Me desperté temprano el miércoles, aún de noche, a una hora en la que dormir debería ser obligatorio. Una ducha, un descafeinado, unas galletas y antes de poner rumbo al trabajo, cuando todavía no habían dado las siete, me tomé unos minutos para ojear la prensa. Me bastó un vistazo fugaz a los periódicos para atisbar la catástrofe, aunque quise creer que aquello que tenía delante esa mañana a esa hora no podía estar ocurriendo en nuestro país.
Con aquellos primeros titulares y con las imágenes que acompañaban las noticias llegué incluso a viajar por un momento a los vídeos de inundaciones al otro lado del mundo que enviaban siempre las agencias internacionales a las redacciones de las televisiones y que apenas ocupaban unos segundos al final de los informativos. Por si pudiera tratarse de un error, como si fuera España inmune a la enfermedad que provoca el cambio climático. Porque aquello que tenía delante esa mañana a esa hora no podía estar ocurriendo en nuestro país.
Salí de casa. Apenas me crucé con una persona en mi trayecto al coche. El cielo estaba oscuro como la mañana en ese momento y el calor… un calor poco común en el norte bordeando noviembre. Como un robot abrí la puerta de mi vehículo, me senté, metí la llave y al encender la radio sentí, de nuevo, el dolor agudo que produce un arañazo cuando te arranca la piel. Contaba en directo su historia una tal María, sin noticias desde la medianoche de su hermano Toni, de 27 años. Él mismo había llamado horas antes a su madre para despedirse. Se encontraba desafiando a un mar de barro aferrado a un muro junto a varios compañeros de trabajo. El agua les sorprendió de faena en un polígono de Ribarroja. “Suerte”, le dijo a la chica la presentadora al despedirse. ¿Es la fortuna la que decide si sobrevives o no a una catástrofe?, pensé. Qué difícil encontrar las palabras cuando también han sido arrastradas por la lluvia.
Cuando escuché que el Congreso de los Diputados siguió ese miércoles adelante -a pesar de todo- con el pleno en el que iba a aprobarse el decreto del Gobierno para renovar de urgencia Radio Televisión Española. Eso sí estaba ocurriendo en nuestro país
Ése fue sólo el primero de los muchos testimonios terribles que escucharía horas después de un veintinueve de octubre que forma parte ya de la historia triste de España. Eligió la naturaleza esa fecha al azar para desahogarse, para gritar “basta”, para descargar su rabia sobre calles, casas, ríos y carreteras; sobre familias enteras; sobre niños; sobre mayores; sobre animales. Como si alguien hubiera estrujado las nubes como un estropajo hasta dejarlas secas. Como si el océano se hubiera teñido de marrón en sólo unos pocos segundos. Como si el viento hubiera tenido por misión soplar enormes camiones creyéndolos plumas ligeras.
Aquello que tenía delante esa mañana a esa hora no podía estar ocurriendo en nuestro país. Lo volví a pensar a medida que avanzaba el día, a medida que aumentaban los muertos, a medida que publicaban más imágenes de la devastación. No lo pensé, sin embargo, cuando escuché que el Congreso de los Diputados siguió ese miércoles adelante -a pesar de todo- con el pleno en el que iba a aprobarse el decreto del Gobierno para renovar de urgencia Radio Televisión Española. Eso sí estaba ocurriendo en nuestro país. La política, a un lado del río. La población, al otro pidiendo auxilio al vacío.
Cuántas víctimas, cuántas. Cuántas historias. La de esos ancianos rodeados de agua postrados en sus sillas de ruedas sin poder moverse, indefensos ante la subida inminente de la muerte. La de los fallecidos atrapados en sus coches parados en una vía cortada por el destino atroz. La de las cientos de personas marcando, una y otra vez, un teléfono de emergencias colapsado. La del hijo, Samuel, pidiendo ayuda en televisión para encontrar a su padre. La de una mujer caminando sobre el lodazal y lanzando al aire un nombre: ¡Adolfo! Y el silencio. ¡Adolfo! Y de nuevo el silencio por respuesta, como tantas preguntas ahora sin contestación. ¿Se podía haber evitado semejante desgracia?
Cuántas historias, cuántas. La de una mujer contándole a un reportero que acaba de conocer el fallecimiento de su marido. Su cuerpo estaba en el garaje a donde el hombre acudió para poner a salvo su coche, mientras ponía en peligro su vida. La historia también de una madre y su hija al micrófono de un programa matutino. A la pregunta de "¿cómo estáis?", la mejor respuesta posible: “Vivas. Estamos vivas”.