miedo atizado. Van de antisistema cuando en realidad lo que quieren es destruir un sistema para sustituirlo por otro, el suyo, menos libre, más adoctrinado, menos tendente a la convivencia y más creador de trincheras. Alimentan el debate derecha-izquierda porque es donde encuentran los hilos que mueven todos los odios. Un populismo que ni se crea, ni se destruye, sólo se transforma y transforma. Lo que toca, lo pudre, no lo mejora. No hay hierba que crezca en pasto populista. El populismo es, digámoslo así, la homeopatía de la política.
Dicho esto, y aunque pienso que no hay extremos buenos y agradables, el peligro para la democracia, la convivencia y el modo de vida que las democracias liberales consolidaron cuando cayó la utopía roja en Berlín, lo constituye hoy la izquierda moderna, es decir, la antigua, que, comprometida con su propio bienestar, segmenta el mundo en identidades tribales cada vez más pequeñas a las que representar y domesticar, a las que dirigir pero no gobernar. Son la nueva vieja Inquisición, comisarios del dogma que coaccionan la disidencia en cuyo nombre dicen existir. En realidad son vividores de causas ajenas, a las que adormecen como falsos profetas de la nada mediante eslóganes tan ocurrentes como vacíos. Desprecian el orden liberal, que no es más que el respeto por la libertad individual y la ley, el único muro que impide llamar a sus caprichos, derechos, y a estos, leyes.
Ante gobiernos contemplativos, la nación implora dirigentes que accionen el botón de la eficiencia cuando gestionan y de las ideas cuando legislan
Pero el tiempo no espera al líder perezoso, ni la realidad despierta al impostor que bebe de oportunismos antes que de ideales. España no necesita representantes que se preocupen, sino que actúen. Y aquí se requiere que, frente a los populismos atrapalotodo y al socialismo de hoy, que es el de siempre, surja una respuesta liberal como desafío ante la destrucción de los valores y cimientos que edificaron las modernas sociedades. Es bueno advertir, empero, que las ideas liberales no están para lamentar lo que ocurre, sino para denunciar lo que pasa. Un liberal no pide cambios, exige o impulsa los cambios. Ante gobiernos contemplativos, la nación implora dirigentes que accionen el botón de la eficiencia cuando gestionan y de las ideas cuando legislan. Debemos, quienes contemplamos la libertad como una conquista de seducción permanente, denunciar y combatir cualquier intento de restringirla o eliminarla. Como ha pasado estos días, cuando el Tribunal Constitucional ha sentenciado que el Gobierno sanchista ha actuado ilegalmente en los decretos de estados de alarma. Mientras España despedía vidas, el Gobierno secuestraba a sus propios ciudadanos bajo la excusa de la salud, falsa dicotomía propia de totalitarios o buenistas reciclados.
Lo preocupante ha sido la reacción ante la nueva cacicada monclovita: silencio social. Un silencio que es el perfecto retrato y enésimo ejemplo de una constatación: la decadencia de las ideas libres. El mundo es una jaula constreñida en la que sólo lo woke, que es la forma moderna de ser cool, se acepta. Vivimos en una era en la que la superioridad moral es un derecho inalienable. Bajo el estigma del avance, las sociedades retroceden entre censuras y autocerrojos, entre cencerros carcas y causas imposibles. Progreso, pero no demasiado. Libertad, ma non troppo. Aceptamos que los nuevos inquisidores dicten normas que no legislan y que legisladores ninis te hablen de derechos que ellos adquirieron a bordo del sofá. Y lo aceptamos, silentes, resignados, subsidiada nuestra indignación, esperando la siguiente serie de Netflix. El sueño de toda dictadura constitucional.