Tras escuchar al presidente del Gobierno decir que «creo que en 15 días tendré que volver a pedir otra prórroga», me vino a la cabeza Marx y la manera con la que comenzó 'El 18 de brumario de Luis Bonaparte'. Y es que, si la primera prórroga al estado de alarma decretado el pasado 14 de marzo la hemos vivido como una tragedia, la segunda y (eventual) tercera habrán de vivirse como una «miserable farsa» al comenzar a deshacerse el razonable rally round the flag del que disfrutaba Sánchez a medida que terminamos de deglutir el shock inicial.
El Derecho de excepción nace como garantía de la pervivencia del Estado legitimando la concentración de poderes en una Autoridad única que devuelva las cosas a su estado y lugar. Tales excepcionales poderes, que en la antigua Roma se conferían al dictator rei publicae causa (dictador de interés público), han de durar el tiempo mínimo imprescindible para conseguir el fin, por lo que hemos de mirar con recelo tanta prórroga, siquiera aprendiendo de la querencia española en prolongar la provisionalidad: tuvimos una Ley provisional del Poder Judicial vigente la friolera de 115 años hasta su derogación en 1985; el impuesto extraordinario sobre el patrimonio de las personas físicas de la Transición se mantuvo provisional un cuarto de siglo.
Intervención extraordinaria
Vivimos de facto en un estado de excepción no declarado. Nuestra situación de partida el 14 de marzo pasado era, de hecho y de derecho, la de excepción y no la de alarma, en la que no podía ser mantenido o garantizado, no sin una intervención extraordinaria, un derecho no susceptible de abrogación, cual es el derecho a la vida (STC 53/1985). Y además ha venido a agravarse por fuer de las medidas decretadas por la Autoridad Única. La importancia de elección del estado que hubiere de declararse reside en que, mientras que el estado de alerta es decretado por el Ejecutivo, el estado de excepción lo es por el Congreso.
En el de excepción, es el conjunto de los partidos políticos, constituidos en una mayoría parlamentaria suficiente, quien acuerda en colegiada corresponsabilidad la declaración de estado de excepción y las medidas que hayan de adoptarse. Así hubo de actuarse, y esa ha sido la competencia del Legislador que ha sido hurtada por decisión presidencial. Aun así, fue (mal) declarado el de alarma. En él, y por graves que fueren sus consecuencias, el Covid-19 no legitima cualesquiera actuaciones de la Autoridad única.
Distingamos, pues, justificación y legitimación. La ausencia inicial de respuesta de Reino Unido para inmunizar a la población era tan justificable como las decisiones italiana y española de recluir a su población. La primera sería ilegítima por el desprecio que supone al derecho a la vida. ¿Es la opción española por ello legítima? Depende de su intensidad. Nuestro actual sistema constitucional permite, en el estado de alarma, que es el efectiva e indebidamente decretado, la limitación de derechos fundamentales (artículo 53.2) pero ha de ser lo estrictamente necesario para la recuperación de la normalidad constitucional, las «necesarias, en una sociedad democrática» y han de respetar el «contenido esencial» del derecho fundamental limitado (artículo 53.2 de la Constitución), que está integrado por las facultades que hacen al derecho reconognoscible y sin las cuales se desnaturalizaría o las partes absolutamente necesarias para que los intereses protegidos por el derecho en cuestión, y que le dan vida, resulten real, concreta y efectivamente protegidos (SsTC de 8 de abril de 1981 y no. 62/82, 159/86, 37/87 y 57/94).
Puertas de ayuntamientos y gobiernos regionales y centrales, así como de quirófanos y consultas médicas externas, están cerradas a cal y canto y los plazos administrativos suspendidos o interrumpidos
La limitación de derechos decretada por la Autoridad única hace aquellos irreconocibles: la actual reclusión es incompatible con el contenido esencial de la libre circulación de personas y la libertad de residencia, resultando además afectados otros derechos (derecho a la tutela judicial efectiva, derechos de reunión, libertad de empresa, derecho al trabajo). Además, se ha echado el cerrojo al Estado contraviniendo el mandato constitucional que impone la prohibición de interrupción de funcionamiento de todos los poderes constitucionales del Estado durante los estados de alarma, excepción o sitio.
La obligada hibernación a la que hemos sido abocados por la Autoridad única no ha sido solo económica pues también es institucional, y supone una disrupción en el funcionamiento de los poderes constitucionales. Puertas de ayuntamientos y gobiernos regionales y centrales, así como de quirófanos y consultas médicas externas, están cerradas a cal y canto y los plazos administrativos suspendidos o interrumpidos. Congreso y Senado han acordado la suspensión de su actividad presencial distinta de los asuntos urgentes. Está prohibida la presentación de escritos a Juzgados y Tribunales, siquiera telemáticamente, que no fueren urgentes, y los plazos procesales suspendidos. ¿Acaso los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial no están interrumpidos?
La Autoridad única está sujeta al control de legalidad y no meramente al de oportunidad. Habrá responsabilidad política, sí, pero también responsabilidad penal (artículo 55.2 in fine de la Constitución) y de cualquier índole, pues la declaración de estado de alarma no modifica la responsabilidad del Gobierno ni de sus agentes. ¿Necesidad de unos nuevos Pactos de la Moncloa? Sí, pero para reformular un Estado al que en su configuración actual debemos ya de jubilar.
Razones de Estado
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 que inauguraron el siglo XXI, la crisis económica y financiera de 2008 de la que apenas nos habíamos recuperado y ahora el covid-19 tienen un común denominador: evidencian todos ellos la insuficiencia del Estado moderno para responder a los retos y desafíos del nuevo siglo y dar satisfacción a sus propios fines por las limitaciones que impone la soberanía nacional. El Estado de Bienestar nos hizo casi inmunes a nuestra propia mortalidad, de la acabamos de ser conscientes de forma tan salvaje. Las democracias liberales basadas en Estados soberanos requieren evolucionar hacia formas que obliguen a cumplir al Estado su fin último, sea este definido según la concepción de Hobbes, Locke, Rousseau, Smith, Marx o Proudhon. Lo que es claro es que la Historia, según vaticinó Fukuyama, no puede acabar así.
Las multinacionales o el Derecho penal global, por poner solo dos ejemplos, van por ese camino. ¿Por qué no el propio Estado? Por ello, nuestro otrora taumatúrgico Presidente debe dejar de lado su Manual de resistencia pues lo que de verdad se precisa es la reconfiguración del Estado para crear una nueva estructura adaptada a los retos del siglo XXI a los que se enfrenta, y ello no lo logrará por sí solo el milagro Sánchez si no es con el consuno de las restantes fuerzas políticas, a las que hay que exigir igual razón de Estado. Son nuestras vidas lo que está en