La otra noche -como tantas últimamente- me costó dormir. Desde que fui mamá me faltan horas de sueño y, sin embargo, me resulta complicado conciliarlo. Lo invoco. Lo llamo. Lo seduzco, pero no hay respuesta por parte de Morfeo. Hay ocasiones en las que me pasan por delante tantos miedos y preocupaciones, tantas dudas e inquietudes que no hay espacio para soñar. La oscuridad y sus tinieblas. La madrugada y sus sombras. Supongo que también a ustedes les pasa.
Siempre es lo mismo. La mente se nubla de pronto a esas horas como el cielo en un día de otoño y yo, en vez de abrir los ojos y enfrascarme en conquistar la negrura, los mantengo cerrados mientras las preguntas se mueven dentro de mi cabeza como si volaran en mitad de un torbellino. ¿Estará X bien? ¿Será feliz? ¿Por qué dije esto y no aquello? ¿Qué haré mañana para comer? ¿Y si me ocurre algo? Debería llamar a Y. ¿Se habrá enfadado A? Que no se me olvide la lavadora. Tal vez podría… Quizá sería bueno que… Organizo agendas. Remuevo pasados. Invento futuros. Imagino escenarios. Busco dolores inexistentes y maldigo los ya existentes. Cocino temores a fuego lento para después masticarlos despacio aun sabiendo que me sientan mal. Y así transcurren los minutos cuando, de noche, me cuesta dormir. Supongo que también a ustedes les pasa.
Después de escribir las primeras líneas de esta columna y dejarlas varias horas macerando, volví a ellas tras leer en prensa una noticia que me conmocionó: “Hallan los cuerpos de Rubén e Izan, los niños desaparecidos en Torrent hace dos semanas por la DANA”. Dos hermanos, de cinco y tres años. Dos semanas sin noticias de ellos. Quince días de infierno para sus familiares. Sobre todo, para su padre. Pensé en ese hombre, en su desesperación, en su amargura. Imaginé sus noches en penumbra, sus preguntas al vacío. ¿Por qué no pude retenerlos? ¿Cómo escaparon de mis brazos? ¿Dónde fuisteis, hijos míos? ¿Dónde? ¿Os llevó lejos la riada? ¡Dadme una señal, una, para encontraros! Él hizo hasta que ya no pudo hacer. Intentó rescatarlos, se aferró a ellos cuando un camión se estrelló contra el muro de su vivienda y el agua entró con toda la furia en su hogar. Es lo último que recuerda. El impacto de ese vehículo gigante contra la casa. Él pudo sobrevivir agarrado a la rama de un árbol durante un tiempo eterno. Sin embargo, la corriente le arrancó a sus hijos de entre sus manos y se los llevó lejos. Ocurrió a eso de las seis del veintinueve de octubre. Dos horas después, se lanzó la alerta. Ya era tarde, demasiado tarde para todas las víctimas.
Vaya último viaje para dos niños que no habían hecho más que empezar a vivir
A unos once kilómetros del punto en el que desaparecieron, fueron encontrados los cuerpos menudos de los pequeños. Vaya último viaje para dos niños que no habían hecho más que empezar a vivir. Dos fotografías con sus rostros frágiles -uno de ellos sacando la lengua al objetivo, de cuando hacía cosas propias de la edad- ocuparon durante dos semanas un cartel en el que jamás su familia hubiera querido verlos ni ellos mismos protagonizar, el de SOS DESAPARECIDOS. Quince días peinando cada rincón embarrado en busca de una pista, una señal. Buzos, voluntarios, equipos de rescate movilizados… hasta que finalmente dieron con ellos. Lo eran todo para su abuela Antonia. Para sus allegados. Para ese padre a quien ahora intuyo roto y desbordado de interrogantes. Cómo habrán sido sus noches y cómo lo serán ahora tras conocer la noticia del fallecimiento. Cuántas veces, en mitad de la oscuridad, habrá regresado al instante en el que sus hijos se fueron ante sus ojos sin que él pudiera evitarlo. Cuántas veces habrá vuelto a los minutos previos, a lo que ocurrió justo antes de que el agua, de que ese camión cambiara su destino y el de sus retoños. Cuántas veces retornará a esa tarde trágica a partir de ahora. Cuántas. Supongo que tantas como viva.
Volví a pensar en ese hombre abatido -no sé bien porqué, así funciona a veces la mente- al ver el nuevo anuncio de la lotería. Un spot grabado cuando la catástrofe de la DANA no era siquiera una posibilidad y en el que, casualmente, la soledad y la solidaridad son protagonistas, con un país movilizado para ayudar a un tal Julián, un señor que no tiene con quién compartir el décimo. Como si alguien hubiera vaticinado la tragedia al escribir el guión. Como si alguien hubiera sabido que, este año especialmente, serían muchas las personas afectadas que no tendrían con quien celebrar ni repartir una alegría ausente.
Qué bien traído y qué necesario el mensaje para ese padre y para todos los que han perdido a sus seres queridos bajo el lodo. Que siempre hay alguien dispuesto a ayudar, que siempre aparece la esperanza cuando la desesperanza inunda las horas más oscuras de la noche.