Sorprende la cantidad de analistas del Séptimo Dia que se felicitan por la victoria de un candidato al que despreciaban. Vencer es convencer, por mucho que nos neguemos a aceptarlo con una sinceridad exenta de oportunismo. Donald Trump representa en la política todos los elementos despreciables y tóxicos que obligan a plantearnos cuestiones hasta ahora incompatibles con el funcionamiento de una democracia. Asumo el riesgo de expresar ideas que parecen haber sido canceladas en aras de la evidencia de que quien alcanza el mando disfruta de la capacidad para justificar y hacer virtuosas las acciones más deplorables.
Un presunto creador de opinión de las jóvenes generaciones, de esos que podríamos definir sin ánimo de ofender como “almodovarianos políticos” por su capacidad de adaptación, escribía al respecto de la victoria de Trump: “Nos esperan 4 años interesantes. Dejemos que el nene termine su función y ya recogeremos luego el cuarto”. Quizá un error de perspectiva, porque para setentones avanzados, como Trump o yo mismo, cuatro años son definitivos y dudo mucho que el cuarto que quede tras la función admita que esos chicos vuelvan a colocar los muebles como si tal cosa.
Aparquemos las alegorías. A Donald Trump le han votado 75 millones 522 mil 868 ciudadanos; una cifra incontestable. Tres millones más que su oponente Kamala Harris, una mujer de color que hubiera ganado cualquier concurso televisivo y que concitaba tal clamor entre la gente con glamour que sólo le faltó cantar en la supergala del Madison Square Garden neoyorkino. La misma que arrolló a Donald Trump en el debate televisivo hasta tal grado de humillación que a partir de aquel momento él se negó a competir cara a cara. Se hace difícil pensar que la mayoría de esos 75 millones y medio de estadounidenses no contemplaran esos espectáculos. Lo que no entraba en la cabeza de los analistas es que eso no afectaba al votante e incluso que para muchos podía ser contraproducente. Somos espectadores, pero sobre todo clientes.
Pretender que nosotros, desde una desvaída provincia del imperio, podamos erigirnos en analistas de sustitución sobre la victoria de Donald Trump roza el ridículo. A lo más que podemos aspirar es a contemplar el paisaje anterior a la batalla y a algunos efectos inmediatos, porque de pronto, valores que se utilizaban como medida de una democracia vigorosa, si es que tal término tiene sentido, se han desvanecido; desaparecieron como por ensalmo. Todo mentiroso compulsivo vive del comparativo. Siempre tiene en la boca un caso anterior achacable al enemigo que convierte en insignificante el suyo. Nosotros tenemos un Presidente del Gobierno que cumple sobradamente con este canon; me malicio que debe incubar una envidia íntima ante alguien, y nada menos que el Número 1 del mundo, le ha ganado por la mano.
Por primera vez en la historia de los Estados Unidos la ciudadanía ha elegido a un delincuente convicto de larga trayectoria. No estamos ante aquel Nixon el Mentiroso al que la gente descubrió tarde, obligándole a dimitir. Aquí tenemos un personaje que acumula 39 cargos penales, una condena, seis bancarrotas y la incitación al asalto violento del Congreso, por citar lo más distinguido. No se trata de un cambio del pedantesco paradigma, esto es una novedad en una democracia consolidada, entre otras cosas porque el presidente Trump indultará de todos los delitos al inquietante ciudadano Trump. El turco Acemoglu, último premio Nóbel de Economía, lo dijo en muy pocas palabras: “cuando el sistema judicial se transforma en un instrumento del poder ejecutivo” la democracia quiebra.
Si llegamos a la conclusión de que los antecedentes delicuenciales de un político no tienen importancia, nos deslizaríamos hacia terrenos pantanosos que ni siquiera el audaz Maquiavelo llegó a avizorar
Si llegamos a la conclusión de que los antecedentes delicuenciales de un político no tienen importancia, nos deslizaríamos hacia terrenos pantanosos que ni siquiera el audaz Maquiavelo llegó a avizorar. Nos arriesgamos a ser tachados de moralistas, que es lo último que se me hubiera ocurrido ser, porque negamos la posibilidad de que Al Capone, por citar un emblema histórico, podría ejercer de presidente de la primera potencia mundial; una distopía. En un mundo inseguro lleno de incertidumbres los estadistas tienen algo en común con los jefes mafiosos; a su amparo se respira certeza y cumplimiento. Por un costo no excesivo -porque entonces se vendría abajo el negocio- el Gobierno, el Estado, dice garantizar que no se deteriorará nuestra vida social, ni menos aún nuestra debilitada economía.
Los trabajadores blancos han sido ninguneados durante décadas por la Casa Blanca, tanto por los republicanos como por los demócratas. Un abandono que trató de paliar demasiado tarde y demasiado poco el anciano Biden. Los hispanos que a duras penas se han establecido en el mercado laboral estadounidense temen la llegada masiva de compatriotas. La cultura woke es hegemónica en los campus universitarios y en las microsociedades que damos en llamar tecnológicas y culturales. Y entonces llega un tipo desmañado, grosero, atrabiliario, voraz negociante del mundo más arrebatado que es el de la construcción y el ocio superferolítico, y se hace con el botín. Por si fuera poco se apadrina con Elon Musk, el más rico entre todos los ricos del mundo mundial. Como curiosidad, que no figura en los currículos bañados en oro: el abuelo de Trump llegó de inmigrante y el estudiante sudafricano Musk empezó su carrera trabajando de ilegal en Norteamérica. Ambos cumplieron el sueño americano. (Un país que asume ser América, toda América, es un despropósito de ciclo largo que tiene consecuencias más que relevantes).
Elon Musk, que sin duda debe ser genial en su campo, se descara con uno de sus lemas: “dejar que el pueblo determine la verdad”. Una brutalidad que ni siquiera llega a sembrar teoría; basta echar una mirada atrás para acongojarnos. El nacimiento de una trampa dialéctica denominada “realidad alternativa” nos prepara para una nueva consideración del votante como cliente. Los Estados Unidos han elegido un producto en el mercado político que les merece más confianza que la señora Harris. Incluso para algunos que aspiraban a tomar el cielo por asalto ven en la opción de Trump rasgos nada desdeñables, como detener la guerra en Ucrania y partirla a la coreana: Ucrania del Este y Ucrania del Oeste. Todos se preparan ante el advenimiento del elegido.
Cada cual está valorando la superación de su incertidumbre. Samuel Beckett escribió en 1940 una obra teatral insólita, “Esperando a Godot”, que nos llegó muy tarde. Dos personajes sobre un escenario desolado. Vladimir y Estragón esperan la llegada de un tal Godot; no sabemos para qué ni tampoco quién es realmente. Una parodia de las cábalas ante la toma de posesión de Donald Trump el próximo 20 de enero.