En Cataluña, o eres partidario del lazo amarillo o eres un paria; en España, si no te declaras afecto al bloque de izquierdas o al de derechas recibes de todos los lados. No hablo de la equidistancia, postura cobarde que, indefectiblemente, siempre acaba por ser útil a unos o a otros. Hablo de esa tercera España que encarnó Larra, la que ve con justificado miedo a las otras dos enzarzarse en una lucha de odios cainitas que siempre, siempre, acaba pagando los platos rotos esa tercera. Hablo de los espíritus liberales de corazón que terminan por sentirse exiliados en su propia tierra, de los que sueñan con un país en el que se confronten ideas y no vísceras, de los que aman la Ilustración, de los que cultivan su biblioteca como un jardinero lo haría con sus flores. Esa tercera España, que no encuentra su lugar en una historia, la nuestra, plagada de cadáveres que solo son válidos si pertenecen a los “tuyos”, cuando un muerto es un muerto pertenezca a quien pertenezca.
Hablo de ese conjunto de ciudadanos, entre los que me incluyo, que prefieren razonar a gritar, pensar a repetir consignas, a esa gente que intenta situarse en la piel del otro para mejor comprender, aunque sea para rebatirle, sus ideas. El frentismo que se vive en esta pre campaña demuestra hasta qué punto hemos fracasado como sociedad y como nuestros políticos, la mayoría, carecen de otra idea que no sea arrojarse la historia a la cabeza. Esa tristeza es perfectamente palpable en la vida diaria, en la que la realidad se impone a los discursos de campaña, a la consigna del día, a las ocurrencias de aquellos que, a falta de altura intelectual, nos quieren meter de nuevo en una dialéctica emponzoñada tan inútil como peligrosa.
En Cataluña se habla de marchas, de antorchas, de desobediencia, de volver a las andadas, entre aclamaciones fanáticas de unos y temores justificados de otros. En España, en su conjunto, se desentierra el guerra civilismo y no se admite más razón que la de los cadáveres patrimonializados por aquellos que, paradojas de la vida, se suben a un avión partiendo hacia el exilio cuando las cosas se ponen mal. Las alhajas que intervinieron a Carmen Franco en la aduana se dan la mano con el tesoro del yate Vita del que se apropió Indalecio Prieto, y el cadáver de Federico García Lorca llora junto al de Calvo Sotelo. No sé diferenciar entre la checa de la calle Sant Elíes de mi Barcelona y el campo de exterminio de Albatera, la primera, escenario de crímenes execrables perpetrados por el bando rojo, el segundo, atroz recinto de inhumana condición, organizado por el bando nacional. La raíz es la misma, considerar al contrario como un elemento a suprimir con la mayor dosis de crueldad posible.
A los que viven de su propia bandería no les interesa que exista una tercera posición, la de quienes deseamos, sobre todas las cosas, convivir sin riesgo al tiro en la nuca
La urgencia de reivindicar esa tercera España en la hora presente es más importante que nunca. Mientras nos empeñemos, nos empeñen, a considerar que debemos adherirnos a uno de los bandos en liza, sin que existan otras opciones, no haremos nada como país. En tanto que catalán sé muy bien de lo que hablo. La tremenda ruina en la que ha caído mi tierra se debe, precisamente, a la obligación de adherirte a una causa sin mayor lógica que la de las tripas. La política de casquería, alejada del cerebro especulativo, produce un paisaje arrasado y sin esperanza.
Dije el otro día en La Sexta Noche que yo no podía distinguir una bala de otra, a propósito de los asesinatos de uno u otro bando. Creo que ese es el punto de partida imprescindible para salir de una vez por todas de este pantano de odios y recriminaciones en el que nos han metido los políticos. Que Companys fue responsable por acción y por omisión de paseos, asesinatos y checas es un hecho histórico que no puede negarse; que Franco facilitaba a los consejos de guerra las plantillas con las que se sabía que el reo tenía inevitablemente una cita con el piquete, también.
La tercera España solo pide que izquierdas y derechas reconozcan a dónde nos llevaron sus enfebrecidas mentes, que aquellos que han fomentado la división acepten su responsabilidad, que quienes azuzan vecino contra vecino rectifiquen. Por la misma incapacidad que tienen las dos Españas en asumir sus yerros, es por lo que concluyo en que no tenemos remedio. A los que viven de su propia bandería no les interesa que exista una tercera posición, la de quienes deseamos, sobre todas las cosas, convivir sin riesgo al tiro en la nuca, al ostracismo, a tener que elegir entre odiar a este o al otro, a optar por quien queremos ser salvados, redimidos, adoctrinados. Ese es nuestro drama histórico y su gravísimo error, no comprender que algunos no queremos ser salvados de nada. Quizás, eso sí, salvados de ellos.
Y ahí seguimos.